Los domingos no eran tales si en la mesa no había un buen plato de paella y una buena bandeja de pollo con patatas. Mamá solía pasarse toda la mañana trajinando con perolas, cacharros de cocina. Utensilios que me parecían enigmáticos, llenos de un poder atractivo, envolvente, que seducía mis sentidos de niño. El arroz tenía muchos productos de la huerta. Era una paella vegetal. El segundo plato solo tenía muslos y contramuslos, ¡lo que nos gustaba más!, con una base de patatas, cortadas en círculos, que comenzaban a ponerse morenas en la circunferencia. ¡Mamá era prodigiosa! Después de esta comida, ¿a quién le apetecía salir, abrigarse en invierno, o sufrir los rigores del verano, con la comida en la boca, y un sueño grande – grande, de verdad?
Los domingos dejaban de serlo, al menos en mi pueblo, si después de la comida familiar, la chiquillería, de la que formaba parte, no acudía en procesión, otra más dominical, a las puertas del cine para asistir a la sesión infantil con pase doble. Generalmente había una película cómica, de las que te tronchabas de risa, y otra más seria. Por aquel entonces las de Fantomas o las del oeste tenían mayor predicamento. El día que se les ocurría pasar una de amores, la revolución estaba asegurada. ¿Cómo? ¡La lucha de clases ya la practicábamos desde muy jovencitos! Recuerdo la primera “paga” de mi infancia. ¡Cinco pelas! Tres costaba el cine-arriba, y cinco-abajo. A mi me daban tres para arriba y dos para gastar. ¡Si quería ir abajo no tenía para gastar! Pues arriba, con la gente pobre, al gallinero. Arriba hacía más calor, sobre todo en verano. Las butacas más incómodas. Las cabezas de la gente eran más grandes, había menos chicas, y el acomodador parecía un carcelero. Abajo todo era más pausado, incluso los olores eran diferentes, y las ropas, mejor no hablar. Ante tanta diferencia, cuando la película no importaba demasiado, las que he dicho de amores, llovían hacia la parte de abajo todo tipo de cosas, sobre todo las pipas, entradas a escondidas. ¡Y claro, se armaba, vaya si se armaba, que en la mayoría de las ocasiones continuaba “a pedrada limpia” a la salida!
En fin, con mis cinco pesetas en el bolsillo, en rubias para no esperar el cambio, mis padres me mandaban al cine. ¡Seis años! Tras el programa doble, un paseo de la mano con mis padres, y si había suerte, a lo mejor caía algo en el “carrillo de golosinas de Portales”.
Mis padres iban aumentando “la paga” a medida que subía la entrada del cine. Sabia decisión, además de ser en muchos años la misma. De tres pesetas subió a cinco, y de aquí a siete, y más tarde a diez. Me he cargado de un plumazo más de cuatro años. Ahora estoy en quince pesetas, tengo 5 rubias, atadas en un duro, para gastar. Rondo los once años, y a pesar de ello, todavía desgasto rodillas.
Los domingos deben seguir así, con un cambio introducido, solo en verano, que aparcamos el arroz, y en su lugar metemos ensaladilla rusa, más ligera y fresquita. También nos permitimos alguna alegría con el pollo, cambiándolo por atún con fritada. ¡Pero la “infantil” no cambió para nada! ¿La temática de las películas? ¡Un poco! Con esta edad se me hacían un poco pesadas las películas, el argumento no se diferenciaba mucho de años anteriores, incluso aprendí la secuencia de los pases. De los cuatro posibles domingos del mes una película era fija, la de risa, la otra era del oeste, de aventuras, tipo Julio Verne, de amor, serie de fantomas. Si por alguna casualidad fallaba alguna, recurrían a las de dibujos animados de Walt Disney. Así las cosas decidí “hacer pellas” todas aquellas veces que no me interesara la película.
Después de comer me pasaban a buscar mis primos. En la puerta del cine nos juntábamos con los vecinos, con compañeros de clase, en fin, el cine siempre estaba lleno, no había dificultad en perderse. El primero en entrar guardaba sitio a los demás.
Aquella tarde hacían un programa doble de lo más interesante. Una de Louis de Funes, y la otra de espadachines. Los colores de las carteleras invitaban a pasárselo estupendamente. Con el dinero sobrante podría comprarme un pepinillo en vinagre relleno de anchoa. ¡Uhmmmmm! Me relamía de solo pensarlo. Hice ver que sacaba la entrada y me retiré hacia el fondo de la fila. ¡Mis primos no notaron la ausencia, nadie pronunciaba mi nombre, estupendo! Esperé en la puerta a que todos hubieron entrado. Con una carrera corta estaría cerca del río, lejos de las miradas de curiosos, o de conocidos que pudieran avisar a mi padre. ¡Había decidido cambiar la algarabía del gallinero por la tranquilidad de las aguas del río, de sus orillas! La tarde estaba fresquita, un poco húmeda. Debería tener cuidado con los zapatos sino quería hacer sospechar a mamá. Los paisajes presentaban un aspecto diferente a los del verano. ¡Hasta el pozo fantasma me resultaba desconocido! Los árboles sin hojas. El verde de las orillas más apagado. Sobre todo el aire, un viento frío, desangelado, que pinchaba como alfileres, se me introducía por los huecos de los botones de la trenca. ¡Todavía faltaba tiempo para que la “señá” Concha, la de las novelas, abriera el quiosco! La torre de la catedral estaba cerca, y abajo, junto a ella, el paseo de las bolas, a resguardo del socaire, contemplaba el paseo de algunas parejas. Agudizaba la vista, esperaba detrás de un árbol, y continuaba mi camino hacia la cuesta que me conduciría al quiosco. ¡A estas horas debían pasar la segunda película. Estaba pasando frío, pero merecía la pena! ¡Las aventuras de mis héroes me esperaban!
El reloj del campanario aceleró mi paso, y ¡mira que la cuesta pesaba lo suyo! Dentro del bolsillo del pantalón tintineaban las monedas, tres preciosas y redondas monedas de cinco pesetas, junto a alguna pesetilla suelta. La mano me sudaba de tanto apretarlas. Y las carnes me gritaban de tanto mal que me hacían las uñas.
La “señá Concha” estaba detrás del mostrador, tapada con una toquilla, y con el brasero cerca de las piernas. Me saludó al entrar. ¡No era la primera vez que acudía a su tienda en busca de tebeos! Me sacó los cuentos nuevos. Los ojos se me salían de las órbitas. ¿Por qué? Casi siempre cambiaba los que ya había leído que resultaban más baratos. ¡Ahora venía a comprar! Los había de dos tipos, los de colección, aquellos que te quedas con las ganas, y los que contienen un capítulo entero. ¡Una aventura gráfica a todo color! Las tapas eran amarillas, y los dibujos, ¡madre mía!, mis personajes favoritos en una escena de acción increíble. El Capitán, Goliath y Crispín estaban estupendos, con colores brillantes. ¡Qué maravilla! Mientras me deleitaba con su visión, las monedas, en la palma de mi mano, me decían que no había suficiente, que dos no podía ser. El álbum costaba doce pesetas. Disponía de dieciocho, justo para uno entero y uno por capítulos. Aparté con devoción mi tesoro, para dedicarme a escoger uno sencillo.
Pagué los tebeos. Salí a la calle con los tesoros bien protegidos bajo la trenca. Soñaba con un rato de tranquilidad para poder devorarlos a solas. ¡Las cuestas se me hacían más ligeras cuesta abajo. Con un poquito de suerte llegaría a la puerta del cine cuando los primeros críos estuvieran saliendo. ¡De ahí, a casa, un suspiro!
Llegué al rellano de la puerta con la lengua fuera. Mis padres no estaban en casa. Dejé los tebeos debajo del felpudo y salí corriendo escaleras abajo. ¿Merecía la pena tanto ajetreo por unos cuentos? ¡Sin dudarlo, las películas las podría ver otra vez, pero estos cuentos, leerlos, tenerlos en las manos, ser el primero en leerlos, y no tener que devolverlos! ¡”Todo ello valía un valer”!
Papá y Mamá me esperaban a la salida de la iglesia. En los soportales de la fachada principal, como cada domingo, para dar un paseo antes de volver a casa. ¡Era el único rato que salíamos los tres juntos! Domingo si, domingo no, mi padre compraba unos pasteles de mil hojas, en la pastelería de las cuatro esquinas, y se los bajábamos a la abuela, a la madre de mi padre. A veces me tocaba a mí también, pero no siempre. Aquel domingo no tocaba. Recorrimos varias veces el paseo del Mercadal, la calle Grande, siempre de la mano de mi madre. Debajo de los portales de la calle Grande había dos carrillos con chucherías, se me iban los ojos, pero no se me ocurría pedir. ¡Lo había hecho una vez y mi padre me soltó un sermón acerca del dinero que ya no me quedaron ganas!
A medida que nos acercábamos a casa las manos me comenzaron a sudar de manera copiosa. Las metí en los bolsillos de la trenca para disimular. Temía que algún vecino me hubiera visto y mi preciado tesoro hubiera desaparecido.
Papá sacó las llaves del bolsillo de atrás de su pantalón, un papelillo salió al mismo tiempo, yendo a parar encima del felpudo. Al retirar los pies para recogerlo, papá deslizó un poquitín la estera y dejó al descubierto una reluciente esquina amarilla de uno de mis tebeos. ¡Tierra trágame! Levantó el artilugio, encontró los tebeos, los miró, me miró, introdujo la llave y pasamos al interior. ¡Aquello no era sudar! Mi padre no soltó una palabra, y la buena de mi madre movía la cabeza con pesar.
Tras la cena comenzó el chaparrón. Mi padre, muy serio, sacó los dos libros, los puso encima de la mesa, una vez que mamá hubo recogido los platos, y comenzó la retahíla de preguntas. ¿De dónde has sacado estos tebeos? Ante mi silencio, mi padre continuaba con las preguntas elevando el tono de voz. Las manos me sudaban copiosamente. Miraba a mi madre, ésta bajaba la cabeza. ¡Sabía que no podría contar con su ayuda! Tras unos instantes de pausa en el interrogatorio decidí asumir el hecho. ¡No tendría escapatoria! Respiré hondo, como cuando el entrenador de fútbol me decía que soplara antes de dirigirme a la pelota, mirara a los ojos al portero y chutara.
Mi padre me daba miedo. Lo miré, tampoco había ayuda. ¡Con el dinero del cine me he comprado esos dos tebeos en el quiosco de la “señá Concha” esta misma tarde! Dije todo lo más rápido, alto y claro que pude. Los miré, se miraron, me miraron. Respiré hondo otra vez. ¡He estado paseando por el río, tirando piedras al agua, hasta la catedral!
No lo tenía muy claro, mas creía que papá no me pegaría. Me preocupaba no poder leer los tebeos, relucientes las tapas delante de mí, ¿qué haría con ellos? No acertaba con la respuesta. Mi padre podía salir por cualquier lugar. Mamá retorcía la punta del delantal entre las manos sin despegar los ojos del suelo. ¡Sabía que estaba llorando, en silencio, pasando un mal rato!
¡Mira Tinín, comenzó papá! Respiré, ¡si papá hablaba estaba salvado! Tu madre y yo estamos tranquilos enviándote al cine. ¿Y si te hubiera pasado algo? ¿Cuántas veces lo has hecho? Juré y porfié que era la primera vez, que algunas películas me aburrían, que prefería tener los cuentos, que no lo volvería a hacer, aún sabiendo que los tebeos me llamaban más que el miedo a los castigos. ¡Jo, es que nunca puedo tener aventuras nuevas. Siempre tengo que leer cuentos viejos! Aquí acabó la sesión.
Con las manos cruzadas tras la cabeza, y la mirada colgada del techo de la habitación me quedé dormido. Aquellos tebeos me costaron unos cuantos domingos sin ir al cine, el requisamiento de las aventuras de mis amigos, y unas buenas carreras en la calle para sacar mi malhumor. Sin embargo, seguí fiel al capitán, aunque fuera en libros gastados, viejos, cambiados en el quiosco de las novelas, continuando con sus aventuras.