La muchacha dorada
era una blanca garza
y el agua la doraba. (F.G.Lorca)
Le gustaba tocar la guitarra.
Algunos arpegios
le navegaban por el camisón
mientras se contemplaba, absorta,
en el espejo inmenso de la cómoda de su madre.
Tenía los labios finos,
apenas dibujados
en un rostro sin arrugas;
siempre digna, se peina las ansias
de reojo, para luego arrepentirse,
y dejárselas encaramar entre las piernas
temblorosas y enardecidas
como un soldado recién incorporado a filas.
Siempre discreta, se le pudrieron las cerezas
a fuer de apretarlas bajos aquel sostén
de raso, que nadie rasgó.
Así se le fueron también
las espigas de la cintura
y una siega a destiempo
le molió, sin compasión, el último grano de arroz.
Vinieron pájaros de otro tálamo
a su alero, para recordarle
primaveras ajenas, mientras la corcha
revestía su útero
azogado de abstinencia.
Le gustaba la música, sí,
y entre negras y fusas
compuso la vida una discorde sinfonía
que bordó las cenefas de su inútil ajuar:
allí quedó su voz de mujer
hecha vainicas y flecos,
toallas de un tocador
para ningún pulso viril.
Paciente la vi colocar los cojines
que de un puntapié trastearon los años,
y la vi mirarse además en el espejo de la cómoda.
También la vio, en el mismo sitio, en su sitio,
ese amante que la rondó una noche sin nombre.
Infausto amor, postrimería hecha beso lascivo
que nadie puede rechazar…
y nadie más volvió a verla.
Si, le gustaba tocar la guitarra
a aquella muchacha de labios finos
que no fue madre ni tuvo marido
y su núbil cantar, solo es olvido.
Resonancias de Lorca en esta acertada composición, me ha traído a la cabeza páginas y fragmentos de Yerma. Enhorabuena.