Lejanos aparecían los días de vino y rosas, el bullicio del público, los deslumbrantes focos del plató, la excitación enfermiza de las adolescentes al reconocerle tras unas enormes y glamorosas gafas de sol mientras compraba en el “super”, las interminables fiestas y saraos, el dinero ganado y gastado fácilmente, los esculturales cuerpos desnudos al otro lado de la cama, el polvo blanco penetrando por su nariz. El reflejo en el espejo mostraba los estragos causados en una víctima más de ese caprichoso, despiadado, escurridizo y efímero amante llamado fama. Lo más terrible era convivir con aquella desasosegante sensación de vacío y desamparo producida tras la expulsión del paradisíaco hogar. Comprobar que la vida fuera del útero conllevaba desprotección, llanto y dolor. Sin duda, la existencia debía ser circular y a él le tocaba volver a transformarse en gusano.
Había girado el rostro ante su creador esperando, con los brazos en alto y la mirada angustiada, un gesto de compasión pero, durante estos años, Zeus no había dejado de gestar hijos y estos habían acabado devorándose los unos a los otros en su descarnada lucha por el favor paterno. Su luz se había apagado de forma lenta pero inexorable ante el empuje de lo novedoso. Había subastado hasta la última migaja de intimidad que le quedaba; ni el mismo Mefistófeles daba un céntimo por su alma. Engaños, montajes, peleas catódicas, marioneta voluntaria a la que linchar por parte de los llamados, de forma altiva y grandilocuente, periodistas; todas las artimañas empleadas solo habían servido para alargar algo más la agonía del muerto. Para que, al igual que Judas Iscariote, recogiese de forma rastrera las últimas monedas lanzadas al suelo; aquellas que significaban su finiquito.
Incautamente pensó que lo más duro sería el principio, que tras el discurrir de los meses todo volvería, lógicamente, a su cauce. Simplemente pasaba por un bajón, algo muy propio de la profesión. Al fin y al cabo, el era una estrella mediática; alguien querido por la audiencia desde su exitosa participación en un programa de telerrealidad. Craso error. Sin casi tener tiempo para darse cuenta había descendido todos los peldaños: primero quedó relegado a un segundo plano; posteriormente, pasó a ser ignorado; por último, cayó en el olvido. Como rezaba la máxima hollywoodiense, el show debía continuar. Cambiar un engranaje por otro era lo más sencillo del mundo, sobretodo cuando la ferretería estaba a rebosar. Las puertas que antaño se le habían abierto de par en par comenzaron a cerrarse. La pléyade de amigos que le habían rodeado se esfumó sin dejar un escuálido rastro. Los vuelos en primera clase, las camisas de Prada, el champán francés, los hoteles de cinco estrellas, los paseos en yate por la costa mallorquina, los partidos en un palco privado del Bernabeu, las sonrisas, las palmaditas en la espalda, todo sonaba como el lejano eco de una realidad soñada pero jamás vivida. La travesía en el desierto la afrontaba más solo que la una.
Una vez agotada la comercialización de su alma, repudiado por todos y condenado al ostracismo, forzado a elegir entre la muerte por inanición o la mera subsistencia, no alumbró otra salida que la venta de lo único que poseía: su cuerpo. Constato que el abismo es tan vasto e insondable como el universo; conforme te precipitas por él empiezas a tener constancia de su eternidad. Por mucho que lo dudes, siempre puedes caer más bajo. De hecho, se encarnó en una sombra de sí mismo, una ruina andante, una caricatura grotesca que se arrastraba mendigando un gramo con el que evadirse del presente por unos minutos. Contempló cuantos jornaleros en casa de su padre tenían pan mientras él, el hijo pródigo, perecía de hambre. Como en la parábola, se levantó y decidió ver a su progenitor.
Se dispuso a quemar el último cartucho. Prometió a todo aquel que se rebajó a prestarle un mínimo de atención que tenía algo realmente jugoso, un material que no les defraudaría. Los carroñeros, con ese especial sexto sentido que les caracteriza, intuyeron que no se trataba de un farol; no entendían que sería lo que se les ofrecería, pero olía muy bien.
Tal como habían convenido, las huestes de la información se apostaron en el portal de un destartalado edificio de apartamentos de la zona más humilde de la ciudad donde ahora habitaba el desventurado personaje. Resultaba irónico. Él, que se había jactado tantas veces de residir en la parte más selecta y elitista de la metrópolis, malviviendo en un zulo sucio y cochambroso.
Viendo que el ángel caído no realizaba su aparición, los predicadores de la infamia y la desvergüenza resolvieron subir a su guarida. Encontraron la puerta abierta y penetraron en pos de la noticia. En el interior del cuchitril hallaron el cuerpo de su confidente suspendido en el aire, inerte. La exclusiva estaba garantizada. No habría nadie capacitado para superar semejante bombazo. Retornaba a la actualidad. Escrutando su rostro pálido, sin vida, se adivinaba una sonrisa.