Al final, o al principio, aparece una que te parece distinta y sientes que no puedes querer más, amar más. Y no excluyes, sumas. Y de pronto quieres al primero y al último. A la lluvia, al sol, al viento. Quieres a todo y a todos. Hasta a tí te quieres más.
Entonces te juntas o te casas, lo que ella quiera. Y con suerte, en un tiempo, conoces al verdadero amor de tu vida: Tus hijos…
No hay nada como un hijo de dos, cuatro, o seis años. Con su llegada pierdes tu condición. Ya no eres el final, el importante, el poseedor del tesoro: la juventud… Ahora estás en medio. Eres un eslabón en una cadena. Y recuerdas a tus padres cuando eras niño. Y te sientes bien y mal a la vez. Bien con el recuerdo de aquellos años. Mal por no haber sido mejor con ellos y por no poder parar el tiempo. Que era tuyo. Que bailaba contigo como si nunca fuese a dejar de hacerlo…
De pronto alguien se te echa al cuello, te llama papi, te besa y se acabó todo. Al rato lo arropas en su camita envidiando su sueño suave, fácil. ¡Que tendrán los niños! ¿Serán el cielo?
Que lastima que no recordemos la niñez. <> ¡Chorradas! Puedes recordar una imagen, a una persona, un sabor, un olor; nada.
Envejecer o morir. ¡Menuda alternativa! Se crea, o no. Se tenga, o no, esa fe tan deseada, tan sincera que no nos deja ni engañarnos a nosotros mismos, el caso, es que desprenderse de un cuerpo que ha estado con nosotros toda la vida y sin el cual no podemos ni vernos, cuando menos, fastidia. Si además eres de los que crees que ese cuerpo lo es todo, pues mucho más. La muerte no es una idea agradable, está claro. Todos sabemos lo que es: Tu cuerpo deja de vivir y lo queman o se pudre. ¡Eso, es seguro!
Es por ello, por lo que toleramos la otra alternativa. ¿Quien aceptaría envejecer si no existiese la muerte? ¿Aceptamos mejor la muerte porque envejecemos? Quizá la vejez sea eso. El azucar que le ponen al jarabe para que se lo tome el niño. Una ayuda para tragarnos la puta muerte. Pero no olvidemos que detrás de una viene la otra. Es como en el chiste de «Muerte o lubumba». El pobre misionero, muy dignamente, escoge la muerte. Pero el jefe de la tribu le dice <<¡Si, pero primero, "lubumba"!>> En realidad no es envejecer o morir. Es, morir, o envejecer y morir. La vejez puede serlo o no. La muerte, es segura…
El miedo es, para muchos pensadores, el responsable de nuestro histórico caminar hacia la espiritualidad. Aparece la fe y se disipan los miedos. Nuestros músculos vuelven a la vida. Nuestra mente se agiliza. La esperanza motiva a las personas a vivir, a crear, a luchar; a seguir…
En el año 1.900 la esperanza de vida en los países ricos era de 40 años, no pasando de 25 o 30 en los pobres. Venía un invierno demasiado frío o húmedo, cogían una gripe o un vulgar catarro, y se iban al otro barrio. La muerte vivía permanentemente a su lado. Husmeando. Esperando «pillar» algo… ¿Cómo no iban a temerla? ¿Cómo no se iban a agarrar a una vida después de ella? La gente se aferraba a sus casas, a sus posesiones, al rincón que les tranquilizaba, que les daba seguridad. Pasaban sus vidas en diez kilómetros cuadrados. Eran vidas comprensibles pero, desde nuestra mentalidad, miserables.
Hoy en día la esperanza de vida en los países desarrollados es de 80 años. ¡Esto ya da para más! Sin embargo, seguimos con nuestros miedos.
La vida se nos ha pasado de rosca. A este ritmo nos cuesta vivir. Nos entran ganas de bajarnos, de dejarlo todo con tal de volver a ver las cosas viajando despacio… Esta carrera infernal provoca miedos: a la vejez, a la soledad, a la muerte… La ansiedad nos puede, y nos relaja pensar en un fin de semana tranquilo. En pasear por un campo sin ruidos, sin coches. En tumbarnos al sol en una playa sin gente… Ya no es normal morirse. Y si lo es envejecer. Nos aferramos tanto a la vida que, por primera vez, tenemos miedo a vivir.
De cuando en cuando, anocheciendo, algunos días grises en los que mi vida se vuelve antigua, como en blanco y negro, cojo una película, de las que nadie sabe por qué nadie nos pone, y con el culo apoltronado en un oscuro sillón, duermo, fumo, lloro, o pienso. En ellas he visto envejecer a Paul Newman, a Katherine Herpburn, a Marlon Brando, a muchos… Pero sobre todo les he visto jóvenes. Cuando sus cuerpos y sus miradas tenían más fuerza que la propia vida… Les aseguro que aquella juventud parecía eterna. Tiene gracia que algo tan efímero nos parezca eterno.
Que miserable es el tiempo. La juventud te parece un timo. La vida un engaño sucio, cruel. Al final tienes que ver, que sentir, tu deterioro sin retorno, sin esperanza… La muerte no es la vida, y la vejez tampoco. Es, otro estado. Una espera casi siempre incómoda, sosa y vulgar, en la que comienzas a ver la vida a través de un velo, desde el otro lado, desde la muerte. Y la gente te ve allí. Porque la vejez se ve. Y se toca. Y huele… Y no huele a viejo. Huele a muerte… Y estás solo. ¡Siempre solo! La vejez y la muerte son las realidades más solitarias del hombre.
No crean que yo… Aún me falta. Yo me encuentro en una situación… Como les diría…
El primer contacto que tuve con la vejez fue a los siete años en el vestuario del Club de Campo, aunque en aquel momento no me pareció un encuentro con la vejez, sino con otra cosa. Recuerdo que había terminado mi entrenamiento de tenis, el último que el profesor tenía por la mañana, y que me duchaba antes de irme a comer a casa. En esto entró el profesor en el vestuario y comenzó a desvestirse para meterse en la ducha… Todavía me veo allí mirándole, poniéndome los calcetines en aquellos renglones de madera, como si fuese ayer… Tendría unos cincuenta y tantos años y al ducharse, de espaldas, los huevos se le veían colgando como dos campanas. Hasta ese día creía imposible que a alguien se le pudiesen ver los huevos por detrás. Que alguien pudiese tener los huevos allá abajo, colgando a medio palmo del culo.
Me fui a casa en el autobús sin dejar de pensar en ello. Tocándome los cojones a cada poco. Sintiéndolos bien pegaditos…
Hoy continúo haciéndolo y me fastidia comprobar como cada día se separan más. Supongo que una mañana me despertaré y los tendré allá abajo, como el profesor de tenis…
A los dieciocho años llegué a Madrid a estudiar. Vivíamos en un piso de estudiantes en la calle Marcenado. Una noche salimos a tomar unas copas y después de mucho devaneo y mucho alcohol terminamos liándonos con unas mujeres ya creciditas, de esas que aguantaban por ahí sus carnes hasta las tantas para ver si algún jovenzuelo, no muy borracho, les hacía sus delicias por una noche. Hacia las seis de la mañana las llevamos a nuestro piso… Aún me veo intentando rodear la inabarcable cintura de aquella diez-lustros argentina, bebiendo ginebra sola y escuchando a Serrat. Hasta aquel día solo había besado a chicas de mi edad. Al besar a esta sentí que su lengua era blanda, muy blanda. La sensación no me gustó nada. Enseguida dejé aquella boca para perderme en sus tetas de Amarcord…
Cada día que pasa siento mis cojones más distantes, más lejanos: Lo sé… Pero no temo a la vejez. Ni a la muerte. Y mucho menos a la vida… Sé que llegará el día. Que la carrera de Maratón, era en realidad de cien metros. Pero no me importa… En lo único que me aterroriza pensar, es en si tengo la lengua blanda.