Cuando la joven arqueóloga de origen hispano-francés Bell se fue de visita turística a Toledo nunca pudo imaginar el lío en el que se estaba metiendo. En realidad se llamaba Isabelle, pero todo el mundo la llamaba Bell; le gustaban las implicaciones: “campanilla” en inglés, también la flor del mismo nombre y el hadita de “Peter Pan” que había sido su amiga invisible hasta los siete años.
Bueno, pues allí estaba, en un hotel situado en un bonito “cigarral” o finca (allí se llaman así por el sonido de las cigarras), como a un kilómetro de la ciudad, y desde el que se podía llegar a la misma dando un agradable paseo.
Pero no había ido a tontas y a locas. Estaba buscando datos para su tesis doctoral, y una de las ¿leyendas? que estaba investigando era la de la Mesa o Tabla o Espejo (que de todas esas formas se le conocía) del Rey Salomón. Una de las pistas la situaba en Jaén, en Martos en concreto, pero de momento ésa no le había conducido a nada. Quizá la retomara más adelante. O en la ciudad perdida de Recaredo, Recópolis.
Por el momento estaba en Castillo de Guadamur, a unos catorce kilómetros de Toledo, adonde había llegado con su pequeño utilitario. Y menos mal que era pequeño y aun así bastante potente, porque las callejuelas estrechas y empinadas, tanto de Toledo como de aquel pueblecito, no estaban hechas para autobuses ni todoterrenos voluminosos, pensaba, mientras se protegía del frío de aquella mañana de Febrero.
El castillo de Guadamur era muy bello, bastante bien conservado y de los menos conocidos quizá de España. Las crónicas hablaban de que los musulmanes se llevaron a mesa a “dos o tres días a caballo” de Toledo, pero si la mesa era de oro macizo debía pesar muchísimo y no es de extrañar que tardaran ese tiempo en llegar a Guadamur. Allí había estado recluida por orden de Felipe II, la notoria, hermosa y (quizá falsa) tuerta Ana de Mendoza, Princesa de Éboli. ¿Quizá un enfrentamiento estorérico, con “mesa interpuesta” entre aquellos dos “enemigos íntimos”? Mas enseguida Bell tuvo que rendirse a la evidencia: si alguna vez la Mesa había estado en los subterráneos de ese Castillo, era obvio que ya no. De hecho los propietarios del Castillo pronto iban a inaugurar allí un restaurante… ¡pero con otro tipo de mesas!
Algo desalentada se volvió hacia la ciudad, mientras seguía repasando mentalmente otros hechos sobre la mesa: Podía llegar a ser muy peligrosa, como todos los objetos de poder. relacionados con Yahveh, léase el Arca de la Alianza. Los romanos se habían llevado el Arca cuando la destrucción del segundo templo de Jerusalén, y a su vez Alarico, el fundador del linaje de los Reyes Godos, se había hecho con ella en el saqueo de Roma. Durante varios siglos la Mesa se custodió en Toledo, capital del Reino Visigodo, en el llamado Palacio de los Cerrojos al que, según la tradición, cada rey sucesivo iba añadiendo un cerrojo más, hasta que el último, Rodrigo, imprudente, decidió desafiar aquella prohibición, rompió los cerrojos y osó entrar en la cámara donde se guardaba la Mesa; salió demudado. Algunos dicen que estaba cubierta con tapices donde se veían hombres con turbantes y tez morena y se especificaba que cuando se abrieran los cerrojos y se vieran las pinturas, esos hombres invadirían España y acabarían con el Reino Visigodo. Otros dicen que lo vio en la propia Mesa, ya que, entre otras cosas, sería un cristal o espejo que permitiría ver el futuro si se sabía cómo.
En cualquier caso la profecía se cumplió por los devaneos y el mal gobierno de Rodrigo; cuando sedujo a la “cava” Florinda el padre de ésta, gobernador del Sur, se pasó a los árabes, y gran parte de la población también los apoyó debido a los excesivos impuestos.
Entraron Muza y su lugarteniente Tariq, que fue quien llegó hasta Toledo. Y ahí una de las primeras cosas que hizo fue justamente apoderarse de la famosa Mesa. Pero… le quitó una de las patas y la sustituyó por otra labrada similar al efecto por los orfebres locales. Se dice que la mesa llevaba grabado una especie de código para utilización, y sin esa parte era inútil. Tariq le remitió la mesa a Muza, y este a su vez a Sulimán (forma árabe del nombre de Salomón, justamente), el califa de Damasco, que se creía reencarnación del rey bíblico y con la mesa pretendía dominar a todos los djinns o genios. Muza le presentó la mesa; Sulimán, que no era tonto, se apercibió de la superchería de la pata, le pidió cuentas… y ese fue el momento que aprovechó Tariq para sacar la pata auténtica y decir que Muza se había apropiado de sus éxitos, lo que provocó una definitiva caída en desgracia de éste.
Pero algo debió fallar porque cuando Sulimán por fin convocó a los genios por la Mesa, el Sello y el Anillo, se dice que sí, estos le subieron hasta el cielo y le permitieron ver la batalla de Constantinopla… Sólo para ver cómo su ejército era derrotado, y ser precipitado. Y así quedó su cuerpo inerte ante la Mesa. El que había querido ser el Señor de los Genios no había podido controlarlos y había resultado muerto por ello. Quizá fue entonces cuando se decidió que la mesa era demasiado peligrosa y una de las versiones decía que había sido troceada y repartida entre las siete principales mezquitas del Islam. Pero Bell no lo creía. Un objeto así no se disgrega, en todo caso se oculta bien. Ahí se le perdía la pista, pero lo más probable era que siguiese oculta en algún lugar de los subterráneos de Toledo.
En el siglo XVI el obispo Sicilio hizo una intentona de acceder en la Cueva de Hércules por la entrada sita en el Callejón de San Ginés, donde había un muro con relieves y pinturas, restos de la iglesia del Santo del mismo nombre. Pero la mesa estaba custodiada por dos enormes autómatas con sendos mazos, cuyos golpes, según la tradición, se oían bajo el transparente de la Catedral. Bell se imaginó la escena: las antorchas, los muñecos, decían, de unos dos metros de alto… el estruendo debía ser tremendo. Se dice que dos aguerridos hombres del séquito se quedaron allí mismo muertos del susto y el resto huyó despavorido. A raíz de aquello el obispo mandó tapiar la entrada, y hasta hoy. Hubiera sido relativamente fácil abrirla y acceder, pero los arqueólogos ortodoxos no daban permiso, no estaban por la labor, porque lo que allí encontraran podía romperles los esquemas. Decían que incluso en la parte que no estaba tapiada se habían encontrado enterramientos y esqueletos aflorando.
Aquella noche, mientras cenaba en un típico mesón, se le acercó un individuo de aspecto algo estrafalario, alto, tipo nórdico. Se presentó como Rolf, un investigador hispano-alemán. Según él, había otra entrada, por el Cerro del Bú, que llevaba a los autómatas y la Mesa tras recorrer dos kilómetros bajo tierra por pasadizos. Dijo que había tenido problemas legales, pero que ella le había parecido una persona seria; se había enterado de sus pesquisas y quería ayudarla. Como muestra sacó unas fotos que “no enseñaba a cualquiera”. Y en efecto allí se apreciaba lo que parecían dos grandes figuras armadas de mazas. Dijo que ya no funcionaban hacía mucho, pues el curso de agua que alimentaba su mecanismo había sido desviado por algunas obras… Y ella quedó con Rolf, para que les guiara, a ella y otros investigadores, a la famosa cueva. Bell avisó a su mentor y novio Jeremy (Jem) de lo que pretendía hacer y éste le recomendó que tuviera cuidado, no fueran a acabar todos en el cuartelillo de la Guardia Civil. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitaron. Ella y los demás se vieron involucrados en una pugna de decenios y siglos entre neonazis/neotemplarios que querían utilizar egoístamente los poderes de la mesa y sionistas/fundamentalistas judíos que querían obtener la mesa a toda cosa para el Tercer Templo que pretendían edificar. Bell nunca se había considerado una arqueóloga a lo Indiana Jones o Lara Croft. Ni siquiera había empuñado jamás un arma. Primero Rolf disparó contra los desprevenidos investigadores. Quizá porque era la más joven y por tanto con más reflejos, o por suerte, por haberse quedado atrás, se salvó. Rolf iba a matar a cualquiera que amenazase su secreto, y ella pensó que era su turno. Pero entonces ocurrió algo podríamos decir milagroso: había sido un invierno inusualmente lluvioso. La corriente que había movido a los autómatas desbordó las protecciones y volvió a correr por su cauce pillando desprevenido a Rolf. No le dio tiempo a reaccionar y uno de ellos le asestó un fortísimo mazazo en la cabeza. La tranquila Bell no pudo evitar gritar al ver los sesos esparcidos. Y entonces apareció el agente del Mossad que había estado a la expectativa esperando que Rolf hiciera el trabajo por él. “Abner”… fue lo último que murmuró Rolf con la cabeza destrozada.
Bell se estremeció cuando comprendió quién era. Una de las historias de espionaje más fuerte que le había contado un amigo periodista era justamente sobre el Mossad: habían torturado y asesinado a un prisionero quemándole… a mechero. No quería pensar en el sufrimiento ni en el tiempo que había llevado. Pero cuando se preparaba para lo peor, el sionista cayó fulminado. Bell contempló atónita al anciano con aspecto de caballero Templario que le había disparado con una ballesta. Éste le dijo llamarse Jacques-Henri y pertenecer a la antigua sociedad esotérica que custodiaba la famosa Mesa, con representantes de las tres religiones del Libro, la Biblia, judaísmo, cristianismo islamismo, la “Lámpara Tapada”, llamada así en alusión a las candelas o luminarias perpetuas que ardían durante siglos, por alguna reacción química o procedimiento olvidado, pero se apagaban al abrir la hornacina o tumba, en contacto con el oxígeno. Sabía que pronto moriría y quería que alguien continuara su labor. Que de todos los que había investigado, ella le parecía la más digna y adecuada. Y antes de que Bell pudiera reaaccionar desapareció por algún recoveco de los pasadizos. Bell pudo, ahora sí, contemplar el tesoro, la Mesa con sus colgaduras afiligranadas, su cristal donde se podían ver los “siete climas del universo”, sus tallas de oro e incrustaciones de piedras preciosas…
Pensando en qué hacer: había visto muertes violentas, en las repercusiones legales del asunto, pues la desaparición de los investigadores no iba a pasar desapercibida, en la responsabilidad que le había caído encima, en si volvería a ver a Henri-Jacques, a la luz de la linterna, logró volver por donde había venido, esta vez sola y preocupada. Iba a llamar a Jem para contárselo todo cuando sonó su móvil dándole un gran susto y oyó la voz de su novio y mentor, que había estado investigando por Asturias. Le contaba que habían encontrado la pata auténtica que le faltaba a la Mesa y supuestamente la haría funcionar… Al parecer los godos del futuro Rey Pelayo habían logrado arrebatársela a los árabes y se la habían llevado con ellos a Asturias… ¡Dios, qué tentación!
Por cierto, desde entonces se volvieron a oír los golpes de maza de los autómatas bajo el transparente de la Catedral.