Desde luego hay que ver el buen gusto de estos ingleses para decorar los pubs. Bueno, más bien habría que decir “británicos” porque lo cierto es que yo me encontraba en Escocia. De vez en cuando yo hacía “mis vacaciones mentales”. Esto consiste en que en vez de hojear un catálogo de una agencia de viajes, uno coge un mapa y, quizá influido por un libro o por una película elige un lugar para hacer una parada en la rutina diaria. No se organiza nada, ni hoteles ni comidas ni excursiones. Sencillamente se elige el sitio y, como en este caso, se compra un billete de avión para Edimburgo. En condiciones normales se hace una visita por la ciudad pero en “mis vacaciones mentales”, a pesar de que nunca había estado allí, me monté en el primer taxi que atisbé y le pedí que me llevara a Rosslyn, un poblacho que se encuentra a unos cinco kilómetros al sur de la capital escocesa. Era el sitio elegido, era el punto en el mapa que me llamó la atención y era uno de los enclaves protagonistas del último libro que me había leído. Pagué al rollizo y pelirrojo taxista y me quedé pensativo en la única calle merecedora de tal calificativo. Llovía a cántaros y mis pasos se encaminaron hacia una tienda de comestibles situada en mitad de la calle. La señora que estaba detrás del mostrador y que me miraba como si se le hubiera aparecido un espectro rondaba la cincuentena. No me preguntó qué quería ni nada por el estilo sino que me miró con unos ojos que expresaban su pensamiento de que yo no encajaba allí, mucho menos a esas horas de la tarde (eran las ocho y media) y con esas trazas de no ser escocés, ni siquiera británico. No sé si adivinó que era español por el acento pero el caso es que bastante escandalizada me indicó que la señora McDowell de vez en cuando alquilaba una habitación a extravagantes extranjeros, generalmente americanos, que se atrevían a viajar hasta allí. Así que sin dar más importancia al asunto me dirigí a la casa McDowell y en un abrir y cerrar de ojos me encontré instalado en mi habitación, por cierto, modesta. Una cama, una mesilla, un lavabo con espejo y moho resbalando por las paredes. Justo lo que necesitaba.
Lo había mencionado antes, hay que ver que a gusto se siente uno en esos pubs. Pedí una cerveza al camarero, gordo, alto y de unos setenta años por lo menos y, me dediqué a observar el panorama aunque más bien, era yo el centro de todas las miradas. Menos mal que los seres humanos se acostumbran a todo y al cabo de los diez minutos, con otra cerveza esperándome en la barra, estaba totalmente integrado en el paisaje del bar. Ese mimetismo permitía que me encontrara a gusto y observar sin ser observado. Los tipos charlaban animadamente y la televisión ofrecía un Liverpool-Chelsea. No paraban de beber cerveza en un formato que se me antojó exagerado, pero qué carajo, estábamos en el Reino Unido en donde la ingestión del dorado líquido era una religión. Al parecer todos simpatizaban con el equipo de la ciudad que antaño vio nacer a los Beatles y al enterarse de mi nacionalidad, que concordaba con la del entrenador que les había hecho ganar su última copa de Europa, no dejaron que pagara nada. De repente me encontré sentado en una mesa conversando y abrazado por aquellos bebedores de cerveza. El dueño del establecimiento cerró la puerta por dentro aunque hizo varios intentos al meter la llave en la cerradura. El Liverpool ganó por tres a uno y todos brindábamos salpicándo cerveza por nuestros cuerpos. De pronto escuché un ruido seco y al instante un sonido de carcajadas escocesas, porque no se reían igual que en España. El tabernero yacía en el suelo con los ojos cerrados y con dos hilillos espumosos que le caían por ambas comisuras de los labios. Lejos de recogerle, los parroquianos se lanzaron como lobos a la barra del bar y un vejete encorvado se dedicó a llenar las jarras vacías de cerveza. Estaba yo pensando en el surrealismo de la situación, cuando un aborigen de largas cabelleras blancas me dijo “anda Binaitis, toma otra cerveza”. La tomé, por no hacer el feo, y brindé con un tío que me sacaba dos cabezas. Cuando al parecer se cansaron de celebraciones, el del pelo blanco sugirió que debíamos llevar al tabernero a su casa. Le cogimos en volandas y le trasladamos doscientos metros más abajo de la calle. Le dejamos en su dormitorio y el vejete que nos había servido antes se había preocupado de escrutar el frigorífico y nos ofrecía nuevas provisiones de “Guinness”. Juntos cantamos canciones que yo no entendía y poco a poco los cánticos se fueron tornando en ronquidos desagradables, momento que yo aproveché para escabullirme y dirigirme a la casa McDowell al refugio de mi habitación.
A la mañana siguiente me desperté con un dolor de cabeza de los que hacen época. Menos mal que con la edad, uno no sale de casa sin llevar todo tipo de pastillas. Me tomé dos aspirinas y al rato, mientras contemplaba por la ventana las verdes colinas escocesas, me rehice. Tomé a duras penas los huevos fritos con panceta, patatas fritas, pan con mantequilla, queso y pastel de manzana que la señora McDowell me había preparado y salí de la casa.
Salí del pueblo en dirección al North Esk, lugar misterioso y con fama de estar habitado por fantasmas. El camino del valle se encuentra regado de numerosas construcciones en ruinas con una verdadera madriguera de túneles de los que se dice que el famoso Bruce, en uno de sus escarceos militares, encontró refugio. Esculpida en una roca cubierta de musgo una cabeza de origen pagano observa al caminante. Pronto divisé en el borde de la garganta un edificio que se alza espectral y majestuoso. Parecía un trozo de catedral gótica extirpado y situado allí, en aquellas tierras indómitas. La capilla de Rosslyn, de hecho, es una construcción inconclusa por falta de fondos y que estaba destinada a formar parte de una obra mucho más grande, una enorme colegiata que nunca llegó a construirse. El interior de la capilla es una alucinante locura en piedra, una explosión de imágenes talladas y configuraciones geométricas superpuestas una encima de otra. Fascinado por lo que estaba viendo casi ni me di cuenta de que alguien me saludaba.
-Hola joven – me dijo, a pesar de que yo ya no cumplía los cuarenta, en un inglés que apenas entendí. El tipo era bajito, delgado, con los ojos hundidos y pelirrojo. Llevaba un gorro picudo y por debajo del mismo le asomaban unos rizos que le tapaban las orejas. Tenía una curiosa barba que también acababa en pico, creando un efecto visual curioso. Su semblante parecía un rombo en cuyo centro se dibujaba su cara, cuyo rasgo más llamativo era una colorada y redonda nariz. No hubiera sabido decir si tenía cincuenta o setenta años.
-Buenos días padre -se me ocurrió contestarle al ver que llevaba negro hábito hasta los pies.
-Ah, no, se equivoca joven. No soy canónigo, me dedico a la construcción pero no importa- respondió. Inmediatamente pensé que sería un pobre desgraciado que no andaba muy bien de la azotea, aunque cambié de idea cuando empezó a explicarme con detalle aspectos referentes a la capilla. – Este lugar es un foco de misterios y leyendas, la más famosa de ellas, un pilar situado al este llamado “el Pilar del Aprendiz” , venga conmigo sea tan amable -continuó diciendo y sin saber muy bien qué hacer le seguí-. Esta capilla se construyó por orden de la familia Saint-Clair, grandes protectores de la construcción. Cada generación está obligada a recibir la palabra del Albañil, una señal secreta que tienen los albañiles en todo el mundo para reconocerse entre ellos. Una gente muy culta, créame, y muy ricos, relacionados desde siempre con el poder.
Avanzamos contemplando todo tipo de inscripciones en la piedra, difícilmente inteligibles a ojos profanos y llegamos a “el Pilar del Aprendiz”. Me quedé anonadado por su belleza. Una especie de guirnaldas pétreas serpentean por el fuste de la columna, desde la basa hasta el capitel, formando un lujoso sostén para el artesonado superior.
-Cuenta la leyenda joven, que un modelo de este pilar llegó a Rosslyn desde Roma o algún otro territorio extranjero. Al verlo, el maestro albañil no consintió en trabajarlo hasta no viajar al lugar de procedencia para ver el pilar original. En su ausencia el aprendiz trabajó la columna hasta dejarla como puede usted contemplar hoy. Al regresar el maestro y ver el pilar tan exquisitamente acabado, presa de la envidia mató al aprendiz.
De hecho, me llevó hasta la puerta occidental de la capilla. Encima de la misma se halla la cabeza tallada en piedra de un joven con un corte en la frente. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me enseñó la talla de la parte opuesta, la del maestro. A pesar de los siglos transcurridos lo vi perfectamente. La talla en piedra era una copia fiel del rostro de mi interlocutor. Me quedé de piedra, nunca mejor dicho. Cuando giré la cabeza para mirar a mi acompañante y pedirle una explicación éste había desaparecido, se había evaporado. Era imposible que hubiera caminado hacia algún lugar, no hacía ni cinco segundos que estaba hablando conmigo. Cuando logré recuperarme de la impresión, me acerqué a un hombre que estaba sentado en un saliente observándome. Le pregunté que si había visto a la persona que iba conmigo. Me miró como si me faltara un tornillo y me dijo que yo había caminado solo todo el rato. En fin, recuperé la compostura y me marché de allí como alma que lleva el diablo.
Llegué a la casa McDowell, comí y me acosté. No dejé de soñar ni un momento con el viejo, con la capilla y con demonios que querían llevarme a los abismos. Así que me levanté sudoroso y bastante agotado. Tomé una ducha y me dirigí al pub a tomar una cerveza con “mis amigos”. Al entrar todos me saludaron y me dieron palmadas en la espalda. El dueño del establecimiento, que había recuperado súbitamente su dignidad, me sirvió con ademán solemne una pinta y entablamos conversación. Disimuladamente llevé la misma a donde me interesaba, es decir, hacia el incidente matutino de la capilla. El tabernero no se sorprendió en absoluto y me contó que no era la primera vez que ocurría esto.
-Al parecer cuenta la leyenda que el viejo es el espíritu del maestro albañil y que está condenado a vagar por la capilla -empezó diciendo indiferente-. Siempre cuenta la misma historia en señal de arrepentimiento y la maldición terminará cuando no quede ninguna piedra del templo de Rosslyn. Pero qué quiere que le diga amigo, yo no creo en fantasmas.
Lo que más llamó mi atención era que el tipo me lo estaba contando tan campante, como si fuera lo más normal del mundo. Apuré mi cerveza y con la segunda pedí un filete con patatas del que di cuenta con avidez. Esa noche me retiré temprano, entre las protestas de mis compañeros, y curiosamente dormí diez horas seguidas.
Los ocho días de vacaciones transcurrieron apacibles y al final no pude resistirme a visitar Edimburgo, en donde me contaron otras tantas historias de fantasmas. Hoy, mirando por la ventana de mi apartamento y viendo llover, me he acordado de las vacaciones. Y lo cierto es que cuando veo fotografías de la capilla de Rosslyn siento un escalofrío, sobre todo cuando contemplo el detalle de la cabeza tallada del maestro albañil, el único fantasma que he visto en mi vida.