La Ciudad
A veces siento, sí, que la ciudad me mata,
que me asfixia entre su asfalto, sus neumáticos y sus humos,
sus ires y venires transitados, sus distancias kilométricas,
que me oprime tanto muro y los graffitis escandalosos,
que los perros callejeros y los restos de las esquinas me invaden;
que los hombres y mujeres desarrapados, vagos sin fortuna del mundo,
los niños que gastan sus soles tiernos mendigando unos panes:
que todo aquello es demasiado para una sola tarde.
Otros días me pierdo en las calles a paso de paloma titubeante
miro las fachadas derruidas con sus arrugas hechas de grietas
y sus várices de tiempo hechas ramas que les cruzan la cara y las ventanas,
que les rompen los cimientos: me fascino.
Ando entre hormigueros de gente y no me canso,
me dejo contagiar de sus risas estruendosas y sus olores a comida.
Veo el atardecer de domingo en un horizonte de globos y luces,
me llega de algún sitio remoto la música alegre.
Es así que la ciudad existe,
con sus puntos de éxtasis y sus pequeñas muertes.
Como sacada de un agujero triste, se me aparece la hora de vuelta a casa
Y se viste todo del color ausente que toman las cosas cuando se acaban.