Cinco números que podrían cambiar el destino. Tres-dos-uno-cinco-siete. En ese orden.
Margarita apretaba el billete de lotería en la mano, mientras se hacía paso a empujones a través de la multitud que colmaba la feria bolivariana de navidad. El olor a fritanga, el humo de los chiringuitos y el calor sofocante creaban el ambiente navideño tradicional de los últimos días. Entre los villancicos, las gaitas, los aguinaldos y el reguetton, la muchedumbre se precipitaba a comprar los últimos regalos antes de nochebuena, en el medio de una piara de borrachos raquíticos disfrazados de San Nicolás, y el centelleo hipnotizante de las luces que decoraban todos los puestos. Margarita trataba inútilmente de avanzar lo más rápido posible. Se hacia tarde y no le gustaba llegar al rancho entrada la noche.
Mientras hacia la cola en la parada de los « yises » que la llevarían hasta el rancho, Margarita pensaba en todo lo que se compraría si se sacaba el premio gordo de la lotería. Lo primero sería un carrito de baterías para Jonathan, de esos que se enchufan en la noche, y la mañana siguiente los chamos lo manejan como si fuese un carro de verdad. Eso sería lo primero que compraría, y se lo llevaría personalmente. Ya podía imaginarse la sorpresa en su cara. En todo el pueblo no habría otro niño con un regalo tan grande…Y también le compraría una ropita decente, de algodón del bueno, del que no destiñe, no esas mierdas de poliéster que había tenido que enviarle. Y compraría un carro de verdad. Uno grande, para buscar a Jonathan y traérselo con ella. La última vez que hablaron por teléfono, Jonathan le había contado como le gustaban los carros, sobre todo el que había visto en la televisión, que se podía manejar por caminos de tierra. Margarita pensó que ciertamente eso era lo que necesitaban, porque los caminos para el pueblo, al igual que muchos otros en el país, dejaban mucho que desear.
Buscaría a Jonathan y se lo traería para Caracas. Alquilarían un apartamentico en Caricuao o en El Silencio –cualquier sitio era mas seguro que ese barrio de mierda-. Todo dependería de cuanto se ganase realmente con el billete de lotería. Le compraría una camita de carro de carreras. Las había visto por la televisión: son unas camas como bólidos de formula uno, con un cubrecama de cuadros amarillos y negros. A Jonathan seguro que le gustaría mucho.
Pero todos estos pensamientos le dejaban un sabor amargo en la boca. Sin saber absolutamente nada de estadística, Margarita intuía que la probabilidad de ganarse la lotería eran las mismas que las de encontrarse con un hombre que valiese la pena. Y quizás por eso mismo estaba sola. Desde que tuvo que salir del pueblo y dejar a Jonathan recién nacido, Margarita se había jurado no enredarse nunca más con un hombre. La vergüenza de ser madre soltera en un pueblo de calles de tierra ya había sido suficiente escarmiento. Pero el tener que mudarse para Caracas para trabajar como cachifa había sido mucho peor.
El jeep patinaba en las cuestas. Había llovido en la tarde, y los cauchos lisos no lo ayudaban. El chofer tiró la toalla, y les informo a los pasajeros que él llegaba hasta allí, y que quisieran o no, tendrían que bajarse y seguir a pie. Ya era bastante oscuro y las callejuelas del barrio no estaban especialmente iluminadas. Pero Margarita comprendió que no tenía muchas mas opciones, porque el próximo jeep que podría pasar tardaría mas de media hora en llegar.
Encomendándose a Santa Lucía, Margarita se colocó fuertemente su cartera entre la axila y el pecho, y decidió apurar el paso hasta llegar al rancho. La violencia era la orden del día en el barrio, aunque Margarita ya no se sobresaltaba en la noche con los tiroteos, que ahora hasta lograban arrullarla. Se imaginaba que eran fuegos artificiales, y que Jonathan y ella los contemplaban abrazados.
Pero la realidad era mucho menos centelleante. Las guerras entre las bandas por el control de los mercados de droga ocasionaban más de un muerto a la semana, solamente en su barrio. La semana pasada habían acorralado al « Majarete » tres escaleras mas abajo, y lo habían dejado irreconocible. Bien es cierto que el « Majarete » no era ninguna hermanita de la caridad, pero descargarle veintitrés balas en la cara era definitivamente más de lo normal.
Mientras subía las interminables escaleras que la llevarían hasta su casa, Margarita rezaba en silencio. No levantaba la mirada, por miedo a encontrarse a alguno de los matones de frente. Prefería concentrarse en sus pasos, mientras musitaba sus oraciones al compás del taconeo de sus zapatos.
Cuando abrió la puerta del rancho, Margarita suspiro profundamente. Se sonreía cada vez que llegaba tarde al rancho. Asociaba ese momento con la sensación de tocar la taima, cuando de niña jugaba a la ere en el patio de la escuela del pueblo. Era la sensación de sentirse salvada, protegida, resguardada. Al abrigo de las persecuciones, reales o imaginarias.
Se dirigió a la cocina, y monto el agua para un café. Estaba sola, porque su casera se había ido a pasar las fiestas con una prima, en el interior del país. Margarita hubiese querido estar con Jonathan, pero las finanzas no le alcanzaron. Los pasajes estaban muy caros en los días alrededor de las fiestas, y Margarita había decidido, muy a su pesar, que mas valía esperar unos días y pagar la mitad. Con el dinero que se ahorrase, bien podría comprarle algún regalo a Jonathan.
Cuando el café estuvo listo, se instaló en la poltrona desvencijada frente al televisor, y comenzó a zapear, buscando algo interesante. Entre uno y otro canal, Margarita encontró el sorteo de la lotería de navidad. Era uno de estos programas interminables, con cantantes, animadores, entrevistas, y la promesa del sorteo al final de la noche.
Mientras la pareja de animadores catódicos se hacían chistes mutuos para llenar los espacios entre los cantantes, Margarita busco en su bolso el billete que había comprado en la tarde. Pensó nuevamente en Jonathan, y en el carro de baterías que le compraría. Se arrellanó en el mueble nuevamente, mientras ruidos de explosiones y aullidos de perros venían desde la calle. Margarita no se preocupó demasiado. En esa época los cohetones disimulaban efectivamente los disparos.
Tres-dos-uno-cinco-siete. Esos eran los números de su billete. Con la taza de café en la mano, releía los números, acariciando mentalmente el tendido de cuadros negros y amarillos.
La cantante de turno había finalizado su prestación, y el gran momento había llegado. Las bolitas fueron verificadas por las autoridades de rigor, mientras los animadores las introducían lentamente en la máquina, mientras las contaban en voz alta, junto con el público presente en el estudio. El largo dedo índice de la animadora activó el ventilador con el que comenzaron a moverse las bolitas. Con una sonrisa de publicidad de dentífrico, y una voz de transformista con gripe, la animadora anuncio el primer número sorteado: el número tres.
Margarita se sonrió, pensando que la cosa no había empezado mal. A lo mejor aquí esta mi regalo de navidad, se dijo. Las bolitas seguían saltando en la máquina transparente, hasta que una de ellas entró nuevamente en el pequeño conducto que la llevó a detenerse al lado de su compañera. El número dos.
Margarita sintió un escalofrió. Se le erizó la piel y se incorporó del sillón. Sintió como si un látigo de adrenalina le recorría todo el cuerpo. Veía los números en la pantalla del televisor, y los comparaba con números en su billete. Su corazón comenzó a latir perceptiblemente más rápido.
El animador, micrófono en mano, enviaba saludos a las distintas provincias del país, convencido de que eso lo hacía más popular. Una nueva bolita rodaba por el conducto transparente. El animador confirmó lo que Margarita ya veía: el número uno.
Se llevó las manos al pecho. Pensó en Jonathan. Comenzó a reírse nerviosamente. Su cuerpo estaba tenso, los dedos crispados sosteniendo el billete que podría ser ganador. La boca seca, el corazón arrugado. Las detonaciones y los aullidos de fondo. El mismo regetton de la feria bolivariana de navidad comenzó a sonar a lo lejos.
Los animadores, abrazados y deseando los mejor en estas fiestas, se esforzaban en llenar el tiempo, mientras las caprichosas bolitas blancas continuaban saltando en la maquina sorteadora. Al tiempo que se estiraba el vestido de lentejuelas naranja, la animadora cantó la cifra inscrita en la cuarta bolita: el número cinco.
Margarita comenzó a llorar. El corazón se le salía por la boca. El billete de lotería estaba completamente arrugado entre sus manos, mientras ella agitaba rítmicamente los brazos y las piernas, intentando controlarse. Rezaba, al tiempo que repetía la frase “Jonathan, el siete”, como un sortilegio liberador del hechizo maldito de la pobreza. El regetton parecía invadir todas las estancias del rancho, opacando las estupideces de los animadores. Las detonaciones y los aullidos llegaban al clímax. Las bolitas saltaban en cámara lenta. Ninguna se atrevía a entrar en el conducto transparente.
Al final, una de ellas se atrevió a salir. Lentamente comenzó a rodar, para reunirse con sus compañeras. Margarita retenía el aliento. La bolita rodaba y rodaba, sin que se pudiese identificar el número que en ella estaba. El conducto parecía haberse extendido por kilómetros. La bolita finalmente se detuvo al tiempo que se quebraba un cristal en la ventana.
*
A Margarita la encontraron tres días después, completamente rígida y en el medio de un charco de sangre seca. Tenía una ligera sonrisa en los labios, y unas marcas de rimel corrido en las mejillas. Una bala perdida durante un tiroteo entre bandas, había entrado por la ventana del rancho, matándola al instante.