El eco de los voceríos de los últimos borrachos reverberaba por las desertadas calles. El fresco rocío, ávido de cuerpos vivos, se dirigía directamente hacia los huesos. Zito se contorneó con sus propios brazos mientras permanecía oculto, agazapado entre las últimas sombras de la noche vencida.
Zito, el valiente Samas, se sentía algo menos valeroso tras pasar algunas horas de la noche en Tarrabar. Desde su privilegiado escondite había podido comprobar la degeneración en la ciudad de los infames y depravados Octos. Tan sólo el recuerdo de Mika le hacía pensar a Zito que aquello no suponía una locura. Ella le había convencido de que su pueblo necesitaba de su habilidad. Ningún guerrero podía conseguir nada con los Octos. Todo estaba en sus manos.
Agachado sobre un tejado, Zito echó una nueva ojeada a la calle. La llovizna de la mañana brillaba sobre el adoquinado de piedra, unos adoquines negros, gruesos y abultados, imperfectos como el resto de la escabrosa ciudad.
Durante la mínima expedición hasta el borde del tejado, percibió Zito el entumecimiento de sus músculos. Su acechanza se había prolongado durante varias horas y sus piernas parecían haber perdido la flexibilidad. Su camuflaje se debía a que sólo en el amanecer podía un Samas aventurarse entre las calles de esa ciudad. Tarrabar vivía como una ciudad nocturna. Sus habitantes, los Octos no podían habitar de día. La luz del sol les dañaba profundamente. Los que osaron salir durante el día habían perecido indefectiblemente.
Toda aquella existencia cercana y paralela suponía una paradoja. Mientras los Octos perseveraban en su involución, los Samas progresaban sostenidamente, compatibilizando a la perfección un desarrollo tecnológico con el mantenimiento de sus tierras de labranza, de sus ganados y sus pastos. Dentro de su equilibrio, los apacibles Samas siempre habían estado a salvo, hasta hoy.
Zito todavía recordaba el día en que uno de aquellos asesinos apareció una mañana, podía pasar por uno más, paseando tranquilamente en el soleado día. Pero al final a los Octos les podía el hambre. Aquel engendro no pudo disimular por mucho tiempo su procedencia. La pacifica mañana en que el Octo apareció todo se tiñó de sangre. Cuando la Guardia hubo actuado, aquel sanguinario había dado muerte a una docena de Samas. Mientras se detenía al Octo, éste parecía emborrachado, extasiado por el sabor la sangre. Al principio nadie comprendió que aquel Octo hubiera podido visitarles a plena luz del día. Hasta que el propio Zito se atrevió a explicar su procedencia.
Porque claro, juzgar a una civilización entera siempre constituye una labor arriesgada. Siempre se plantea el problema de las excepciones. Zito era fruto de una de las raras excepciones, al igual que su segundo hermano, el asesino que apareció aquel mal día.
La madre de ambos se llamaba Lasca y nunca pasó por una Sama modélica. Todo el mundo se enteró de sus aventuras con los Octos. Las malas lenguas aseguraban que aquella mujer poseía una sangre tan corrompida que ni los Octos podían comérsela, por eso la aceptaban entre ellos como a una más.
Lasca presumía en el pueblo de convivir con los Octos. Todos escuchaban aterrorizados sus orgullosos relatos sobre las descarriadas noches en Tarrabar y le reprochaban su actitud, aunque nadie podía controlar su libertad.
En las lujuriosas noches de Tarrabar, Lasca acabó encintada de un Octo que la adoptó como suya.
Zito era el tercer y ultimo retoño del alumbramiento múltiple.
Por eso Zito estaba allí aquella noche, subido a un tejado en mitad de Tarrabar. Su sangre era mitad de Sama mitad de Octo. Él nunca compartió la forma de vida de los Octos, no le atraían sus costumbres nocturnas, ni sus gustos perversos, en cuanto pudo salió de la ciudad para ir a vivir con los Samas.
Aquella noche era la primera en que volvía a Tarrabar desde hacía muchos años, y todos sus músculos estaban atenazados por la repugnancia y el espanto. Sin embargo trataba de controlarse. Tenía una misión. La primera parte de aquella misión culminó cuando su hermano mayor fue detenido y ajusticiado. Ahora el mismo debía concluir con la problemática actitud de su madre.
Zito recordaba perfectamente donde nació. Una lúgubre casa alta de dos pisos que nunca tuvo iluminación, ni hogar con chimenea, ni camas con colchones de lana como en el pueblo de los Samas. Allí todo era frialdad de piedra, como el resto de las casas, como el resto de las almas de Tarrabar.
Una vez que la luz del día se coló entre todas las esquinas de la ciudad, arrasando con los restos del último festín, Zito se atrevió a abandonar su escondrijo. Descendió hasta la calle y anduvo hacia su casa con presteza, tratando de ignorar unas atávicas y engañosas sensaciones de añoranza que le recordaban los tiempos en que vivía un niño Octo y correteaba por aquellas mismas calles, jugando y riñendo con otros niños Octos y con sus propios hermanos. Ahora su hermano mayor, aquel asesino inmundo ya estaba muerto, tan sólo quedaba Matos y tenía la misión de acabar con él.
Mientras pensaba en su hermano, llego a la puerta de su antiguo hogar. Matos debía estar reposando de su reciente borrachera. Zito ascendió por la escalera hasta llegar a la planta de los dormitorios y se acercó a la habitación de Matos, un chico de diecisiete años en el que predominaba claramente el lado Octo.
Zito tenía que evitar que algún día Matos saliera de Tarrabar en dirección al pueblo de los Samas y cometiera los mismos asesinatos que su hermano mayor. Una vez dentro de la habitación, donde emanaba un profundo hedor a sangre y alcohol, Zito se acercó a la cama donde roncaba su hermano. Matos permanecía con la ventana abierta, sin miedo a la afección solar puesto que a él no le afectaba. Su hermano mayor le acarició las greñas y su rostro de piel seca a la vez que le hundía con firmeza en el pecho un puñal. El corazón de Matos dejó de latir de inmediato.
Aquello era por el bien de los Samas y por su amada Mika. Algún ligero sentimiento de remordimiento se removió inquieto en las entrañas de Zito mientras trataba de justificarse en aquella frase. Y todavía faltaba lo peor.
Salió de la habitación de Matos y pasó de la iluminación matutina a un pasillo angosto y oscuro, con el paso más inseguro se condujo hasta el dormitorio de su madre.
Cuando abrió la puerta de la habitación, encontró a su madre tumbada sobre la cama. Ella era la culpable del pecaminoso y execrable mestizaje que había creado a los dos Octos – Samas asesinos, únicamente él había aprendido de la superioridad moral de los Samas.
Su madre sonrió cuando él se acercó, su rostro estaba demacrado, todavía descompuesto por la trasnochada. Pese a ello la mujer se incorporó para recibir a su hijo en sus brazos. Éste se dejó abrazar. Entre los dos, solamente la hoja del acero pronunció unas filosas palabras. Zito murió un poco entre los brazos de su madre. Lloró, pero era lo necesario. La paz de los Samas estaba en sus manos que esa mañana se manchaban con sangre de su sangre.
Zito regresó al pueblo una vez terminada su misión. Mika animó como pudo a su amado, su acto suponía una valentía y renuncia necesaria. Sin embargo, para los dirigentes Samas no todo había acabado con aquel acto. Los promotores del plan consideraban desde el principio que Zito suponía el final de la pesadilla. Su mitad Octo en cualquier momento podía exponerse, o transmitirse a su posible descendencia. Cuando Zito comparecía ante los sabios administradores y manifestaba el fin de su misión, la guardia actuó implacable sobre él y le dio muerte. La fobia había terminado para siempre. Acabar con la duda se sabía en beneficio de todos.