Fuimos hasta la plaza. Me dijo que no le gustaba andar por la calle, así que mientras yo pedaleaba lento y dibujaba viboritas con la rueda de adelante, él caminaba apurado acompañando a su bicicleta como si fuera un escudero con el caballo de su señor.
Yo no era su amiga. Le había regalado esa bicicleta a Jorge Sánchez un poco porque me daba lástima. Antes había sido mi bicicleta, y su color original había sido el rosa. No era la primera vez que se la daba a alguien. Ya se la había prestado a un amigo de la escuela que no volví a ver y que la trajo de vuelta una tarde y la dejó abandonada en mi jardín. También la tuvo un tiempo un ayudante que mi padre había contratado en el puesto de verduras para que a la mañana descargara las bolsas. Él la había pintado de verde y la había usado dos o tres veces para hacer el reparto, hasta que mi padre lo echó después de que faltaron dos cajones de tomates.
Paramos para cruzar la calle que nos separaba de la plaza, le grité a Jorge: “A ver si me alcanzas” y salí pedaleando con todas mis fuerzas. No me alcanzó. Giré y vi que ni siquiera había hecho el esfuerzo de perseguirme. Lo observé desde lejos. Jorge era una persona especial. Todas las mañanas pasaba temprano por el puesto, cuando todavía no llegaban las verduras, y me saludaba acomodándose la gorra para que escondiera su cara. Yo sabía que él trabajaba en las afueras, en los altos hornos, por eso había querido regalarle la bicicleta, para ahorrarle la caminata.
Volví hasta la esquina donde me esperaba cubierto de sudor por haber empujado la bicicleta todo el tiempo. “¿Qué pasa?” le pregunté. “Nada” me dijo, “quería que saliéramos juntos”. Lo miré a los ojos y le pasé la mano por la frente para arreglarle el flequillo y borrarle las gotas de sudor. “Vamos” lo animé. Se sentó en la bicicleta con bastante torpeza. “¡Vamos!” le insistí con ansias cuando él apenas si intentaba equilibrarse.
La primera vez que le había ofrecido la bicicleta él no había querido aceptarla. La rechazó y yo pensé que era porque estaba usada y un poco vieja. Mi padre me había dicho que era porque Jorge debía ser algo idiota. Mi madre me había hablado de la timidez y yo lo había relacionado con la gorra y el saludo de las mañanas.
Antes de ponerse en marcha, Jorge dudó y se bajó de la bicicleta. Verificó todas las partes como si no la hubiera llevado rodando. Se sentó en el sillín con suavidad y miró que las ruedas no se aplastaran demasiado. “¿No tendré que inflarla?” me preguntó. “¡Vamos!” le insistí, “vamos que se hace tarde”. No se hacía tarde, pero no teníamos inflador. “¿Estás segura?”. “Sí que lo estoy”.
A las pocas semanas de haber rechazado el regalo, Jorge había vuelto y dicho que aceptaba la bicicleta. Pensé en lo tonta que yo había sido antes, durante el primer ofrecimiento, si no nos conocíamos de nada. Ahora que hacía casi un año que nos saludábamos, él estaba preparado para aceptar algo mío. Entonces yo le había pasado el trapo a la bicicleta tantas veces que casi le había devuelto su color rosado, y se la había dejado lista. Esa misma tarde, a la vuelta de los hornos, Jorge había tocado timbre en casa para llevársela. Se había ido sin siquiera hacer el intento de subirse. La había llevado como un escudero lleva el caballo de su señor.
Jorge volvió a probar el asiento y las ruedas. Sujetó el manubrio con fuerza, pensé que iba a arrancarlo cuando vi cómo se le tensaban los músculos del cuello. Después, tan rígido como estaba, dio un fuerte golpe con el pie en el suelo y amenazó un pedal con el otro pie. Erró el movimiento, pero enseguida intentó con el pie del principio contra el pedal correspondiente y pudo impulsarse. Titubeante, avanzó un poco. Al girar su cara hacia mí pude adivinar en sus ojos un brillo de alegría. Entonces comenzó a mover los brazos de manera espasmódica, como si quisiera batir el suelo con la rueda delantera. Erró otra vez con un pie en el pedal. El brillo desapareció de sus ojos, o quizás era que yo no podía verle la cara porque se caía. La bicicleta se inclinó. Jorge intentó mantener el equilibrio. Bajó una pierna. Pero el manubrio giró demasiado, la rueda de adelante se trabó y Jorge y la bici le pasaron por encima. Con el golpe, la rueda se dobló y la cubierta se salió de su sitio.
Al ver a Jorge tirado sobre la bicicleta estropeada me acordé de la mañana siguiente al día que se la había llevado. Yo había asistido impactada a la misma escena de siempre, él a pie y su saludo desde debajo de la gorra. Otra mañana y lo mismo, hasta que lo llamé y se detuvo. Le pregunté por la bicicleta y me dijo que prefería usarla los fines de semana. Le expliqué que se la había regalado para que la usara para ir al trabajo, para que su vida fuera un poco mejor, y él me dijo que lo sabía, pero no quería estrenarla solo. Lo miré un tanto ofuscada y le dije que, si le parecía, ese fin de semana podíamos ir juntos a dar una vuelta. “Podemos ir a la plaza Mayor” propuso. “¿A la plaza Mayor en bicicleta?” le pregunté. Sí, él quería ir a la plaza Mayor a andar en bicicleta. No sé por qué le dije que no había problema y que pasara por el puesto el sábado a eso de las dos, que después de cerrar podíamos ir hasta la plaza. “¿Y la vas a usar para ir a los hornos?” le había preguntado yo y él me había dicho que tal vez, pero que quería estrenarla conmigo.
Después del golpe se levantó estoico y se limpió la tierra. Volvimos de la mano, él parecía herido y molesto por la caída, y no paraba de pedirme perdón por haber estropeado la bici. Yo lo traté de convencer de que no me importaba, era su bicicleta y no tenía por qué pedirme perdón. Me di cuenta de que, al final, el pobre no había podido estrenarla. Tal vez él sospechara que de ninguna manera habría podido estrenarla porque ya la había usado yo, después un compañero de escuela olvidado y hasta el ayudante del puesto.
Al llegar a mi casa, nos despedimos en la puerta del jardín. Antes de irse, Jorge acercó sus labios y por primera vez los dejó encontrarse con los míos. Cerré la puerta. Él se alejó unos pasos por la acera con la bici rota en la mano. Entonces se giró, me miró con los mismos ojos brillantes de antes, y me dijo que no sabía andar en bicicleta. Corrí hasta su lado, lo abracé con fuerzas, apoyé mi cabeza en su pecho y le susurré que no importaba, que yo podía enseñarle.