Hoy tocaba limpieza de estanterías; son las de la salita pequeña, donde se refugia Quirce las más de las veces, para encontrarse así mismo, para buscar respuestas a sus incógnitas, a sus dudas. Pero ahora está indolente y se sienta en la butaca confortable, que le recoge con sus cálidos y mullidos brazos; estira las piernas y apoya su espalda en el respaldo.
Es la habitación de sus sueños, pequeña, cómoda, de forma ligeramente rectangular y alejada de las zonas de ruidos de la casa: algunos entrepaños de libros y revistas, pequeños armarios con material fotográfico, sus álbumes de fotos y más cachivaches personales; revisa las paredes fijando su atención: cinco, seis, siete; sí, son siete anaqueles…, pero tiende a quedarse en el segundo. Mira de nuevo otros estantes, cambia, pero el subconsciente le dirige automáticamente al segundo. No tiene sentido rebelarse y detiene la cabeza, su visión, en ese punto, en esa balda, que contiene tres horrorosas figuras de pasta, simulando el marfil, con dos samuráis serios e irascibles, vestidos de muerte hasta las cejas, en actitud de marcial combate sin final ya que pese a los años, son incansables, luchan en una batalla eterna, ignorando la derrota, que nunca les llega- tampoco la victoria, por cierto- y entre medias, medroso como Quirce a veces, un pobre pescador, cabizbajo y escorzado, que lleva una bandeja con varios peces mientras que apoya su brazo derecho en un tortuoso cayado, similar a una rama de madera de boj. No están solas las pequeñas estatuas pues quedan flanqueadas por cuatro garbosos retratos familiares, con una capa evidente de polvo encima. Sí, necesitan limpieza y Quirce, después del descanso, seguro que acomete el tedioso trabajo.
Bueno, tendrá que limpiar todos los estantes, aunque de momento, sólo se fija en el de los retratos y figuras. Desecha las estatuas y se concentra en las fotos; dos son de su sobrina y una de Celia. Pero hay otra más, pequeña, en formato 14×10, resguardada o protegida en un sencillo marco de madera oscura, pero que no ha podido evitar que envejezca, pues ahora es pálida, amarilla; la cubre una buena dosis de polvo, que la hace mate, un poco borrosa; pide a gritos atención, limpieza.
No se decide a mover el cuerpo este hombre observador, mirón desabrido y lento. Es más, enciende un habanos para saborear el momento, o alargar el asunto con una razón, la de fumar, y lanza el humo suavemente hacia la zona de retratos, originando con este acto, un ambiente todavía más turbio en su punto de visión inclinada, sin embargo, Quirce empieza a ver más claro. El portarretratos que retiene su vista es el pequeño, y la foto que contiene -ya lo he dicho- es vieja y desvaída aunque en color, y capta un plano medio de los personajes encuadrados por la cámara.
El aire viciado de humo en la diminuta habitación, la capa de polvo que acaricia el retrato -lo protege- y los dos metros que separan aquel suceso y los ojos de Quirce, parece que no son nada, pero hay una distancia, la que paraliza al hacendoso hombre en su butaca: la foto en que se fija tiene ya veinticinco años… ¡Toda una vida!
La nimia distancia visual ha abierto un boquete en su memoria encriptada, tan segura hasta ese momento y este Juan español, llamado Quirce se pone nervioso; sólo fuma sentado en su sillón amigo y… piensa. Piensa motivado por la propia limpieza que no inicia, cautivado por la foto tan antigua. Así, en lo que ha consumido su pitillo- unos minutos-, ha pasado por su frente, por su memoria, un largometraje peculiar, el de su propia vida; bueno, para él ha sido media, y plagada de todo. ¿Qué ha dado de sí, Quirce? ¿Por qué mira esa foto tan embobado? Lo cierto es que hay algo más que tiempo entre observador y observado, sabiendo, además, que se trata del mismo personaje: Sí, puede ser, hay hasta envidia, pero… ¿Quién envidia a quién?
El tipo de la foto, alto, barbudo y con aspecto despreocupado, lleva un tabardo de piel de borrego con su rizada lana blanquecina en su interior, que se adivina porque sale hacia fuera, a modo de cuello protector. Tiene mucho pelo, ya el borrego como el sujeto de la foto y a éste se le ve la cara: tiene frío y se le nota en las facciones, más al contrario, fue un día feliz y cálido, el que recuerda la fotografía y lo cierto es que este joven, tenía la mirada brillante, segura y limpia, que dirigía hacia su compañera, vestida con atuendo semejante -incluido un chaquetón de cordero- y que también le miraba, le daba la mano.
Quirce sigue observando la pequeña foto, pero ya no ve; por su mente discurren encadenadas fotos fijas, fotos movidas, escenas, algunas personas, vivencias, aventuras; quiere condensar una vida, su vida, como si fuera su deporte preferido, pero sigue observando. En la foto hay también un tercer personaje; siempre hay una tercera persona -vestida de blanco y en actitud solemne-, pero no, no es la novia, sino el cura, celebrando el rito con casulla inmaculada. La foto capta un celebrante, la penumbra del ambiente, la luz mortecina de unos velones; capta el aire frío, congelado, casi cristalino, pero sólo son hechos borrosos, sensaciones evanescentes. Él sólo recuerda los ojos de su compañera, el calor de su mano, su aroma a espliego y algunos susurros al oído, nada más.
Ahora sí, se levanta y desempolva el retrato con una suave gamuza que tiene el oficio de absorber las partículas de polvo. La guía, recorriendo el contorno del portarretratos y aplica el aliento sobre el cristal, para facilitar la limpieza. Bruñe con cuidado la cubierta, el pie, la parte trasera; con meticulosidad, con atención, hasta cumplir el cometido, ya que ahora, a los ojos de este hombre, la foto está más nítida, hasta reluce…, pero sigue viendo lo que veía en la atmósfera turbia de humo. En sí mismo es una foto, con dos personajes principales, pues el resto… son forillos.
Aquel Quirce era lobo joven, tenaz, vestido con piel de cordero, pero con virtudes del lobo ibérico: duro, voluntarioso, peleón si es menester, ambicioso por abrirse camino, aún a dentelladas, pero también generoso, solvente, solidario, y sobre todo, con el firme apoyo de la mejor compañera de la manada; era la ecuación del éxito asegurado, el mejor equipaje para un viaje largo, pero seguro… y con destino cierto.
Por un momento, el frágil limpiador descansa la mirada y deposita con precaución el retrato en el estante donde estaba, pero… se extraña. Ha cambiado algo la foto pues el joven lobo ya no mira a la compañera de aventuras, le mira a él. Quirce retrocede y se refugia en el amable sillón, buscando fuerzas, quizá sentido, pero no puede evitar la mirada del retratado, su altivez, su orgullo; también la reprimenda. Le habla fuerte, le increpa, pero incluso añade argumentos de esperanza…, y le envidia:
– Igual son para mí veinticinco años, Quirce. Es un camino ancho y plácido, pero tiene estrecheces, accidentes. Tú me miras, Quirce, me observas, me admiras… y me envidias. Eso mismo me pasa a mí contigo. El joven lobo ha peleado, ha sufrido. También ha bebido del éxito, se ha realizado y siempre ha utilizado la esperanza y el resultado eres tú, sentado en la seguridad de esa butaca, feliz en el fondo, saboreando un habanos y utilizando la memoria para medirme, sopesarme, para juzgar veinticinco años de vida, de tú vida. Sí, Quirce, yo también te envidio porque eres mi proyecto de futuro, eres mi realidad.
Había pasión en el mudo monólogo del joven; saltaban chispas de calor, entrañables. No parecía que la distancia fuera tan grande y es que, realmente, el espacio es relativo. Todavía mantenía la mirada el tipo de la foto, y continuó hablándole…
– ¡Vamos, Quirce! La larga distancia que nos separa es la misma que hay desde tu sillón estático hasta la ilusión de cada día. No te ofusques, no te rindas y menos, ante un enemigo imaginario -el pesimismo- o quizás la tristeza, que también es intangible. No busques combatir contra la nada, pues es segura la derrota. Continúa Quirce, no te pares en este momento. Piensa en el joven lobo que te habla desde el fijo retrato, piensa en su voluntad, sus ganas de pelea, su ambición, sus sueños…, piensa en ti, Quirce, y no te desanimes.
El hombre soltó la gamuza inconscientemente y soportó por última vez, la mirada profunda del joven lobo, con intención de absorber algún hálito de vigor, de confianza. Se levantó de nuevo, con intención de limpiarle más profundamente, de llegar a su interior, de descubrir sus entrañas, pero el tipo del retrato no le dejó continuar:
– ¡Venga, Quirce!, fíjate en mi mano. ¿Qué agarra?, mejor dicho, que sostiene o en qué se apoya. Ahí tienes el secreto de tú esperanza… que es mi ayuda, mi confidente, pero tú sigues teniéndola ahí al lado, en el sofá de la habitación contigua, reposada y segura, bella, leyendo concentrada, disfrutando los renglones encadenados de una novela con argumento. Incorpórate, asoma la cabeza por el quicio de la puerta y…obsérvala: No hay indicios de tensión, de tortura; se acepta tal como es, con la seguridad acumulada de los años gastados, pero vividos contigo, formando un proyecto. Ella tiene su historia, fabricada con tesón, con ganas, como muchas historias vividas, como la tuya, pero no exige…, no quiere dar un salto en el vacío. Sí, se acepta tal cual, en la creencia de que sigue caminando contigo. No te rindas, Quirce. Coge su foto, que está en el anaquel de enfrente, justo detrás de tu querencioso sillón, y límpiala. Coloca un momento su retrato en la mesa camilla, donde apoyas tus tristes codos y fíjate en ella. Ahora, echa un vistazo a la otra, la que te obsesiona. ¿Ves?, me agarra la mano y me habla con su mirada, me susurra su apoyo, su amor, con las pupilas; la sonrisa de su boca me habla también y ya entonces me decía de un trayecto largo, que pensaba emprender conmigo: ¿veinticinco años?… ¡Por qué no cincuenta!, si realmente lo quieres. Ahora, fíjate en la otra, la de la mesa. ¿Ves?, la misma mirada, la misma sonrisa…, el mismo diálogo contigo, que invita a otro trayecto…, tan largo, duradero y ¿por qué no?, tan fructífero. Está al lado, Quirce, en la salita, leyendo un libro. Puedes hablarle al retrato, puedes hablarle a ella, pero despierta. Acaba la faena que iniciaste hace unas horas. Eres lento en la limpieza, eres terriblemente lento y melancólico. No dejaré de mirarte hasta que espabiles y limpies el retrato de la mesa, con cuidado, con cariño, hasta que penetre en ti su intención, su pensamiento.
¡Vamos, Quirce!, muévete ya. El tiempo apremia y todavía tienes pendiente el retrato de mi izquierda, el de Celia, tu hija pequeña… y luego, como penitencia, limpiarás los dos de abajo, el de Irene y el de Elena, tus otras hijas… ¡Cuánto te envidio, Quirce!
El tibio hombre de la gamuza hizo caso al joven lobo y terminó el trabajo que se había propuesto. Puso especial cuidado en la limpieza y brillo de las fotos de sus hijas y si bien es cierto que con ellas no hubo diálogo, si derramó unas gotas de cariño en el trapo, para dar más consistencia a los retratos; frotaba con este líquido especial los marcos, los cristales, que adquirían más vigor, más templanza, también más claridad, por supuesto, la que manaba hacia él en el contacto y que fue vehículo transmisor de un nuevo aliento, un recobrado vigor, una ilusión.
Al salir de la pequeña habitación, Quirce giró su cuerpo por instinto, como un cánido, y observó otra vez más el retrato de su boda; estaba limpio, bien colocado, pero ahora el joven lobo tenía otra postura: miraba, de nuevo, los brillantes ojos de la compañera.