Era una tarde de Febrero. Yo estaba allí, en el escaparate de la tienda de un aeropuerto, una duty-free dicen que se llama. Estaba, como decía, junto a otros amigos de otros colores, como imitación de la diversa realidad de este mundo; pero me eligieron a mí, un osito de peluche blanco y negro. Me metieron en una bolsa de plástico de vivos colores y me llevaron a otro país, a otra casa, con otras gentes… No sería ese mi último viaje, pero tampoco ha habido muchos más.
Cuando llegué a mi destino me entregaron al cuidado de una niña de cinco años. Era esbelta, morena, de ojos vivos y pelo castaño. Su alegría cuando me vio, así como la luminosidad de su rostro me gustaron.
Enseguida me estrechó contra su pecho con sus infantiles brazos para no desprenderse de mí durante todo el día.
Llegada la noche, sin soltarme, me acostó en su cama; abrazándome y acariciándome le invadió el sueño hasta el día siguiente.
Siempre me dejaba en su cama cuando no podía tenerme entre sus brazos; fui su confidente y compañero de juegos durante muchos días, durante mucho tiempo. Luego, poco a poco, fue separándose de mí aunque no me olvidó. Siempre estaba en su cama, pero ya no dormía con ella.
Un día me metieron, junto con otras cosas, en una caja de cartón y me llevaron a vivir a otra casa. El cuarto donde me dejaron ya no tenía la alegría infantil de otros días, era más serio, más formal, pero más luminoso.
Como decía, con el tiempo, aquella niña que me recibió con su amor infantil, cambió mi cuerpo peludo por otros brazos más vigorosos y fuertes y con menos vello que los míos. Entonces, pasé a quedarme en una estantería desde donde podía ver todo lo que ocurría en esa casa que, por cierto, quedaba solitaria la mayor parte del día.
No es que estuviera allí a disgusto, pero me aburría; añoraba los juegos de antaño aunque me llevase algún que otro coscorrón. Me consolaba saber que todavía me apreciaban y que no terminaría mis días en un contenedor de basura o regalado a otro niño que no supiera apreciarme, como le ocurrió a otros juguetes.
De vez en cuando me limpiaban el polvo y me movían algo, lo cual era de agradecer por que me servía para muchas cosas: podía desentumecer mis costuras y podía comprobar que el rostro de aquella niña, que cambiaba con el paso del tiempo, todavía mantenía su sonrisa y luminosidad. Pero enseguida regresaba a mi sitio en la estantería; aunque fuera por poco tiempo, ese momento me hacía feliz, me sabía querido y eso me hacía que yo quisiera a esa niña ahora cambiada, a esa casa y a quien en ella vivía.
Más tarde empezaron a cambiar la habitación donde yo me encontraba. Pusieron cortinas y muebles nuevos. Le daban al cuarto un aire más alegre que el que entonces tenía.
Después hubo un día en el que me sentí preocupado. Como se habrán dado cuenta la niña, mi niña, era una mujer que tendría más o menos la edad que tenían sus padres cuando me entregaron a su cuidado. Ese día ella me recogió de la estantería sonriendo. Fue su sonrisa lo que me preocupó. Sonreía como hacía mucho tiempo la había visto sonreír. Estaba algo más gruesa que de costumbre cuando me estrechó contra su pecho, que noté algo crecido y más duro. Su cara era angelical, redonda como cuando era una niña, hace ya más de veinticinco años y quizás más luminosa si cabe; era una cara como una lunita. Fue entonces cuando me dijo:
— Soy feliz, osito
Luego, después de abrazarme como lo hizo aquel primer día, me dejó en mi sitio.
Eso es lo que me preocupó; esa actitud infantil que casi había olvidado. Pensé que estaba trastornada, enferma; pero resultó ser otra cosa.
Al cabo de un par de meses entró en la casa a vivir una nueva criatura. Era una niña muy pequeña que, poco tiempo después, acomodaron en mi cuarto. Entonces fue cuando me bajaron de la estantería y me pusieron a su lado.
Aquello me hizo muy feliz y me sentí rejuvenecer al recordar las sensaciones que experimenté después de hacer aquél viaje en avión varios años atrás.
Era una delicia sentirse de nuevo abrazado por brazos infantiles. Yo procuraba tener todo mi pelo suave y limpio para agradar a esta nueva niña, aunque ella me daba tirones en las orejas y me mordía de vez en cuando; pero yo estaba contento y me sentía útil y doblemente querido.
Durante esos años sufrí algunos percances, como la costura rota que enseguida me remendaron antes de que mi cuerpo se escapara por el descosido. Otro día fue un ojo que se me cayó y no pudieron encontrar; menos mal que mi primera dueña, la madre de la niñita, fue capaz de encontrar uno que me fijó con pegamento. No era un ojo igual que el que perdí, pero tampoco se notaba mucho.
Durante aquel tiempo volvía a dormir cobijado por brazos infantiles y pasaba los días recostado sobre la almohada de una cama, cuando no era partícipe de los juegos de la niña o sus amigos. Vi crecer a la niña como creció su madre conmigo y, al mismo tiempo, veía a su madre madurar mientras cuidaba de nosotros dos: mi niña y yo.
Así fue hasta que nuevamente cesaron las risas infantiles y yo regresé a la estantería donde había pasado tantos años. La monotonía y el silencio, interrumpido de cuando en cuando por el televisor, regresaron a la casa.
No recuerdo o no quiero recordar cuantos años pasaron hasta que empecé a preocuparme seriamente por ella, por mi verdadera dueña. Fue un día en el que el silencio monótono fue interrumpido por el murmullo de varias voces hablando simultáneamente en voz baja. Supongo que había mucha gente pero yo, desde mi cuarto, no podía verlos aunque notaba su presencia.
Hubo un momento en el que vi que se llevaban una caja grande y alargada para después quedar la casa en silencio. Pero supe, algo extraño me lo decía, que no era el mismo silencio de siempre, era un silencio frío, como si hubiera distintos tipos de silencio con distintas temperaturas ambientales; era un silencio que no se podía romper, que te obligaba a hablar en voz baja si quería decir algo.
Así fue durante varias horas hasta que ella regresó; vino sola, extrañamente sola y vino hacia mí. Me cogió y me estrechó contra su pecho como lo hizo la primera vez; pero no fue como la primera vez, porque ahora ella lloraba. Lo supe cuando una lágrima humedeció mi peluda cabeza al tiempo que la oía exclamar entre hipos:
— ¡Ay, osito! Qué triste estoy! Todo llega y todo se acaba.
Fue a partir de ese momento cuando empecé a preocuparme por ella. No supe entender lo que me decía o quería decirme por que soy un simple osito de peluche; pero por alguna extraña razón sentí que si yo hubiera podido llorar también lo habría hecho.
Sentía que deseaba que la abrazase y lo intenté. Procuré estirar mis brazos cuanto pude a pesar de ser cortos y dejé caer mi cabeza sobre su pecho para transmitirle mi calor. Así permanecimos unos minutos, en silencio, mientras ella depositaba sus lágrimas sobre mi espalda. No me importaba si se me estropeaba el pelo o me desteñía por ser tan viejo; me importaba ella y yo estaba preocupado por ella.
Luego me llevó a su cuarto y me dejó sobre la cómoda cuando sonó el timbre. Desde entonces no he salido de esa habitación y de vez en cuando me coge y me acaricia.
Afortunadamente ahora puedo verla más a menudo que antes y también puedo velar su sueño, por que estoy muy preocupado por ella. El día que le pase algo, me dejaré caer al suelo desde la cómoda y no me importará acabar en un contenedor de basura o en las manos de un niño que no sepa apreciarme como ella me ha apreciado durante tantos años. Por que, a pesar de que han pasado casi cincuenta años, ella todavía es mi niña y yo soy su osito; su amigo fiel.