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48- Pueblo. Por Swansee

 Siglo y medio después de la fundación del pueblo llegaron los amables Delegados a descargar sus leyes y normas, lo sembraron todo de advertencias y recomendaciones. Parecían tan locos por dictar el qué y el cómo, que a falta de papel redactaron su primera constitución en servilletas. Eran hombres altos, trajeados de negro, sonrientes. “Desconfié desde el primer momento”, me contaba mi abuela, “de aquellos advenedizos que enseñaban los dientes.” Uno de ellos, igual en todo a cualquiera de los otros, se presentó esa primera mañana en el ayuntamiento y salió cinco minutos después dejando dicho: “Aquí van a ocurrir algunos cambios”. Nadie se lo discutió, por candidez o por vergüenza. A los pocos días, aquellos hombres oscuros de sonrisa indeleble habían inundado las calles de carteles, no quedó esquina sin su anuncio, tablón sin su orden. Decenas, cientos de letreros que eran uno y el mismo: “NO SE PUEDE”. Entonces sí, comenzaron a escucharse las primeras protestas, alguien tuvo la idea de ocupar la plaza, grupos de vecinos agitando banderas improvisadas a partir de jirones de tela suelta, rasgando los letreros de los muros, sin una consigna unívoca ni un método, porque hasta entonces nunca les había hecho falta juntarse para ser libres. Aquel desorden no duró demasiado porque ninguno de ellos supo oponer resistencia al remedio práctico de la fuerza bruta. Una docena de Delegados de sonrisa perfecta desalojó la plaza sin aviso cuatro días más tarde. En su inocencia, los congregados iban dejándose arrastrar a empellones hasta que se encontraron de nuevo fuera de la plaza y ante el desconcierto absoluto del momento no supieron hacer otra cosa que regresar a sus casas. “Éramos muy jóvenes”, me explicaba la abuela. Y era cierto.

 Nadie en aquel pueblo aparentaba la edad que tenía. No se conocía la muerte, y la mera idea de paso del tiempo resultaba inédita. Tan enfrascados estaban en la vida, que no dejaban espacio para su contrapunto. Las mujeres dedicaban el día a cantar, a rematar las fachadas de abalorios barrocos, a perfumar el agua limpia de las fuentes, a comer pan caliente y beber vino. Los hombres probaban su fuerza con juegos de brutos, o proyectaban edificios enormes, pabellones, teatros, carreteras de entrada y salida, ampliaciones del pueblo que nunca remataban, porque ocurría siempre que a la hora del trabajo alguien sacaba una baraja de cartas, o una guitarra, quizá contaba una historia, y entonces el grupo completo volvía sobre sus pasos y ocupaba los bancos de la avenida, prendiendo la jarana hasta la noche. Por otra parte el pueblo lucía perfecto. Los estragos del tiempo parecían haber olvidado aquel amontonamiento de casas terreras, su avenida larga, su plaza y su iglesia, desde el día mismo de su fundación y hasta la fecha. Todo brillaba igual que en su origen, y nadie tuvo nunca que coger un paño o una fregona, porque el polvo y la mugre les pasaban de largo.

 Pero al día siguiente de los disturbios, ocurrió lo extraordinario: sobre el embaldosado limpio de la plaza apareció una primera, perfecta, lustrosa cagada de paloma. Significó una novedad increíble para todo el mundo, y durante tres días completos, con sus noches, todo el mundo desfiló en corro alrededor de aquello. Si bien resultaba inexplicable, no hubo tiempo para conjeturas, porque desde la media tarde del cuarto día, comenzó a diluviar mierda como agua de lluvia, y la plaza se cubrió de porquería hasta desaparecer por completo bajo una gruesa costra azul verdosa. El sitio quedó inservible. Plantada en mitad del pueblo como un oasis hediondo, la plaza fue vaciándose de visitantes hasta que se hizo necesario incluso desalojar a la gente de las viviendas próximas porque el hedor se agarraba con uñas y dientes a cada intersticio, y no parecía remitir, sino muy al contrario afianzarse y extenderse, más intenso, con el paso de las semanas y los meses.

 No mucho más tarde, apenas cumplido el desalojo y reubicadas las familias en las casas vacías del perímetro del pueblo, las únicas levantadas en las innumerables incursiones inútiles de los obreros, sucedió la desgracia definitiva, que cambiaría la suerte del lugar para siempre. Una de las vecinas que regresaba de perfumar el agua de la fuente, se sintió de súbito tan débil que hubo que improvisarle una camilla a base de caña y sábanas de trapo y trasladarla entre cuatro a su casa, donde murió una hora y media después. Decían quienes la asistieron en sus últimos momentos que llevaba la cara cubierta de arrugas repentinas y que en el trayecto corto desde la fuente pareció haber enflaquecido tanto que, de no haberle sucedido la muerte, habría desparecido a la vista de todos. En realidad nadie la supo muerta hasta pasadas seis horas. Quienes la atendieron no sabían qué significaba aquel gesto postrero trabado en los ojos abiertos de la anciana espontánea, no entendieron la clave de su sueño inmediato, ni se explicaban por qué no despertaba al sacudirla, así que continuaron llamándola, zarandeando al cadáver hasta que el cansancio pudo más que las ganas y la dejaron allí, sin peso y sin alma sobre las sábanas húmedas. Esa noche alguien dio una explicación que revolucionó el orden natural de las cosas y revolvió la conciencia del grupo: “No podría jurarlo”, declaró aquel anónimo, “pero yo diría que la mujer está muerta”. Y con el recuerdo inesperado de la muerte, la gente del pueblo inauguró también la conciencia de vida, la memoria del tiempo y la noción de justicia.

 A partir de ahí sucedieron más muertes. El final los sorprendía a todos, uno tras otro, en mitad del trabajo, a la hora del amor o la comida, durante la siesta, el juego y la tertulia. Y cada uno de ellos aparecía en un instante igual que si hubiera comenzado a pudrirse desde dentro, reseco y arrugado, consumido hasta los huesos, sin más síntoma, al principio, que una ligera atonía, seguida de una brevísima indisposición que a veces atacaba al estómago y otras a la cabeza, a los pulmones o a la fibra íntima de los huesos. En casi todos los casos, aquel trastorno duraba sólo unos minutos, luego parecía desvanecerse, y minutos después reaparecía de forma tan cruda que saturaba de repente la boca de un regusto a muerte que ya no se borraba hasta el estertor definitivo.

 Cuando un grupo de vecinos, formado por las primeras familias que padecieron la muerte, acudió al ayuntamiento buscando el consejo y la ayuda de los hombres sonrientes, hacía ya semana y media que los Delegados habían desaparecido. Sin avisar, se habrían deslizado en silencio cualquier noche, dejando al pueblo huérfano de guía y los despachos del ayuntamiento saturados hasta el techo de servilletas garrapateadas con proyectos de ley, bandos, decretos y mandamientos. De las paredes pendían otras tantas notas, numeradas en conjunto de la uno a la doscientos treinta y cuatro, cargadas de títulos preliminares, disposiciones, artículos, advertencias y enmiendas a la totalidad y a las partes, en un delirio descriptivo y taxonómico de tal magnitud que su sola vista produjo vértigo a los visitantes.

 Los pocos vecinos que no acabaron estragados por la enfermedad y la muerte, eligieron marcharse. Las fachadas cubiertas de exvotos, la piedra de las avenidas, el bronce pulido de los pomos y cerraduras, las pérgolas invadidas de crisantemos turbios y el mármol de las estatuas, las fuentes y las aceras, perfectas, ajenas desde siempre a la influencia perniciosa del paso del tiempo, se vieron de improviso arrasados por la cal y la herrumbre, un otoño impío se cernió sobre los jardines, la peste que partía de la plaza terminó por inundarlo todo y hacia la época en que se exiliaron los últimos vecinos, ya ni los gatos entraban en el pueblo.

6 Comentarios a “48- Pueblo. Por Swansee”

  1. Bonsái dice:

    Swansee:

    En determinado momento, ese pueblo tan joven y nuevo donde la muerte todavía no había entrado, me ha recordado a Macondo.

    La entrada de los hombres de negro que vienen a imponer un orden, totalmente innecesario, termina con la frescura, con los embrujos de la inocente ignorancia del tiempo.

    Buen relato.

    Un abrazo.

  2. Lotte Goodwin dice:

    Y con unas gotas (o un diluvio) de realismo mágico, que a mí, personalmente, me encanta y me alimenta. Incluso la descripción del pueblo y su novedad, como de ciudad recién fundada, me recuerda a los escritores del boom hispanoamericano. Me gusta mucho el detalle de escribir las leyes en servilletas. Así de efímeras son hoy en día las normas.
    Felicidades por tu historia y tu forma de escribir.

  3. sacha dice:

    Hay una película de José Luis Cuerda… pero no, los antecedentes (múltiples) de este relato son literarios y están en todas las culturas.
    No me gustó el guiño a los hombres de negro por oprtunista.
    Sí me gustó el estilo.
    Enhorabuena.

  4. Lovecraft dice:

    Interesante fábula de contenido alegórico con múltiples interpretaciones: la pérdida de la inocencia, la perversión que supone imponer normas artificiosas cuando no son necesarias, el despertar a la realidad simbolizado por la aparición de la muerte,…

    Como digo, muy buena fábula escrita con buen pulso y técnica. Mis felicitaciones

  5. Hóskar-wild is back dice:

    Resulta curioso que este relato no tenga aun ningún comentario. Pulcramente escrito, bordeando la transgresión, sin concesiones de ningún tipo; una invitación a la relexión sobre lo que tenemos y podemos perder en un soplo. Mucha suerte.

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