Era así la tierra. Así la vida.
Era el sol quebrándose en espejos de helados charcos.
Era el aliento de los campos, el vaho de los animales bajo la escarcha,
la pobre cosecha y el rebuscar afanoso por tierras de otros
abiertas y entregadas en el otoño fatigado y rural.
Era sí la vida. Y Dios aguardando
el sacrificio de los humildes, el gotear de rezos y desgracias,
poniendo a prueba la inquebrantable fe de los desheredados.
La campana anunciaba no sé que oscuro temor
de domingos impregnados con el olor penetrante del incienso,
de muertos clamando venganza
con los ojos vidrioso y el dedo acusador
que nos señalaba irremisiblemente.
La mano regordeta del cura acariciaba los labios
inocentes y dulces de la tarde mientras
se paraba el juego y se incendiaba el cielo,
el alcalde, impávido, abrillantaba el atildado yugo,
las recias flechas clavadas en el alma infantil,
el maestro nos ponía de cara al sol
y los cuerpos olvidados por cunetas y extramuros
se arrastraban hasta los campos de labor
para servir de abono a las fértiles tierras
de los acomodados vencedores.
Era así la vida. Resignación hermanos,
hemos ganado una guerra, nos esperan los mártires
tras este valle de lágrimas.
Un ángel con alas de cera os señala el camino.
Seguid la senda, niños. Y no miréis atrás.