229- Una vuelta de tuerca a la memoria. Por Rantayu
- 3 noviembre, 2012 -
- Relatos -
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Han pasado ya más de veinte años desde que fui por primera vez a Madrid.
Esa experiencia no la podré olvidar nunca. Las sensaciones nuevas y confusas, el tamaño de las cosas…
Pero bueno, seguro que lo mejor que debería hacer es dar una vuelta de tuerca a mi memoria y caminar de espaldas al presente hasta regresar a aquel tren.
Fue un 13 de septiembre de 1976.
Desde temprana edad, y probablemente porque en el Colegio las monjas nos ponían muchas películas de negritos, decidí meterme monja, sí, monja misionera.
Para mamá, la decisión fue buena, siempre habría alguien de la familia más cerca de Dios.
Pero para papá no, papá no fue una buena idea. Papá era rojo, de esos rojos que viviendo Franco compraban el periódico «Mundo Obrero». Solía comprarlo los domingos, cuando mamá nos ponía de punta en blanco para ir a misa y nos mandaba a su cargo mientras terminaba de recoger y arreglarse.
A mi padre, la decisión no le gustó ni una pizca, un socialista con una hija monja. Aún así, mis dotes dialécticas le convencieron. Le expliqué su responsabilidad directa en el fracaso de mi existencia si no me dejaba tomar el camino que el Señor me había marcado. Debí de desarmarle con mis argumentos pues sus palabras ante mi más bien cabezonería fueron las siguientes: «Olvido (que era mi madre), prepara la maleta que la niña se va a Madrid».
Las monjas me dieron un número, el cuatro, y tuve que ponerlo en toda mi ropa, preparar mis cosas…y aquel 13 de septiembre despedirme con alegría de mi familia. Mi madre, y las de las otras niñas, se quedaron llorando en el andén viendo cómo partíamos hacia la gran ciudad para desarrollar nuestra incipiente vocación religiosa.
El tren fue devorando implacable los kilómetros que nos separaban, y en poco más de tres horas comenzábamos a ver Madrid. Era enorme, desde que habíamos visto las primeras casas teníamos los equipajes de la mano, pero las paradas se sucedían sin que ninguna fuera la nuestra y la luz del día desapareció para dar paso a unos enormes túneles. Al final, Atocha. Ese era nuestro destino.
La casa-convento era enorme, nos recibió la Madre Superiora dándonos la bienvenida y presentándonos a las Hermanas que serían responsables de nosotras, Sor Pilar y Sor Margarita. Yo sentí que todo me quedaba grande, la ciudad, el convento,… más tarde descubrí que hasta la vocación me quedaba grande.
Como habíamos llegado casi las vísperas del comienzo del curso, no hubo tiempo de conocer mucho. A la mañana siguiente Sor Pilar nos enseñó el camino para nuestra nueva escuela. «Santa Eulalia»; era un colegio privado y laico (las monjas no habían tenido tiempo de buscarnos uno religioso), el uniforme, falda a cuadros, camisa blanca, chaqueta y medias azul marino y zapato negro.
Los primeros días, incluso durante algún tiempo, la novedad hizo que la estancia en Madrid fuera algo extraordinario; el contacto con niñas de fuera, en el colegio, los cuatro paseos diarios por aquellas entrañables calles y los domingos en el Parque del Oeste, bonito y grande, con muchos árboles y también con hierba muy verde era nuestra liberación; allí podíamos correr, jugar a la pelota, desfogarnos y ver el campo, aunque acotado por las enormes construcciones. Había otros grupos de niños y niñas jugando, parejas de novios tumbados en el césped cuando el tiempo lo permitía, y gente solitaria leyendo. La verdad, en Madrid la gente leía en sitios extraños.
En el convento, el relajo de los primeros días se había acabado y una disciplina férrea fue cambiando poco a poco mis intenciones. Supongo que mi vocación no era muy sólida, porque antes de terminar el curso ya tenía yo mis dudas.
El día empezaba con el sonido de una campana que a las siete de la mañana nos despertaba; veintiuna campanadas, al final de las mismas ya debíamos estar en el baño. Entonces había un turno de duchas dos días a la semana, pero por las noches. Por la mañana íbamos a los aseos y en un grifo llenábamos de agua caliente un enorme jarro de porcelana blanco con los cantos en azul, hacíamos pis y regresábamos a nuestras habitaciones, la mía, la cuatro; allí nos aseábamos, vestíamos, peinábamos, y hacíamos la cama. Luego bajábamos a una de las clases de estudio; allí dábamos la vuelta a las sillas de costura, que eran de madera con el asiento de paja trenzada, y -cada una con su cuaderno de oraciones- se arrodillaba en ese singular reclinatorio para hacer las oraciones de la mañana.
El silencio reinaba en todo el convento y era una de las normas más rígidas, una norma para nosotras muy difícil de acatar. Terminadas las oraciones, en fila, a misa. Nuestro banco era el primero de la derecha, y detrás de nosotras, vigilantes, Sor Margarita, Sor Pilar y alguna otra monja. De esas misas tempraneras lo que más recuerdo son los ruidos de nuestras tripas, delatoras inconscientes del hambre que teníamos a esas horas, la cena había sido a las ocho, como muy tarde.
No eran sólo las tripas rugientes motivo de distracción; en muchos casos, iban acompañadas de un vuelco del estómago, de vahídos, y -algunos días- del desmayo de alguna niña, sobre todo de Belén, que era muy alta y muy flaquita. En esos momentos Dios perdía mucho sentido y su palabra quedaba eclipsada por los sueños de café con leche y pan untado con mantequilla, que vendrían después de la misa.
Por turno, la encargada de comida iba a por el café y el pan, unas pequeñas barras alargadas y estrechas que olían fenomenal; en nuestros cajones de madera estaban las servilletas y la tarrina de mantequilla que cada una de nosotras tenía asignada. El desayuno era en silencio, y la encargada de servirnos no podía tomar nada hasta que no hubiéramos acabado todas. Era duro porque el silencio se repetía en cada comida.
Luego, la cháchara hasta el colegio, donde nos separábamos cada una a nuestra clase, y allí empezaba otra vertiente de nuestra vida. La de la mía, por aquel entonces, comenzó a ser SANDOKAN. Mis sentimientos hacia tan bello héroe asiático crecían incontrolados, hasta que un día vino al Corte Inglés de Princesa. Las razones de mis compañeras monacales no sirvieron de nada para hacerme ver el error de jugarme las clases e irme al Corte Inglés. Novillos y juerga con otras chicas de la clase. A Sandokán, ni un pelo le ví, pero el regreso a Santa Eulalia, a toda carrera; y al llegar a la puerta del cole … Sor Pilar esperándonos, sabiendo ya dónde había pasado la tarde.
La primera gran reprimenda, de castigo: hacer los servicios, sacar la cera al claustro, nada de ver los dibujos de «Marco»,…. Yo, por aquel entonces, veía muy duro el desarrollo espiritual, y mi comportamiento no ayudaba mucho. Así, trastada tras trastada, los castigos iban acumulándose, uniéndose unos a otros en ristra interminable. Mi vocación en terrible declive.
Recuerdo con cariño la anónima existencia de Renata, una enorme tortuga a la que las monjas habían pintado el caparazón con una señal en rojo y que vivía en los jardines del lavadero. No era fácil dar con ella pero, una vez localizada, nos gustaba verla andar lentamente y esconder su cabeza en cuanto más que la intentábamos tocar.
El lavadero tenía una gran terraza de losetas rojas, y era allí donde tendíamos la ropa que cada una de nosotras lavábamos. Recuerdo el olor a jabón Gior y sobre todo a Blanco Nuclear, imprescindible para dejar impecables las camisas del uniforme. El día de la colada era el sábado, después de hacer la limpieza general de las estancias comunes, y cada una su habitación.
En mi caso, los múltiples castigos hacían que esos quehaceres se retrasaran incluso hasta después de comer. Limpiar mi dormitorio era agradable; apenas un cuadrado de10 metros. En él había una cama de 90, de barrotes negros y la colcha blanca; luego, al lado, una pequeña mesita negra con una puerta, donde se guardaba el orinal, y, sobre ella, una Virgen Milagrosa, que por las noches era fluorescente, y una postal plastificada de un Jesucristo guapísimo. En un pequeño recoveco, azulejado hasta la mitad de blanco, un lavabo, un toallero, la pastilla de jabón Heno de Pravia, un sencillo espejo, y abajo, el jarro del agua. Al lado, una puerta amarillenta daba entrada a un improvisado armario, donde en unas pocas baldas se agrupaba la ropa. Una silla de madera era el último mueble que componía la habitación, pintada de blanco, con baldosas amarillas y una ventana de hierro verde.
Algunos domingos de primavera la suerte nos deparaba la gran sorpresa, ¡el Parque del Retiro!; ése sí que era un día de fiesta. Hasta llegar a él íbamos en el metro, luego recorríamos algunas calles del viejo Madrid, estrechitas en comparación con las enormes avenidas. A mi me gustaban esas callecillas, Tardé años en recorrerlas a paso tranquilo y deleitarme con sus bonitos balcones y sus grandes portales, en perderme con historias inventadas de tiempos pasados.
La vida en el convento proseguía. Además de unas notas altas en los estudios, imprescindible hacer labores. Así las tardes de vacaciones o los fines de semana, eran de costura. Aprendíamos a hacer ojales, remendar, coser, y luego a bordar: una toallita para mamá, un tapete,… A mi no me gustaba la labor, y por eso, -las veces que era posible- lo cambiaba por arrancar las hierbas del jardín que nacían entre las piedras, y por regar, con cuidado de no salpicar los cristales ojivales que cubrían los arcos del claustro. El silencio, seguía siendo la norma, pero algunos sábados podíamos ver la tele: «Mazingerzeta» o «Marco».
Otra de las cosas agradables que traían algunos fines de semana eran unos extraños caramelos, que hasta entonces eran totalmente desconocidos para nosotras. Eran una especie de flor con cuatro pétalos de color lila y que tenían un sabor buenísimo. Las llamábamos violetas. Aún ahora se me hace la boca agua al recordarlas. Ése era un premio, una merecida recompensa, que yo no siempre tenía, pero -los intercambios con las compañeras buenas- me permitían paladearlas lentamente ensalivando los cantos de cada flor para extraerle hasta la última gota de ese fascinante sabor. Eso lo recuerdo con nostalgia y cariño; fue un gran descubrimiento.
Mi vocación confusa, disminuyendo a pasos agigantados. Quizá nunca había estado dispuesta a seguir una disciplina y una renuncia tan grande; a lo mejor no era tan adulta como me había creído, ni tenía tan claro el camino a seguir. Mi padre lo había dado en llamar «la excursión de la niña», y ahora veo que no andaba nada desencaminado. La verdad es que el segundo año vine ya sin ganas. Mis creencias religiosas estaban todas en entredicho. Aquel 1979 fue el último año de vivir en Madrid, bueno de estar a la orilla de Madrid, porque nunca pude integrarme plenamente en esta sorprendente ciudad.
Ahora surco las calles del viejo Madrid tomando algo en las bodegas y, sobre todo disfruto de las barquitas de ensaladilla y el consomé del «Lardhy», camino por la Puerta del Sol, ahora llena de gente, a veces, compro aquellos caramelos de color violeta. Meto lentamente uno en mi boca y un dispositivo desconocido para mí salta haciéndome dar una vuelta de tuerca a mi memoria y recordar mi primer viaje a Madrid.
Es obvio que quise decir «Pero para papá no fue una buena idea.” Las prisas.
No se puede contar todo lo que tú has contado aquí sin haberlo experimentado en persona o muy de cerca. Debes ser de mi generación, porque me has hecho evocar un montón de recuerdos de la infancia: Sandokán, Marco, Gior, Blanco Nuclear, el orinal bajo la cama, la Virgen fluorescente, el jabón Heno de Pravia, MazingerZ… Me has hecho rejuvenecer un porrón de años. Gracias. Por ello, y por una narración tan entrañable.
Ahora voy a fastidiarlo y te sugeriré algunas correcciones:
«Pero para papá no, papá no fue una buena idea.» Esta frase habría quedado mejor «Pero para papá no, para papá no fue una buena idea.» o aún mejor «Pero para no fue una buena idea.»
«Colegio», «Madre Superiora» o «Hermanas» deberían ir en minúsculas.
«Fue un 13 de septiembre de 1976». Será cuestión de gustos, tal vez, pero creo que suena más verdadero «Fue el 13 de septiembre de 1976», puesto que sólo ha existido un 13/9/1976 en la historia de la humanidad. Si hubieras dicho: «Fue un 13 de septiembre», sin especificar, habría quedado mejor, pero si especificas el año, mejor con «el» que con «un».
«ante mi más bien cabezonería». ¿Para qué complicar esta frase? Elimina el «más bien» y dirás lo mismo.
Suerte Rantayu, y gracias por traerme tan buenos recuerdos.
Me alegra saber que alguien está detráss de las letras que se escapan de los dedos para inventar una realdiad que tiene siempre mucho de recuerdo y de infancia.
Hay tantas formas de torturar, de castigar… pero se nota que a la protagonista de esta historia la vida la trata con cariño.
Gracias
Gracias por tus palabras, me alegra saber que el relato en tan cercano que parece real.
un saludo
Pero que poca imaginación la de las monjitas. Si hubieran querido castigarla de verdad la habrían hecho que viera durante tres días consecutivo al amiguete Marco y su mono Amedio en busca de su mamá (la de Marco, no la del mono). Mejor tomar el caldito en Lardhy, asomarse por su cristalera y ver pasar la vida… Suerte.
Rantayu o inmac:
Me parece una experiencia personal contada de buen modo y con cierta nostalgia de aquellos tiempos en lo que soñaste ser…
Lo bueno fue darte cuenta a tiempo de que no tenías esa vocación.
Un abrazo.
Gracias por tus palabras, he pretendido plasmar los grande que puede resultar todo, las ciudadades, la vida, la vocación… a ciertas edades, incluso con tras el paso de los años puede perdurar algunas de esas sensaciones que afloran cuando coges la memoria y la das una vuelta de tuerca para sacarle más jugo.
un saludo
Por el título creí que el relato tendría alguna relación con La vuelta de tuerca, de Henry, James, pero ahora pienso que está más vinculado con la novela Bajo la rueda, de Herman Hesse. La dificultad que supone la vocación siempre será un tema interesante. Saludos cordiales y suerte en el examen, Rantayu.