Por la mañana nos habían presentado a Gustavogolfopéquer, que tenía golondrinas de luto chocando con los cristales del balcón de su novia. Por la tarde, refugiados en la sombra de mediados de junio, intentábamos recordar los versos que había leído don Pablo en voz alta. Sería por el calor, o sería por el sueño de la siesta que no respetábamos, pero ni El Orejas, ni Labiazo, ni yo mismo éramos capaces de repetir una rima completa. Sólo revoloteaban por delante de nosotros las golondrinas ajetreadas con la ceba de sus crías piando ¡péquer, péquer! como si desmintieran aquel “no volverán”.
Allá enfrente, en unos almendros del corral del tío Grillo, se removían y enredaban cuatro o cinco gorriones igual que estúpidas madreselvas. Ninguno tenía ganas de cazarlos, según estábamos de agalbanados, pero como resonaba en mis oídos su piar insistente empecé a dispararles. “Desengáñate, que no les darás” dijo Labiazo, “si, que están mu largo”, añadió El Orejas. Pero a mí, erre que erre, se me fue encendiendo el fervor y me puse de rodillas como si adorase a Dios, o para afinar la puntería, y creí que sí podía atinarles. Un granizo de piedras traspasaba los almendros y caían a la calle que estaba al otro lado.
Después de un cuarto de hora, un impacto sonó a hueco y aunque no vi caer el pájaro supuse que le había dado. Salí corriendo para rodear la manzana y llegar bajo el árbol en su busca. Los otros se quedaron arrimados al portón desde donde yo había estado tirando, empecinado, sin dejarlos dormitar.
Cuando llegué al lugar donde presuntamente habría caído el gorrión no vi ni plumas y tuve que recular, un poco mohíno y más acalorado por la carrerita que acababa de darme, pero en la bocacalle me salió al paso el abuelo de Mocón (me había cogido las vueltas) que, mirando mi tirador, preguntó: “¿qué, lo has cazao?” Que no, le dije, que ni siquiera sabía si le había dado. “Si hombre, sí, sí que le has dado; mira, ven”. Algo perplejillo, seguí al vejete que se paró enfrente de una ventana: “míralo, aquí lo tienes”.
Al ventanuco le faltaban dos cristales, de los cuatro que debía tener. Bueno, en realidad le faltaban trozos, por lo que se echaba de ver que mi puntería había hecho añicos y estragos. Mientras deliberaba conmigo mismo y mis orejas empezaban a quemar, salió la abuela de Mocón y se puso a chillarme como una loca y dijo que ahora mismo se iba a buscar a mi madre, con lo cual se me vino el mundo encima y sentí que mi corazón, de su profundo sueño tal vez despertaría.
El vejete me tuvo sujeto por un brazo hasta que al poco rato apareció su mujer trayendo a mi madre entre aspavientos y gritos: “tú no te pues ni imaginar que cantazos al tejao, que yo le decía a éste –por su marido-: sal a avisar que nos descalabran o no nos dejan una teja”. Llegaron a mi altura y mi madre sólo me dijo: “tira pa casa”, y se quedó concertando el precio del cristal. De regreso, pasé cerca de mis dos camaradas que ya estaban despabilados y burlándose de mí, puesto que el viejo les había preguntado quién era el que tiraba piedras con tanto empeño, y les faltó tiempo para delatarme.
Mi madre no tardó mucho en ajustarme las cuentas también a mí. No hacía más que decirme que ella tendría que pagar los cristales, pero por el modo en que me lo explicaba yo tenía la sensación de estarlos pagando en aquel mismo momento. Sin embargo, ella no consentía que nadie más me pegase. Sólo dos días antes le armó un buen lío al propio don Pablo porque me había hecho un chichón bien gordo, “a mi hijo no le pone usté la mano encima, ¿se entera?; si hace algo malo me lo dice usté a mi que yo me entenderé con él”, que me dijo Patacollerón “jolín, cómo te quiere tu madre”, y precisamente al recordar ese episodio acudieron a mi mente las últimas rimas: “como yo te he querido…, desengáñate: ¡así no te querrán!