Cuando ella se excusó para ir al servicio, él descubrió que nunca iba a acostarse con aquella chica. Fue la manera en la cual ella había bebido su último trago de aquel botellín de agua, apresuradamente, pues ya llega tarde a la cita con su amiga Paula. Él aprovechó su ausencia para ir recogiendo todo dentro de la bandeja y, justo cuando se dirigía a tirar su contenido dentro de una de las papeleras del restaurante de comida rápida donde se encontraban, pensó en lo inútil de su intento. Las servilletas de papel sucias de ketchup, los envoltorios vacíos de las hamburguesas con restos de lechuga y tomate, las dosis individuales no consumidas de mayonesa… Todo fue deslizándose dentro de la boca de aquel contenedor de metal.
Todo, excepto una cosa.
Cuando meses más tarde supo que Paula estaba libre, fue a por ella. No fue difícil. La forma de sorber su cocacola con aquella pajita de colores era prueba más que suficiente para comprender cómo acabaría la noche. No obstante, cuando al salir de la hamburguesería se besaron, él descubrió lo acertado de sus premoniciones: el sabor de ella todavía perduraba en los labios de Paula.
Después fueron al cine y él se pasó toda la película desgastado aquel sabor de sus labios hasta que, como hacemos con un chicle una vez se ha convertido en algo insípido en nuestra boca, dejó a Paula en la acera, junto a la parada de taxis más cercana, sin ni siquiera despedirse con un beso de buenas noches.
Al llegar a casa, él abrió el frigorífico, sacó un botellín de agua mineral vacío y lo rellenó directamente del grifo. Luego se tumbo en el sofá de cualquier manera, encendió la tele y buscó en el canal de pago hasta encontrar una buena película lésbica. Fue sorbiendo poco a poco de aquel botellín.
Sorbo a sorbo…
El último trago, sin embargo, lo tomó apresuradamente y parte del contenido se vertió a lo largo de las comisuras de sus labios.