Dime, misterio, ¿por qué este dolor? ¿Por qué? Dime. ¿A cambio de qué?
Tengo la sensación de que el tiempo se ha detenido en este escenario que, año tras año, piso para no envejecer. Cuando era más joven, aprendí de un libro que el tiempo que se pasa esperando a alguien no envejece al hombre, y, supongo que lo mismo le sucederá a la mujer que vive su vida con un mínimo de imaginación. Por eso lo hago. Y, por eso, hoy me he llegado hasta este café que fue testigo de nuestras bodas invisibles hace ya quince años. Puntualmente, he venido a celebrar un aniversario solitario que tú desconoces, pero que a mí me mantiene viva, porque desde el día en que te conocí, el mundo ha girado solamente para buscarte y traerte hasta aquí.
Me siento en nuestra mesa, la terraza rezuma las gotas de una brutal primavera. Se agitan insectos, larvas, mariposas, polen de flores. Los rayos del sol me traspasan los brazos y se ensañan con el brazalete de ónix que me arde como un volcán. Somos dos extraños, uno frente al otro, a la espera de encontrarnos. Tú no te atreves a pedirme que te quiera, yo no me atrevo a pedirte que me ames. ¿Cómo olvidarlo? Vuelvo a tener la edad de entonces, vestida de color verde y negro, me observo en el escote un lazo lila de raso, lencería que le sirve a mi pecho de alféizar. Zapatos negros de tango, pantalón negro ajustado, amatistas. Tu camisa vaquera compite con el color del cielo para que yo deje de mirarlo, estás nervioso, no dejas de mover las manos mientras hablas… me pides tus gafas de sol, me pides el mechero, te enciendes un habano, fumas. ¿Cómo olvidarlo?
De repente, el aire de un trino llega hasta mi cara. ¡Despierta! ¡Él no está aquí! ¡Despierta! ¡Se fue! Desde los árboles, unos mirlos en pleno cortejo nupcial me explican que hay momentos en que es mejor decir adiós, que es mejor irse del brazo de un amigo que quedarse tan sola como yo, con estos tristes ojos niños que se esconden tras unas gafas de sol, eso sí, con mucho estilo. Y tienen razón, lo sé. A estas horas, el parque de las palomas moribundas está lleno de viejos sentados en bancos que parecen barcas, yacen ahí esperando la marea. Fíjate, la luz que nos invade, a ellos y a mí, es ya un bolero perdido en el aire de un trino. Estamos solos, tan solos como el único beso que no abandonó nunca sus labios. Verás qué pronto vendrán todas esas locas a comer las migajas del pan de los abuelos. A ellos les gusta echárselas al suelo, quizá eso les recuerda su historia, el defecto de dar y dar de sus manos.
Cambio de mirada y escucho las conversaciones de los hombres sentados a mi espalda. Su vocerío me entretiene tanto que, por un momento, he olvidado el ritual del recuerdo. Es divertido escuchar al más mayor explicando cómo se hacen las arepas que él cocina mejor que nadie. Unos y otros discuten sobre la harina, sobre cómo hay que dejar la mezcla ralita para que queden finitas, que es como le coge uno adicción a las arepas, dice el gran chef. Una verdadera oda a la cocina isleña se levanta entre murmullos de hombres enardecidos por su buen paladar. Nadie está de acuerdo con él, pero cualquiera le baja a ése del burro… Así le decía su madre que se comían las arepas… cómetelas mi niño… cómetelas todas… ay, las mujeres… a mí me gustan así… me hablaron el otro día de que hay una arepa reina… bajé por un barranco, chico… ay, yo aún no he estado allí… pues de ahí para abajo la encuentras… pero hay que comerla fría… te lo digo yo.
Dejando atrás ese diálogo de ansiedades masculinas, hago un nuevo intento de volver a la ensoñación, pero ahora tampoco puedo concentrarme, porque hasta aquí llega el lamento del vendedor del euroboleto. Se va acercando con una triste canción que sólo a mí me sacude con su cadencia, parece que los demás ya están acostumbrados y no le hacen el menor caso. Posiblemente, sepan más que yo de su vida, quién sabe si disfruta más que yo. Su rostro envejecido se convierte en el único paisaje del presente cuando le miro a los ojos. Un euro soolameeente, señorita… ayuúdeme… ayuúdeme… por favor… un euro soolameeente… caballero… ayuúdeme… ayuúdeme… por favor. Le compro los dos únicos boletos que le quedan, no me puedo resistir a la súplica.
Por fin se hace el silencio. Es la hora de comer y todos se van marchando. En la terraza, sólo quedamos cinco personas, cada uno con su película, sin molestar a nadie. Estoy sentada entre turistas que toman su aperitivo al sol del mediodía. Por fin empiezo a escuchar la voz del pasado dejando fluir esa vis literaria que tú adivinaste en mi ser, todo el talento artístico que decías que yo llevaba reflejado en mi cara. Voy entrando en el umbral de mi vida interior y allí me quedo flotando, como una cometa asciendo con las risas de los niños que juegan en la plaza… De niña soñaba que volaba, hasta tenía varias modalidades, unas veces, a ras de suelo y, otras, como a brincos. Si me encontraba un obstáculo, siempre lo sorteaba con destreza, a pesar de que las pesadillas me hacían creer que me había equivocado y que me precipitaba al vacío por un gran abismo. Creo que en otra vida volveré en forma de ave nocturna, así podré volar toda la noche sin que me vean los pobres humanos y, por fin, haré lo que me dé la real gana, fíjate que hasta podría bañarme desnuda en el mar y tenderme a mis anchas sobre la arena negra de esta isla con el placer que me tengo prohibido. Como ves, sigo soñando despierta. Lo mío no tiene remedio…
Si yo pudiera dibujar la cercanía, verías en qué kilómetro de distancia sitúo yo al mundo y en qué milímetro de mis células te encuentras tú. Observa como mi mano obedece al impulso, va llagando la piel con la pluma, tomo mi cuaderno y te escribo:
Erguida como puedo
en la mesa del café,
veo navegar el tiempo
tras nubes de escualos.
Atravieso carnavales de sol y sangre
en un castillo dormido entre hiedras
del brazo de una imagen,
tu imagen,
por la escalinata,
mientras me froto los ojos como tú
aquel día de abril.
Y me llega el olor de las flores mágicas
de Paradiso,
con tu mano inquieta
en el piano de un corazón
de niño grande,
el brillo de un tiempo
que ya nunca pasará por aquí.
A menudo pienso que descargarme sobre este papel, que lo aguanta todo, no es más que una cobardía, el miedo a vivir que me persigue. Miedo al riesgo, al rechazo. Tendría que haberte dicho hace mucho tiempo que tú nunca fuiste una burbuja para mí, no te empeñes en eso. Tú eres el alimento de mis días y, sin ti, yo soy una mujer a medias. Dime, ¿acaso a ti te ha servido todo esto? Lo que llevo aquí dentro. Esta esquina preñada de mi alma. Calcula tú el tiempo. Te grité que me estaba muriendo, pero no te llegó mi mensaje. Desde entonces, vivo aún bajo el aliento del agua.
Sospecho que tú no sospechas, como dice la canción de Marta Valdés, pero yo te respiro ahora, sentada en esta terraza, reausente del sueño. Nada y todo ha pasado entre ternura y crueldad. Escucha… de aquel viento ya sólo nos quedan los mástiles, cortados, amputados de un cielo de miradas. Aquí ruge la maquinaria del puerto, gente, mercancías, grúas, tristes veleros a la espera de un primer sorbo de locura.
¡Ja! ¿Te lo puedes creer? A cambio de un beso, se ha puesto a soñar contigo mi zumo de naranja abandonado.