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159- Una jugada perfecta. Por Inocencia

Amanecía y el sol impetuoso asomaba en el horizonte. La sabana estaba desierta y no soplaba la brisa. La tierra se veía seca y endurecida por la falta de agua, no llovía desde hacía mucho tiempo y los árboles casi secos dejaban caer las pocas hojas que tenían. El panorama era deprimente.

De pronto, a lo lejos, se escuchó el chirrido de unas ruedas y el trotar de un caballo. Se acercaba un carruaje que venía guiado por un hombre viejo, tendría alrededor de 70 años. Con una fusta, golpeaba al caballo por los costados del cuerpo para que apurara el paso. Detrás, quedaba una nube de polvo que impedía la visibilidad.

En el  asiento trasero estaba una mujer que traía en sus brazos un pequeño bulto, que a todas luces era un niño cubierto por una sábana, pero que dejaba ver su carita triste a pesar de su corta edad, tendría unos 6 años y miraba muy cerca y fijamente la cara de la mujer que lo traía en brazos.

José, que así se llamaba el hombre, dirigía su carruaje hacia la ciudad, querían llegar con toda urgencia para que un médico viera al niño. Hacía muchos días que tenía fiebre alta y mucha tos. Matilde, que era la mujer que lo llevaba en brazos, su abuela, le había hecho algunos remedios caseros para bajar la fiebre y quitarle la tos, pero no había logrado ninguna de las dos cosas. Como la fiebre seguía alta y  el niño cada día estaba peor, decidieron llevarlo a la ciudad pero para eso, José, el abuelo, tuvo que vender unos animales que estaba criando para comerlos en Navidad pues no tenían dinero para pagarle al médico.

Después de casi dos horas de camino, llegaron al pueblo. Ya a esa hora se podía ver el ajetreo de la ciudad, los carretones llenos de verduras con sus pregoneros compitiendo por la mejor propuesta, el canto de las mujeres ofreciendo sus mercancías, era difícil avanzar entre aquella muchedumbre y José hacía malabares para sortear los escollos del camino y seguir avanzando. La abuela no dejaba de mirar al niño que había cerrado sus ojos, el  calor de la  fiebre traspasaba la sábana que lo cubría y estaba desesperada por no poder hacer nada, sólo deseaba llegar cuanto antes al médico.

Finalmente, a la vuelta de una calle, José arrimó  su carro a una casa, bastante modesta por cierto, con un letrero en la puerta que decía: “Dr. Pérez, Médico de Barrio”. El abuelo se bajó del carro lo más rápido que pudo, tomó al niño en sus brazos y ayudó a Matilde a bajar. Se dirigieron a la puerta y antes de tocar, la puerta se abrió. Un hombre de unos 50 años estaba frente a ellos, cuando reparó que traían un niño en brazos, de inmediato los mandó a pasar. Era el Dr. Pérez, que al sentir el ruido del carro, se había percatado de que se trataba de una urgencia.

Se fueron a una habitación pequeña donde se encontraba una mesa y allí acostaron al niño, le examinó todo su cuerpecito ardiente y muy serio le dijo a la abuela que el niño tenía una neumonía. Que no pensaba que fuera muy grave pero que debía llevar al niño a un hospital para que lo internaran, que no podían regresar a su casa con el niño en esas condiciones.

Los abuelos se echaron a llorar, ellos no tenían dinero para pagar esos gastos, escasamente para pagarle al médico la consulta.  Ese médico cada día tenía que enfrentarse a situaciones similares, eran muchos los que venían a verlo, y casi todos sin dinero. Él se había ganado el respeto por su forma de ser, como hombre bueno y justo que nunca se negaba a ver a un enfermo.

Viendo la desesperación de los abuelos les dijo que se calmaran y allí mismo, en su salita de consulta,  en una pequeña cama que se encontraba en un extremo, acostó al niño y les dijo que él se ocuparía de la enfermedad y de curarlo.

Este hombre enamorado de su profesión, se esforzó durante muchos días por devolverle la salud al niño que  permaneció durante más de una semana en la casa del médico. Los abuelos no regresaron a su casa de la sabana, sino que ayudaban al médico durante el día en el cuidado  del niño y en otras tareas de la casa. y de noche, buscaban un lugar donde dormir, ponían unos sacos en el piso y allí se acostaban, después que el abuelo llevaba a su caballo a un riachuelo cercano para que comiera y bebiera.

El médico no quiso cobrarles nada por los cuidados del niño y gracias a eso, el poco dinero que traían les sirvió para poder comer algo cada día.

A medida que los días pasaban, el niño fue mejorando y ya fuera de peligro, el médico autorizó a que podían regresar a su casa.  Los abuelos estaban felices, el esfuerzo hecho no había sido inútil, recuperaban  lo que más querían, a su nieto. No sabían cómo agradecerle al médico todo lo que había hecho por el nieto y le desearon mucha vida y salud para que pudiera seguir ayudando a los más necesitados.

Pasaron los años, el niño creció y se hizo un joven muy talentoso e inteligente. A pesar de la miseria en que siempre habían vivido, los abuelos se esforzaron mucho para que el niño fuera a la escuela y pudiera estudiar lo que siempre decía que quería ser: médico. Así fue que con el esfuerzo no sólo de los abuelos, sino también del joven, finalmente se hizo médico.  Ya sus abuelos habían fallecido y no pudieron disfrutar el fruto de su esfuerzo.

Cuando Raúl terminó sus estudios, así se llamaba el joven, regresó a la pequeña ciudad de donde había salido y donde siempre había vivido. Allí estaban sus raíces, sus amigos y la tumba de sus abuelos.

Comenzó a trabajar en el hospital del pueblo, el mismo al que no pudo llegar aquella mañana, de hace tantos años,  cuando estuvo tan grave y sus abuelos no tenían dinero para internarlo. Practicó la profesión con mucho amor por el prójimo, nunca se negó a ver un paciente que estuviera enfermo.

Un día se encontraba en el  cuerpo de guardia cuando llegó un caso muy urgente. Era un señor bastante viejo a quien habían encontrado sus vecinos, solo en su casa,  en mal estado. El diagnóstico fue que tenía un infarto. El Dr. Raúl lo atendió de inmediato, tenía que actuar con rapidez, de eso dependería el poder salvarle la vida. Durante todo el día le brindó los cuidados de urgencia que el hombre necesitaba, ya al anochecer, la gravedad había pasado, el paciente  estaba estable.

Como el hombre estaba solo y ningún familiar lo había traído, el Dr. Raúl decidió quedarse con él toda la noche, era un paciente que todavía estaba delicado y no se podía perder de vista cualquier síntoma que pudiera presentar durante las próximas horas.

El médico se sentó a hablar con el paciente, sentado junto a su cama. Tenía por delante unas cuantas horas de desvelo si quería vigilar de cerca cualquier cambio. Hablaron de la enfermedad que durante mucho tiempo lo había aquejado y a la que nunca le había dado atención, a pesar de su edad, todavía trabajaba para poder sobrevivir en aquella pequeña ciudad, no le quedaba ningún familiar y hacía poco tiempo su esposa había fallecido.

Cuando mencionaron sus nombres, de inmediato Raúl se percató que este paciente no era otro que el Dr. Pérez,  sus abuelos siempre le habían contado como este médico le había salvado la vida cuando era niño. La vida había hecho una jugada perfecta. Si Raúl hoy existía y era médico, era por los cuidados que hacía más de 20 años le había brindado este hombre que ahora se encontraba junto a él,  en una cama de hospital y a quien, por esas jugadas imposibles de prever,  el Dr. Raúl le había salvado la vida al Dr. Pérez.

4 Comentarios a “159- Una jugada perfecta. Por Inocencia”

  1. Hóskar-Wild is back dice:

    ¿Pero hay doctores así? No son de la Seguridad (¿…? Social. (¿……………? Eso parece claro. ¡Si hasta parecen humanos y buenas personas! Nada de cuento de Navidad. Pura ciencia ficción. Suerte

  2. Lovecraft dice:

    Aunque no se mencione la época del año, se trata de un auténtico cuento navideño. Enternecedor, pero como todos los cuentos navideños, tan alejado de la realidad. Se agradecen las buenas intenciones de todos los personajes. Ojalá las cosas fueran así de sencillas en la vida real.

    Suerte, Inocencia.

  3. La señorita Bennet dice:

    Me gustó.
    Qué bonito, la verdad, cómo me gusta el azúcar en los relatos. Supongo que como en la vida real hay tanta amargura los relatos que me tocan son los dulces como este. Una forma de narrar sencilla y un final que adiviné cuando se desveló que Raúl es doctor.
    ¡Suerte!

  4. El asesino de Morfeo dice:

    Muchas gracias por mandarme a dormir con una sonrisa en la cara. El Señor te lo pague…¡no sabes como lo necesitaba!

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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