Cuento sonámbulo. Por Clara Mencid

atardecer

 

Cuento sonámbulo

Parece que se han vuelto locos. Van, de aquí para allá, tan agitados que no me prestan atención. Qué les pasa, les hablo y me ignoran.

Entra mi mujer, menos mal; seguro que ella me hace caso. Isabel —le digo—, y se pone a llorar, ¿por qué lloras? No contesta. Sé que no he sido el mejor marido del mundo, pero podíamos discutirlo en otro momento. Maldita cama y maldito cuerpo, no puedo levantarme. No me responde nada. ¿Estaré soñando? Seguro, esto solo pasa en los sueños.

—¡Isabel, Isabel!, soy yo, Diego, tu marido  —voceo con todas mis fuerzas.

Creo que me ha oído, se gira hacia mí, uf, por fin, y se me acerca y aprovecho para decirle lo guapa que está, pero como si nada, a lo suyo; me besa y me abraza. Una corriente helada me sacude entero cuando la siento sobre mí llorando. Necesito moverme, incorporarme, pero no puedo. Mi cuerpo no me obedece. ¿Por qué? Tiene que ser una pesadilla, seguro.

Otra vez el médico y la enfermera. Les grito todo lo que puedo:

—Doctor, no sé qué me pasa: mi cuerpo no me obedece y «yo ya no soy yo».

Nada, siguen hablando entre ellos, como si yo no estuviera.

—¡Isabel! ¡Doctor! ¡Enfermera!

Todo es inútil.

Quiero salir de la cama, ponerme en pie, y abrazarme a ti, Isabel. No puedo. ¿Qué me lo impide?

Llega mi cuñada, la que faltaba, y se abrazan. Solo entiendo palabras sueltas: «Ánimo, cuenta conmigo, si Dios lo ha querido será por algo…» Estarás encantada, cuñadita, de verme aquí tumbado como un pelele. Ahora a comerle el tarro a tu hermana y a reírte de mí. Poco tiempo, espera a que pueda levantarme y verás.

Isabel vuelve a mí, me abraza y llora. Siempre ha sido llorona, pero ahora ya se pasa. Isabel, por favor, dile al médico que no siento, que quiero levantarme y no puedo. Y dile que no me oyen, que no me oís. He debido de quedarme sin voz. También se aproxima su hermana y me da un beso en la mejilla. Uy, que me la quiten, no puedo verla y menos soportarla. Se lleva a Isabel, la aparta de mí; lo que has querido hacer toda la vida: separarnos. Y ahora, que me ves adormecido, te envalentonas y encima lo consigues delante de mis narices. Y yo sigo sin poder hacer nada, porque «yo ya no soy yo».

La enfermera retorna de nuevo y saco fuerzas del poco ánimo que me queda y le explico todo una vez más. Nada. Sin respuesta. Ha cogido algo, una sábana, y comienza a extenderla, me cubre entero, cabeza incluida. ¡No!, les grito, ¿qué hacen? Se equivocan. Tampoco sirve.

Ya no veo nada, solo una mancha blanca. Y oír solo de vez en cuando. A Isabel, que no deja de llorar, le dicen que no tiene por que preocuparse. Durante unos instantes silencio absoluto. Poco después me ponen en una camilla, sin mucha delicadeza, estos enfermeros me zarandean como si fuera un fardo, y me meten en un ascensor. Creo que bajamos. Para. Tengo miedo, no puedo ver donde estoy. Vuelvo a gritar, por desesperación, ya sé que no me escuchan. Parece que preguntan a alguien dónde me dejan…

Debo de estar solo, el silencio es inmenso. Y no veo nada, y no siento nada. Tampoco necesito nada.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero vuelven a por mí. Me introducen en otro lugar, estrecho y alargado. Huele a nuevo y a raro. Al ir tapado no puedo ver como es. Oigo coches, vamos por la carretera. Luego paran, debemos de haber llegado. Entramos en una sala, creo que me colocan sobre algo y después abren la tapadera que me cubre. Qué alivio, entra aire, enrarecido, pero aire. Pensándolo bien, no lo he echado en falta. Unos desconocidos me cambian la ropa, me cogen como si fuera un muñeco, sin ningún pudor, ya no respetan nada, se creen que porque no puedo moverme pueden tratarme como a un muerto. Comienzan a vestirme con mi traje nuevo de corte impecable. Se nota que es de firma. Me colocan los pantalones, la camisa blanca, la chaqueta oscura y al final la corbata. ¡Por Dios! Esa corbata no, no me gustan las corbatas negras. Parece mentira, Isabel, con los años que llevamos juntos que no sepas esto. Me vuelven a meter en esa cama estrecha, si no fuera porque no me gusta ser fúnebre, pensaría que es un ataúd.

Noto a mi mujer. Menos mal, me siento tan solo. Isabel, mi amor, acércate y bésame, te necesito. Ya está junto a mí; me besa y vuelvo a ser aquel chiquillo al que un beso le hacía tocar el cielo. Ella puede oírme, seguro, quizás sea la única persona en el mundo que pueda hacerlo. Si no cómo explicamos lo que acaba de suceder.

Cada vez hay más voces, algunas me resultan muy cercanas y familiares. Hablan con mi mujer, le dan ánimos. La verdad es que necesita ayuda, nunca la había visto llorar tanto. Las voces van y vienen. Alguien pregunta a Isabel si prefiere inhumación o que me incineren. Ella contesta que no sabe, que necesita pensarlo. Hay que ver, Isabel, qué cosas se te ocurren. Nunca te hubiera imaginado capaz de hacerme una broma como esta. Porque es una broma, ¿verdad?

¡Isabel! ¡Isabel!, clamo con desesperación. No me hace caso, ya no me oye, nadie repara en mí. Y yo, impotente, debo aguantar un montón de caras curiosas que se asoman para contemplarme con más o menos dolor.

Hablan de la sepultura y de la cremación. ¿Pero quién se ha muerto? No veo ningún muerto. ¿O soy yo el muerto? ¡No! ¿Sí?… Los muertos no ven, no piensan, no hablan. ¿Y sienten? ¿Y siento?… Pero «yo ya no soy yo» .

Isabel, no me entierres, sabes que tengo claustrofobia, si me veo bajo tierra me da algo, seguro, eh. Me moriré del susto. Por favor, Isabel, no lo consientas. No me hagas esto. Parece que me hace caso, ¿me habrá oído? Igual sí, porque les dice que de enterrar nada.

Lo que me faltaba, incineración. Se han empeñado en amargarme la vida. Cuántas veces tengo que decirte que me da pánico el fuego, que las altas temperaturas las llevo mal. Acuérdate de que en verano no salgo a la calle hasta pasadas las diez de la noche. Si no me quieres matar del disgusto, deja de discutir tonterías y olvídate del horno.

Y para rematar el dislate, le preguntan si sabe cómo me gustaría ser recordado. ¿Cómo?: ¡Vivo! Quiero ser recordado vivo y en presente. Dejaos de frasecitas de soplaletras. No hay poesía que arregle esto. Ya está bien, Isabel, como broma lo he aguantado, pero volvamos a la realidad.

Escúchame, Isabel. ¡Isabel! ¿Isabel…? Vivo, Isabel, recuérdame…

 Clara Mencid

Un comentario:

  1. Jo, Clara, precisamente uno de los temas que creo más miedo nos producen: ser enterrados antes de tiempo. Porque, por mucho que los médicos hayan firmado el certificado, este cuerpo está muy vivo, aunque con una vida posiblemente diferente.
    Muy bien llevado todo el monólogo. Me encanta cómo se refleja la relación con la cuñada. Es tan real… Y el terrible final de la certeza.
    Un abrazo.

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