213- La Ciudad. Por Ana Olivier

La Ciudad

 

A veces siento, sí, que la ciudad me mata,

que me asfixia entre su asfalto, sus neumáticos y sus humos,

sus ires y venires transitados, sus distancias kilométricas,

que me oprime tanto muro y los graffitis escandalosos,

que los perros callejeros y los restos de las esquinas me invaden;

que los hombres y mujeres desarrapados, vagos sin fortuna del mundo,

los niños que gastan sus soles tiernos mendigando unos panes:

que todo aquello es demasiado para una sola tarde.

 

Otros días me pierdo en las calles a paso de paloma titubeante

miro las fachadas derruidas con sus arrugas hechas de grietas

y sus várices de tiempo hechas ramas que les cruzan la cara y las ventanas,

que les rompen los cimientos: me fascino.

Ando entre hormigueros de gente y no me canso,

me dejo contagiar de sus risas estruendosas y sus olores a comida.

Veo el atardecer de domingo en un horizonte de globos y luces,

me llega de algún sitio remoto la música alegre.

 

Es así que la ciudad existe,

con sus puntos de éxtasis y sus pequeñas muertes.

Como sacada de un agujero triste, se me aparece la hora de vuelta a casa

Y se viste todo del color ausente que toman las cosas cuando se acaban.

 

 

 

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