III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


8 marzo - 2006

52- El anuncio. Por Topo Yiyo

En el pasillo ya huele a puchero, y María tuerce el hocico pensando que de nuevo intentarán sin éxito que ella coma un plato de esa sopa de color blanco sucio, como de cocina vieja. Se dice, me vuelvo, llamo desde la calle y digo que tengo clases; vacila y recula, pero sabe que es para nada porque ya escucha el ascensor, que de nuevo se ha parado en su planta. Además, tiene que decir a la familia que se marcha, y será hoy, sin falta. Incompleto el amago de volverse sobre sus talones, aún de espaldas, puede imaginar que ve a su madre llegar de la calle acompañada de Eulalia, que debe tener genes de porteadora, achaparrada y cargada de paquetes; o tal vez a su padre, con uno de los diez trajes impolutos con los que cada día cuenta el dinero ajeno. María avanza decidida por el pasillo hasta situarse cerca de la puerta del piso, no se gira, pero adivina que es su hermano quien la sigue, siempre altivo bajo su disfraz de hippie de diseño. María odia que vaya de lógico y de culto; de erudito porque ha leído dos o tres capítulos de la Odisea, rechaza su dejadez calculada. Se siente ridícula por andar pensando cosas malas de su hermano sin que todavía le haya dado motivos, así que se gira y le sonríe. Pensé que hoy me iba a ahorrar verte el careto, le dice él. Y los buenos sentimientos de María se atascan en la media sonrisa maliciosa de su hermano, que le aparta la mano de la cerradura y abre con su llave.
Pablo entra delante, anunciándose a gritos, ya estoy en casa; vaya la cosa, que gran logro, ha sabido llegar sin perderse, el erudito. Todos salen al pasillo a recibirle con grandes aspavientos. Parece un dictador acogido por sus fieles más cobardes. Ella va detrás, cargada con una bandolera repleta de fotocopias, varios libros y una carpeta negra. Rumia lo que lleva rumiando meses, y nadie parece tener intención de perturbarla en su desequilibrio. Se da cuenta de que Eulalia sí la mira, mientras sujeta la sopera con los brazos cada vez más temblorosos en espera de un gesto de la dueña de la casa. Con su belleza nativa y su trenza crespa, la mucama negroide es tan invisible como ella. Nadie se ha sentado. La espalda de su hermano recibe aún cientos de palmoteos repetitivos, de esos en los que los abrazos se dan más al aire que al que se abraza. Justo cuando piensa que la situación se va a prolongar eternamente, María pierde su condición de translúcida.
La nena ha llegado, a comer. Nada apetece menos a María que compartir ágape con aquella tropa de liberales reconvertidos al credo del Monopoly. Sus padres, una pareja progre de finales de los 70’, se han hecho el cuerpo a andar por ahí con sus vidas acolchadas de lujos superfluos, y reniegan ahora de mover un dedo si eso no reporta beneficios. Su abuela, por su parte, siempre se muestra orgullosa de haberse hecho a sí misma, de haber llegado hasta donde ha llegado desde la nada. Para ser fieles a los hechos habría que añadir que ya no se habla con sus dos hermanas porque vendió las finquitas familiares sin repartir beneficios; y con esa comisión había llegado hasta donde había llegado, no precisamente de la nada.
Se acomodan frente a la mesa. María, lo más lejos posible de su abuela. No se hablan desde hace más de un año, cuando se encontraron por la calle. Entonces María caminaba del brazo de Alberto, se acercó a su abuela sonriente, dispuesta a presentarle al culpable de que no terminara de aprobar las dos asignaturas que le quedaban de la carrera, pero ella pasó de largo, como si no la conociera. María siempre ha creído que el feo que le hizo se debió a que Alberto es mejicano, y espera que también la ignore hoy cuando anuncie su marcha. A pesar de ello, tal vez movida por un raro instinto de protección, se ha sentado lejos de ella, junto a su madre, siempre más afín a sus rarezas.
Mientras todos alaban los platos que hay sobre la mesa, María ha viajado en el tiempo. Ha regresado hasta su última charla con Alberto, y rememora los detalles del viaje que harán juntos a México, las fotos de los chiquitos a los que dará clase, las condiciones en las que viven. Cada minuto que pasa tiene más claras sus convicciones, y ve idiota darle más vueltas al modo de dar la noticia a su familia. Se ha mentalizado para cualquier escena. Tiene preparadas respuestas para cada uno de los contras que su madre le escupirá a la cara en cuanto sepa que va a dejar los estudios, que va a dejar la casa, que va a dejarlo todo para seguir a Alberto en su trabajo de ayuda a Sudamérica. Todos se pasan los cuencos con la ensalada, y Eulalia ya ha servido el puchero. María ha perdido el hilo, no sabe de qué están hablando.
¿Cómo que se te va?, ¿y a dónde va a ir si se puede saber?, ¿es que ha encontrado una casa donde le pagan más, acaso? La abuela no muestra los mismos toques de refinado comportamiento de su madre, no deja que se le note en el habla su origen pueblerino, pero parlotea mientras introduce pizquitas de pan de centeno en su boca, fabricada a medida. No lo sé, pero yo ya le he dicho esta mañana que no me puede dejar desatendida hasta que encuentre a otra que aprenda cómo funciona la casa. De quién habláis, pregunta María. De Eulalia, chica, pero estás dormida o qué te pasa, que dice que se va de la casa…por cierto, la vamos a llamar, anda, para enterarnos bien de quién nos la roba, porque sospecho que puede ser cualquier conocido, claro, para que haya decidido irse la han tenido que tentar con el sueldo.
María se ha quedado de piedra. Nunca hubiera pensado que Eulalia fuese a decir nada antes de que ella hablara con sus padres del tema, pero tras la sorpresa punzante se da cuenta de que se está portando del mismo modo excluyente que tanto abomina. Reconoce que tal vez la revelación adelantada, pero no precisada, es un modo de presionarla para que se decida a decir de una vez todo cuanto ha de decir. Es un modo de hacerle saber que la decisión es en firme, para ambas.
María interrumpe, ¿seguro que es por dinero? Y no sabe cual es la fuerza centrífuga que le ha revuelto las entrañas y le ha obligado a abrir la boca. Pues yo diría que sí nena, si no a ver de qué se iba a querer marchar Eulalia, porque en esta casa siempre se la ha tratado como a una más de la familia. Hay que reconocer que muchas mujeres querrían tener su misma suerte, con la cantidad de ellas que llega cada día a España y que están tiradas en la calle… además Eulalia está perfectamente integrada…¿Integrada? Mamá, para empezar, no creo que tengas ni la menor idea de hacia dónde se dirige Eulalia una vez sale de casa. ¿Sabías que Eulalia es licenciada en Derecho? María mira a su madre fijamente a los ojos, desafiante. Sí, sí, sé que alguna cosa había estudiado, pero bueno, ya sabemos que las carreras de allí no las aceptan aquí, porque son más fáciles y… Sabes que eso no es cierto. María se levanta de la mesa, arrastra la silla, su familia la mira incrédula. La nena, por lo habitual tan mansa, exaltada así por una tontería, no debe cuadrarles. Eulalia estará mejor en su nuevo empleo. Tendrá un alta en la seguridad social, mamá, ¿no lo has pensado? El rumor de platos y cubiertos cesa; todos se giran hacia María, y como si hubiera contado un chiste malo, ríen a destiempo. Esta niña es tonta, pues no va y nos sale idealista, ¿pero tú sabes lo que cuesta dar de alta a una persona para que trabaje en casa? No sólo no lo hacemos nosotros, es que nadie lo hace. Se ha levantado una ola de comentarios por lo bajo, con miradas de reojo y sonrisas irónicas. Cuando empieces a ganar tú el dinero ya te enterarás de lo que vale un peine, a ver si te crees que somos ricos. ¡Eulalia!, ¡Eulalia! Su madre se ha puesto nerviosa, retuerce la servilleta, llama a Eulalia a voces. Sí, señora. Eulalia aparece junto al quicio de la puerta. Si no la conociera, María pensaría que ha llorado, pero Eulalia siempre tiene los ojos hinchados, como si derramara lágrimas de manera constante cuando nadie la ve. A pesar de que es una mujer joven, de no más de 35 años, carga con un rostro macerado por la nostalgia, con unas facciones que conmueven. A su lado María tiene la sensación de que si se echara a llorar con todas sus fuerzas no parecería más que una plañidera barata.
Ahora que está toda la familia junta, nos gustaría que nos contaras quién te contrata. Eulalia abre mucho sus hinchados ojos, y los dirige a un lado y a otro de la mesa. Pero, ¿es que María no les dijo? Ahora todos los pares de ojos de la estancia se posan escrutadores sobre María. No, ¿qué puede saber la nena? Eulalia alza los hombros en señal de resignación. Ella fue quién me dio el empleo. El silencio hace que a María le zumben los oídos, sigue sin atreverse a alzar la vista. ¿La nena? La risa inoportuna de antes se convierte en una estruendosa carcajada. Su hermano se atraganta y su abuela comienza a darle golpes en la espalda. Mientras tose, su hermano no recibe cálidas palmadas de bienvenida, sino golpes secos, cada vez más fuertes, propinados por la única persona de la sala que ni siquiera esboza una sonrisa. La abuela la mira de soslayo. La está juzgando, en silencio, como cuando insinuó que toda la solidaridad del mundo que ella pregonaba cabía en los vaqueros del mejicano.
Tiene de nuevo la sensación de no ser ella quien permanece de pie agarrando el mantel con fuerza. Tiene ganas de tirarles a la cara la verdad, su verdad, de salir corriendo, de dar un portazo. Pero sabe que la ira que la domina es hacia sí misma, hacia su cobardía, y por eso no se mueve de dónde está. No abre la boca. Es de nuevo Eulalia la que habla. María está trabajando para una asociación que ayuda a los inmigrantes. Ella me dijo que yo podía limpiar allá mientras ella y su novio trabajan en México, y que con el tiempo, quizá necesitara a gente con conocimiento de leyes para la sede de acá. La verdad es que me interesa, porque me dan de alta algunas horas, y eso me viene bien por los papeles. Me van a pagar menos, pero bueno… total me arriesgo. Quiero que sepan que les estoy muy agradecida por todo igual.
Eulalia se retira, vuelve a la cocina. María sigue agarrada al mantel, se siente ridícula por haber esgrimido ante su madre la excusa de que Eulalia era abogada, porque al fin y al cabo sólo ha podido contratarla de fregona, y por cinco horas menos de lo que en realidad va a trabajar. Se siente ridícula. Tiene la sensación de que todos sus ideales están vacíos, y de que en verdad caben en los vaqueros de un mejicano. Se sujeta a la mesa con mayor fuerza en medio del silencio, en espera del chaparrón, pero no le dicen nada. Nadie dice nada más… y para esto no estaba preparada. Se sienta. De nuevo el rumor de platos y cubiertos. Todos se pasan los cuencos con la ensalada.