Estadio Nacional
Yo le vi por primera vez,
por entre fierros y el cemento de aquella prisión,
que paradójicamente fue a veces,
el magnífico azul de un límpido cielo.
Érase ahora un pelo fémino, ondulado,
flotando como una medusa entre el viento
de las iras, de los odios y de lo bajo.
Sus ojos verdes eran suaves como el amor,
aunque atormentados por gritos desgarrados.
Yo le vi en blue jeans y con una chaqueta negra,
un capuchón franciscano subiendo y bajando,
por escalas tan duras como la vida,
como la muerte y como el infierno.
Conversaba a veces de compañeros y camaradas.
Lloraba en otras, cigarro en mano, desconsolada,
con sus dioses nuevos y sus seres queridos.
El Estadio Nacional era ya su sino,
para la última carrera de su existencia.
Yo le vi con estos ojos de hombre recto.
Otros la vieron con ojos de bestias salvajes.
La empujaban a veces contra la pared,
la culatearon entre túneles y a puntapíes le mimaron.
Érase una diosa hermosa, pero prisionera,
caída en desgracia entre manos crueles y despiadadas.
Ella, otrora inmortal, sabía que moriría.
Sabía que nadie le respetaría,
su terrible obstáculo de ser bella.
Y no le vi, ni amé… nunca más.
Supe que la torturaron en el subterráneo.
Fue aquella vez en que por los altoparlantes del estadio,
escuché para siempre el Concierto de Aranjuez.
Después, la violó todo el que quiso.
La sacaron cubierta en una camilla.
Sangre, semen, sudor, decencia y derechos,
goteaban como si fuesen un vino embriagador,
que doblegó su infausta existencia.
Y no les vi nunca más…
a pesar de sus férreas y gloriosas existencias.
De nada sirvieron sus victorias.
De nada sirvió el deporte, ni los anillos olímpicos.
De nada sirvieron las súplicas, los ruegos,
los ojos lastimeros, llantos, bramidos.
El Estadio érase esa vez el averno,
como pudo ser cualquier lugar que quisiesen,
pues allí los demonios rieron a carcajadas.
“¡Por fin descansó!”, gritó una mujer tras de mí.
Pero yo, no he descansado jamás.