AVENTURA EN EL PASADO. Por Francisco Arsis Caerols

AVENTURA EN EL PASADO
CAPÍTULO I – 3ª PARTE

– Entonces… ¿dice que me hará un buen precio? ¡No pretenderá engañarme! –exclamé, casi a la defensiva.
– ¡Oh, válgame Dios, no! ¡Claro que no! Mire, yo quiero mudarme a un pisito pequeño, a ser posible en las afueras de Madrid. Estoy cansado de vivir con tanto bullicio alrededor. Esta ciudad se ha vuelto más imposible que nunca, y a mi edad yo solo quiero descanso y silencio, mucho silencio. No es que la vivienda que deseo vender sea muy grande, pero a mí me sobra tanto espacio. Usted es joven, y quizá no pueda entenderlo, pero cuando llegue a mi edad, lo comprenderá. Ya verá como para entonces piensa como yo.
– Ya veo – dije, pensativ0 -. Pues no se hable más, ¿a qué esperamos?
No tenía demasiado claro el asunto, y también me desarmaba un poco aquella curiosa irrupción en la inmobiliaria, dirigiéndose casi al instante hacia mí tras haber prestado tanta atención a la conversación que mantuve con el vendedor. Si se trataba de un timador… Pero no, podría ser demasiado viejo para andar con esas tontunas; aunque hoy en día, uno ya no se podía fiar de nada ni de nadie. Casualmente, la vivienda no estaba lejos de la inmobiliaria, así que apenas tuvimos que cruzar algunas calles hasta llegar a los pies de la finca. Incluso el anciano me sorprendió por la agilidad con que daba sus pasos, de una forma muy peculiar y graciosa que me recordaba aún más, si cabe, al carismático actor, mientras ya casi llegábamos a la emblemática ronda de Atocha, una de las grandes arterias de la capital de España. Parecía increíble que al final fuese posible, después de todo, el establecerme en un piso del centro urbano de Madrid, algo fuera del alcance de la mayor parte de sus ciudadanos, bien fuese por los precios desorbitados que había en el mercado o por la escasez de venta de viviendas de este tipo en aquella zona de la ciudad.
Al entrar en la vivienda quedé sorprendido por lo espaciosa y a la vez sencilla que parecía por dentro, y como quiera que la fachada no me había dado demasiado buena impresión, para nada aventuraba lo que el edificio escondía en su interior. Aparentemente tendría unos ciento treinta metros cuadrados, y atención especial merecía el hecho de que el piso tuviese escasos muebles, dando la sensación de contener lo justo para una forma de vida modesta y quizás un poco sobria. La cocina no estaba en muy buen estado y el cuarto de baño era demasiado pequeño, aunque quizá con alguna reforma bien podría ampliarse utilizando parte del espacio de la habitación contigua.
– Como verá, no es gran cosa, pero con un poquito de mano aquí y allá, puede convertirse en un lugar muy acogedor para usted –comenzó a decir el hombrecillo-. Yo la tenía muy descuidada, pero es que a mi edad ya no me apetecía reformarla. ¿Para qué? Además, siendo más joven, cuando aún trabajaba, no vivía aquí todo el tiempo, así que digamos que no le dedicaba toda la atención necesaria.
– Comprendo – dije seriamente -. Es posible que tenga razón. De todas formas, yo tampoco soy muy complicado a la hora de amueblar el lugar donde voy a vivir. Hasta puede que si decido quedarme el piso, conserve alguno de sus muebles.
– Estará en su derecho. Por supuesto, todo va incluido en el precio de la vivienda, aunque ya veo que usted lo ha dado por hecho.
– Es verdad, discúlpeme, no lo había pensado – dije avergonzado -. Como usted no había dicho nada al respecto, creí que…
– No, no se preocupe – dijo el anciano, cortando mis palabras -. Es más, le comentaré. Tenía claro desde el principio que en cuanto vendiese el piso no me llevaría nada de aquí, a pesar del cariño que pudiese tener por alguno de los muebles, en especial el armario de luna que hay en uno de los dormitorios. Lo conservo desde que compré la casa que en su día estuvo aquí ubicada antes del edificio que usted puede ahora contemplar, hace ya más de sesenta años.
– ¿Quiere decir que todo este bloque de pisos es de su propiedad?
– Bueno, digamos que… – el anciano interrumpió sus palabras, dudando si seguir o no con la respuesta a mi pregunta -. Está bien, se lo contaré. Verá, en realidad yo compré allá por los años cuarenta la casa que antes existía en este mismo lugar, con el fin de convertirla en mi residencia habitual. Su dueño había fallecido recientemente, sin herederos, y la finca salió a subasta, por lo que yo gané en la puja. Sin embargo, al poco tiempo de adquirirla pude observar que después de todo no estaba en demasiado buen estado, y decidí derribarla para construir una nueva. En realidad no la derribé totalmente, aunque sí hice enormes reformas. Por ejemplo, la casa anterior ocupaba casi el triple de espacio que la que posteriormente quedó en su lugar, pero decidí sacar el máximo provecho y vender los metros cuadrados que me sobraban, invirtiendo el dinero en aquello que me pareció más adecuado en su momento. Con el progreso llegaron los enormes edificios compuestos por bloques y bloques de pisos, y cómo no, también llegó el turno a esta parte de la ciudad. Hace ya unos treinta largos años una constructora nos planteó comprar los terrenos, derribar todos los edificios y así dar vida a estos bloques de viviendas que usted puede ahora contemplar. A cambio, a mí y al resto de los hasta aquel momento dueños de los terrenos, nos ofrecieron varios de los pisos y una buena suma de dinero. Al fin y al cabo yo me dedicaba a algo parecido, y al contrario de lo que pudiera pensarse, saqué pingües beneficios de aquella operación. No obstante, hice lo que usted tenía pensado si optase por quedarse con la vivienda; es decir, conservé algunos de los muebles de aquella casa que me resultaron más atractivos y cómodos para mi nuevo hogar, y así me establecí definitivamente en esta vivienda que ahora quizá pase a sus manos, entre ellos el armario del que le he hablado con anterioridad y que fue el único que sobrevivió todo este tiempo.
– ¿Y el resto de las viviendas? ¿Ya no son suyas?
-Mis sobrinos se encargaron de deshacer todo cuanto yo he logrado en esta vida. Sólo me quedaba este piso, y fíjese, incluso deseo venderlo también, aunque ya le he explicado las razones.
-¿Y sus hijos? ¿No tiene hijos? – pregunté un tanto extrañado.
-No… pero he querido a mis sobrinos tanto o más que si hubiesen sido hijos míos, a pesar de lo que han hecho finalmente conmigo. Si supieran…
El anciano se detuvo ante estas últimas palabras. Parecía como si intentara morderse la lengua, evitar contar algo de lo que pudiera después arrepentirse.
– ¿Qué? – alcancé a decir.


© Francisco Arsis (2005) del libro «Aventura en el pasado»

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