Gregorio trataba de no imprimir demasiada rapidez en su trabajo. Su cuadrilla estaba remodelando la casa antigua de la calle Cervantes. El final implicaría volver a la cola del paro.
Tenían que tirar todos los tabiques y levantar unos nuevos. El reciente dueño quería una distribución distinta para su hogar y ellos se la darían. Tras acabar el bocadillo, cogió de nuevo el martillo pilón.
– Voy a empezar con esta pared –le dijo a César, que aún estaba sentado tomando su tentenpié: un cuarto de tortilla de patata, acompañado por un chupito de anís.
– Por mí… como si te la machacas –bromeó el otro-. Yo seguiré cuando acabe con esto.
Plonk.
Plonk.
Plonk.
Cada golpe erosionaba un poco más la pared. Aquella sensación de poder era lo que más le gustaba de su trabajo.
– ¿Qué cojones es eso? –murmuró, de repente. Tras uno de los martillazos una extraña tela había asomado agonizante entre los restos de la pared moribunda.
– Esta gente de antes utilizaba de todo para rellenar los tabiques –masculló, mientras tiraba de la tela.
“Lo mismo es el mapa de un tesoro, o un testamento secreto, o …”.
Lo desenrolló. Se trataba de una pintura en la que unos borrachos vegetaban en una taberna. Los bordes de las figuras eran rectos, los colores escasos y el realismo estaba perdido…pero se reconocía la escena.
“Lo mismo es una obra de arte y me forro con ella” pensó.
La escondió en el interior de su mono azul y siguió trabajando, como si no hubiera pasado nada.
Al volver a casa, se la mostró a su mujer.
– No te irás a meter en un lío por esto, ¿verdad? –preguntó ella, mirándola con ojos castrenses.
– No, si no me lo hubiera traído, lo habríamos tirado con los escombros.
– Pero si esto es una obra de arte, ¿de dónde vas a decir que lo sacaste?
– No lo sé, pero he pensado que podríamos enseñárselo a Don Faustino. Que él la valore y, si vale mucho dinero, seguro que a él se le ocurre alguna idea para venderla.
– Buena idea.
– Si cuando yo me pongo a pensar…
***
Faustino estaba viendo en la televisión cómo el torero de moda había sido infiel a su mujer, la espigada hija única de una rica familia sevillana. Si sus alumnos supieran que adoraba ese tipo de programas televisivos, seguro que perdería el trato deferente que le dispensaban. Pero, no estaba dispuesto a dejarles que se enteraran. Ser catedrático de Vanguardias del siglo XX en la facultad de Historia del arte exigía un respeto. Él se lo había ganado gracias al trabajo de muchos años.
Cuando sonó el timbre, apagó el televisor y cogió uno de los libros de la estantería. Abrió la puerta. Frente a él se materializaron Gregorio y Claudia.
“¿Qué querrán ahora los pesados estos? ¡Qué extrañas amistades se hacen en los hospitales” pensó.
– Hola, ¡qué bien que hayáis venido!-saludó, con tono churrigueresco.
– Hola Don Faustino, ¿venimos en mal momento?
– No, estaba leyendo una novela para pasar el rato. Entrad.
No podía negarles una invitación después de lo bien que se habían portado en el pasado. Cuando ya estuvieron todos en el salón, y los visitantes hubieron rehusado refrescarse el gaznate a su costa, sacaron de una bolsa un lienzo perfectamente enrollado.
– Mire, es que he encontrado esto dentro de una pared de la casa en la que estoy trabajando ahora. Quería saber si tiene algún valor.
Faustino dejó libre a la pintura, para descubrir un cubismo poco desarrollado. Miró la firma. Era de un absoluto desconocido.
– De entrada, creo que no. Aunque no parece malo del todo. Tendría que estudiarlo más detenidamente y pedir ayuda a alguno de mis colegas.
– Y, si tiene valor –dijo Gregorio, con voz suplicante-, ¿ganaría yo algo de dinero con él?
– Sí, claro. Existen leyes por las que se establece qué porcentaje de su valor te correspondería por encontrarlo.
– ¿Y no será eso para el dueño de la casa? –interrogó Claudia.
– Para él habrá algo, pero…¿qué habría pasado si no lo hubieras encontrado tú?
– Lo habríamos tirado con todos los escombros.
– Por eso la ley te favorece, pero…ya sabes que los abogados a veces retuercen tanto la justicia que la hacen irreconocible. De todos modos, os estáis montando en la cabeza el cuento de la lechera.
– ¿Cómo? -soltó Gregorio.
– Que no estoy yo muy seguro de que esto vaya a hacer rico a nadie. Lo más probable es que no valga casi nada y os lo podáis quedar.
– Vaya chasco-replicó el obrero.
– Ya me lo olía yo –apostilló Claudia.
Cuando se hubieron ido, volvió a echar una ojeada a la pintura. Representaba una taberna, probablemente en el Madrid del siglo XIX. Si hubiera sido un Picasso habría batido todos los récords en Sotheby’s, pero la firma no le sonaba a ninguna conocida. Decidió que llevaría el lienzo a su amigo Javier Sánchez, para que lo analizara en el laboratorio y determinara la fecha en la que había sido pintado.
Antes de llevarlo hizo una apuesta consigo mismo: sería de los años cuarenta, de algún imitador de Picasso.
***
Javier Sánchez sabía que utilizar los laboratorios de la Facultad de Físicas para determinar la edad de un cuadro no era ético. Aún lo era menos encomendarle el trabajo a su becario. Pero, ¿quién decía que la ética era la luz que debía iluminar su vida? Le había costado mucho llegar hasta el trono en el que se encontraba, ahora era el momento de recoger beneficios.
La prueba era simple. Las pinturas utilizadas por los pintores contenían sustancias radiactivas, que se transformaban en otros elementos químicos con el paso del tiempo. Todo consistía en conocer los componentes iniciales de la pintura y estudiar mediante cromatografía de gases la proporción de elementos en el presente. Unos sencillos cálculos aplicando algunas leyes de física nuclear hacían el resto.
Cuando el becario volvió, le dijo:
– Hola, Don Javier .¿Puedo pasar?
– Sí, chico, pasa -¿cuál era su nombre?,¿Juan?-. ¿Has acabado el experimento?
– Sí, ya he analizado los trozos de pintura y el hilo procedente del lienzo.
– ¿Cuál es el resultado?
– La fecha más probable es 1850, pero con un error de mas/menos dieciocho años.
– Vale, ya te diré si tenemos que hacer algún otro análisis para afinar un poco más. Puedes irte.
– Vale, Don Javier. Ya me voy a casa y mañana sigo con mi tesina.
– Perfecto.
Cuando el chaval se hubo ido, llamó a Faustino.
***
El teléfono de Faustino tronó y este bajó el volumen de su televisor. Descolgó inmediatamente.
– Diga.
– ¿Fausti?
– Dime Javi.
– Los estudios dicen que es una pintura de entre 1830 y 1870. ¿Necesitas que hagamos más experimentos para ajustar un poco más la fecha?
Faustino pensó que aquello era sorprendente. No parecía tener sentido.
– Por ahora, no.
– ¿Te han vuelto a timar? –bromeó Javier.
– No, si es un favor que me ha pedido un colega. No es para mí – mintió su interlocutor.
– Bueno, chaval, te dejo. Nos vemos el domingo en La Polémica para jugar al mus.
– Hasta el domingo.
Don Faustino, catedrático de Vanguardias del siglo XX en la facultad de Historia del arte, se mostró cariacontecido cuando volvió a mirar la obra que había dejado en sus manos el inculto Gregorio.
Era un cuadro anterior a ‘Las señoritas de Avignon’. Echaba por tierra todas las teorías existentes sobre el cubismo. Sacarlo a la luz reportaría fama y dinero a su descubridor (Gregorio). A él le tocaría algo más que un pellizquito de la recompensa. Aunque lo que más importaba a Faustino era la fama. Si escribía un libro sobre el tema, podía ser una revolución. Lo mejor sería ver la cara de Jesús Romero, otro de los catedráticos de su departamento, corroído por la envidia. Tenían constantes discusiones sobre distintos aspectos de la obra pictórica del siglo XX.
– Picasso era un mamarracho –solía decirle Jesús-. Todos tus libros sobre él son una absoluta chuminada.
– Pues… el que no valía para nada era Dalí –contraatacaba Fasutino-. Ni siquiera sabía pintar.
– Bastante mejor que Picasso.
– Al menos Don Pablo inventó el cubismo. Dalí era un mero acólito del Surrealismo.
– Un exponente soberbio de ese movimiento. Sin embargo, Picasso ha sido ampliamente superado por otros. Si no hubiera sido el iniciador del cubismo, no sería nadie. La originalidad nunca debe ser una finalidad
– Esa es tu opinión. Al menos, mis argumentos son datos objetivos.
Una vez estuvieron a punto de llegar a las manos por una discusión acerca del mismo tema. Un bedel de la Facultad les había separado.
De repente, Faustino se dio cuenta de algo. Si sacaba ese cuadro a la luz, todos sus libros se convertirían inmediatamente en basura. Con la edad que tenía, no podía obligarse a escribir unos nuevos. Tomó el teléfono y llamó a Gregorio.
– Gregorio, siento decirte que lo que has encontrado no vale casi nada. Si quieres te lo quedas, si quieres lo tiras.