La escalera. Por Segismundo Fernández Tizón

escaleras

Siempre he tenido miedo del silencio que me acompaña al subir de noche las escaleras de los edificios con la luz apagada. Por eso, cuando pude, me trasladé a un piso en el centro de la capital –con ascensor, por supuesto–, y pronto me acostumbré al traqueteo de la pequeña cabina que me llevaba de la puerta de mi casa prácticamente hasta la calle, y viceversa.

Soy un hombre sencillo, de pueblo, aunque alejado de la imagen de provinciano que la palabra sugiere, gracias a que tuve una infancia cuidada. Digo esto para que no piensen que soy un tipo fácilmente influenciable por las leyendas que corren de pueblo en pueblo, desde tiempos que ya nadie recuerda. Y, sobre todas ellas, una en especial, que habla de las criaturas de la oscuridad, que aprovechan las sombras de la noche para raptar a gente que nunca aparece, a los niños en sus cunas, a los viejos que viven solos…
Por eso ahora dejo este mensaje en la grabadora del móvil, para que nadie tenga dudas sobre lo que ha pasado esta noche… Al fin, «ellos» me han encontrado, y han venido a por mí.

Como creo que ya me queda poco tiempo, seré breve… No puedo decir de dónde han venido, ni si estaban aquí antes de que yo llegase. Nada más alcanzar el descansillo del primer piso, un sentido casi animal de supervivencia me dijo que algo extraño ocurría. No era una oscuridad normal, como la que se produce en un apagón corriente… Esta tenía algo de diabólico. Sí, sé que suena extraño; pero, créanme, todo estaba más oscuro esta noche. Y los ruidos…

Lo cierto es que en un primer momento achaqué a algún aparato de radio del edificio, o alguna televisión, las voces casi inaudibles que percibía mientras subía a tientas escalón tras escalón, mientras comenzaba a sentir una creciente angustia que conocía muy bien, pero contra la que me era imposible luchar. Percibí desde el primer instante que el sudor dejaba rastro de mis dedos en el pasamanos de la escalera, pero con una sonrisa que intentaba armarme de confianza alejé de mi mente los miedos infantiles que me rondaban, y ataqué vacilante el siguiente tramo de escaleras, notando un escalofrío cuando me di cuenta de que, desde el momento en que lo iniciaba, el portal del edificio, y, por descontado, la puerta de acceso a la calle –a la libertad–, quedaba fuera de mi vista.

El frío, ahora pienso en el frío, pero en esos momentos no se me ocurrió detenerme en ese detalle. Eran aproximadamente las dos de la mañana, sí; pero, en pleno mes de julio, la temperatura era bastante veraniega. De hecho, todavía llevaba la chaqueta plegada en el brazo cuando entré en el edificio. Pero, incluso antes de llegar al descanso que anunciaba el primer piso, había tenido que ponérmela sobre los hombros, pues el roce con las paredes, a tientas, era sorprendentemente gélido.

Mi primer impulso fue retroceder a la seguridad de la calle. Pero el mismo razonamiento me hizo sonreír amargamente, pues el barrio donde vivo es cualquier cosa menos seguro. Camellos vendiendo impunemente por las aceras, mujeres de todo tipo y condición ofreciendo su cuerpo a los viandantes, por unas monedas o incluso algo de comida… Pero, de repente, un ruido que llegó del portal me hizo subir, aunque más que decisión confieso que fue vergüenza de que algún vecino me encontrase allí a aquellas horas, dudando entre subir o bajar las escaleras, con claras muestras de no estar pasando un buen rato por aquella inesperada situación. Por tanto, seguí escalando, extrañado al pasar por el primer piso, de que ni las pequeñas luces de emergencia que habíamos colocado hacía tan solo un par de meses, funcionasen durante el apagón.

Entonces las oí con más claridad. Al principio eran unos sonidos agudos, casi inaudibles, como risitas de niños jugando, pero había algo en ellas que era… cómo decirlo… diabólico. Sí, esa es la palabra. Sonaban como juegos, pero había en ellas esa maldad que se detecta por instinto, que algo en nuestro interior capta y hace que se encienda una luz de alarma en nuestro subconsciente, que nos avisa de que «algo» dormido desde hace miles de eras ha vuelto a la vida y nos busca.

Con el corazón paralizado, presté atención a aquellos ecos que rompían el silencio de una forma tan terrible, y estos se fueron haciendo cada vez más nítidos, como cuando nos acercamos a una cascada y, a medida que nos aproximamos, podemos separar cada sonido de la naturaleza que nos rodea. Poco a poco aquellas vocecillas agudas y chillonas –digo chillonas aunque eran casi inaudibles, porque a mí me retumbaban en los oídos con una fuerza aterradora– se adueñaron de mi mente, y de la oscuridad que me rodeaba; cuando me pude dar cuenta, aquellas voces sonaban directamente en mi cabeza.

―¡¡Quédate dondessstássss… táásss… tássss…!! ¡¡Noooo huyasssss de nosotroooos… trosss… trrosss…!!

Aquello fue suficiente para que mis terrores explotasen dentro de mí y se adueñasen de todo mi sistema nervioso. Sabía que no podía echar a correr escaleras abajo, aunque estaba más cerca de la calle que de la puerta de mi casa. Ahora estaba seguro de que ningún vecino había entrado tras de mí, que eran «ellos» los que dominaban toda la escalera, aunque no los viese. Y ese era el terror más grande, no saber si podría alcanzar la seguridad de mi casa, ni siquiera si estaría a salvo aun en caso de conseguirlo y poder entrar a tiempo.

-¡¡¡¡No llegarásss a tiempoooo… pooo… pooo… Tenemos hambreee… breeeeee…!!!!

Entonces corrí. No sabía prácticamente nada de aquellas escaleras, eran un mundo desconocido para mí, y me sentí como un invasor en un planeta que no era el mío, perseguido por sus verdaderos moradores… Corrí, fiándome del pasamanos para adivinar en la medida de lo posible la distribución de los escalones, mientras el gorjeo de pequeñas voces iba convirtiéndose en un zumbido macabro que amenazaba con hacer estallar lo poco de raciocinio que ya en estos momentos me quedaba…

De repente, al llegar al tercer piso, algo me hizo tropezar. Imaginé que sería una bolsa de basura abandonada allí por algún vecino, y rápidamente pensé en dejarla en el final de aquella escalera para que lo que fuese que me perseguía encontrase un obstáculo que al menos me permitiese ganar unos segundos, así que estiré la mano para recoger el bulto del suelo y usarlo en mi defensa.

Recordé tarde que en aquel piso no había vecinos. El edificio estaba medio vacío todavía… Cuando quise retirar la mano, aquella maldita cosa ya la había sujetado con unos brazos diminutos pero sorprendentemente fuertes, y clavó con furia unos dientes afilados como cuchillas que me hicieron sentir punzadas de dolor, acentuadas por el terror que suponía saber que aquellas voces tenían cuerpo, un cuerpo peludo y ominoso cuyas minúsculas garras se clavaban en la carne de mis palmas intentando no soltar su presa, mientras su grito de llamada pretendía atraer a quién sabe cuántos como él, en una dantesca invitación al banquete que se avecinaba.

Fuera de mí, agarré como pude a aquel ser, y sin más lo lancé escaleras abajo, pensando que si intentaba matarlo perdería un tiempo precioso para sobrevivir. Y de nuevo corrí, corrí, sintiendo ya a mis espaldas el bullicio de aquella turba maligna persiguiéndome, acortando terreno con cada paso. Por la proximidad del ruido, supe que nunca lo conseguiría.

Algo tiró de mí. Presa del pánico, noté docenas de pequeñas patas en la oscuridad agarrándose a mis ropas, abalanzándose sobre el cuello de mi camisa, arañando sin piedad los bajos de mi pantalón hasta llegar con sus aceradas garras a mis tobillos… El dolor solo era comparable al terror que se había apoderado de mí. ¡Dios mío, no podía morir así! Bruscamente, agité los brazos sin saber cómo deshacerme de ellos, sin una sola palabra, sin un solo grito, pues quería guardar fuerzas para llegar a mi casa, en un último y desesperado intento. Al notar libre mi brazo, busqué en mi bolsillo las llaves, y a tientas escogí la que abría la puerta de entrada, para tenerla preparada en el último instante, rogando a Dios que me dejase acertar a la primera en la cerradura.

Al llegar al descansillo del cuarto, mientras me apoyaba en el marco del ventanuco que daba claridad a aquel tramo de la escalera, tuve una fracción de segundo para observar que los edificios de las otras calles sí tenían luz, y me pregunté si el apagón era obra de aquellos seres que hoy, de alguna pecaminosa forma, habían regresado de Dios sabe qué mundos para devorar lo poco de humanidad que quedaba en mí.

La certeza del final que me esperaba dio nuevas fuerzas a mi desesperación, y seguí subiendo, lamentando no haber escogido un piso más cercano a la calle, con lo cual habría podido salvarme en una carrera más corta, y descansar ahora a salvo en el salón, a la luz de las velas que guardaba para las ocasiones como ésta. Apremiado por el intenso griterío que quería hacer estallar mi cabeza, y mi ya destrozado sistema nervioso, volé sobre los últimos escalones que me separaban de la libertad, y respiré algo más aliviado, aunque todavía tenso, al apoyar todo mi cuerpo sobre la puerta de acceso a mi apartamento, mientras buscaba el orificio de entrada de la llave.

Fue entonces cuando el silencio me hizo darme la vuelta.

Ahí estaban, con sus diminutos ojillos amarillentos, mirándome con una mueca que –¡¡oh, Dios, no me creerán!!– me hizo apartar hipnotizado la mano de la cerradura, mientras en mi cabeza se formaban imágenes terribles de docenas, de cientos de esos seres inundando aquellas escaleras, las escaleras de toda la ciudad, de todas las ciudades, buscando el momento propicio para poder alimentarse de nuevo. Imágenes de otras eras lejanas en el tiempo y en la materia conocida, antes de toda vida; tan terribles que su solo indicio fue causa para que un terror más allá de toda curación se apoderase de mí. Con mi último hálito de consciencia, me obligué a mí mismo a meter de nuevo la llave en su lugar en la puerta, y, girándola con las dos manos, sin dar la espalda a aquellas obscenidades que me sonreían diabólicamente, casi relamiéndose, empujé con todas mis fuerzas, y cerré tras de mí asegurándome de que ninguno había entrado por un descuido, ni siquiera por el umbral.

Levanté la pequeña plaquita de la mirilla, para asegurarme, y lo que vi me sorprendió enormemente. De los cientos de pequeños ojillos resplandecientes que me habían taladrado con su hipnótica mirada momentos antes, no quedaban más que algunos, que por el movimiento podría jurar que habían dejado de interesarse por mí, al creerme a salvo tras el amplio portón de seguridad que me separaba de ellos. Aliviado, me di la vuelta, pensando que era momento de encender alguna vela, y servirme un trago que me ayudase a olvidar lo ocurrido, mientras cavilaba si sería buena idea o no avisar por teléfono a la Policía…

¡Cómo había podido ser tan tonto!

En ese mismo instante supe que ya no había esperanza para mí. Al volver la espalda a la puerta y al horror que quedaba en las escaleras, mi cerebro se hundió en un paroxismo de abatimiento y terror primigenio cuando, de todos los rincones del pasillo y las habitaciones, comenzaron a brotar pequeños puntos de luz amarillenta, moviéndose en todas direcciones, y una repugnante marea de risillas irónicas volvió a estallar en mi cabeza…

Así que eso era. Los seres de la escalera eran sólo los que me llevaban a la trampa que me encierra ahora entre dos legiones de este horror que se acerca inexorable, sin piedad, en busca de alimento, y, esta vez, me ha tocado a mí…

Ahí vienen… ¡¡todo está perdido!! ¡¡Ahhhh… sus dientes!! ¡No! ¡NOOO!

Segismundo Fernández Tizón. Foto: Joaquín Zamora

Segismundo Fernández Tizón

8 comentarios:

  1. Todas las mañanas subo a mi despacho por las escaleras. No enciendo la luz porque soy tremendamente ahorrativa. Hoy me ha dado igual. Que nos cruja Endesa.
    Ya hablaremos, Segis…

  2. Segismundo Fernandez que tiemble King si te propones hacer un relato más de estas caracteristicas.

    Me ha sorprendido muchísimo leer al poeta en este nuevo registro, que, aunque diabólico, me ha entusiasmado.

    Genial!!!

  3. Segis, qué cosas se te ocurren. ¡Qué miedo! Con historias como esta yo creo que te harás de oro. Enhorabuena.

  4. ¡Hombre esto no se hace! ahora no voy a poder subir mis tres pisos. Enhorabuena porque además de poeta eres un gran narrador de historias. Venga, haz una de un ascensor, pero que no sea de miedo. Un abrazo.

  5. Segismundo Fernandez

    Sois muy amables…si habéis tenido un poquito de miedo me doy por satisfecho…y prometo que el próximo será mas alegre…hummm de un ascensor? Veremos a ver…jijiji

  6. Muy bueno tu relato, Segis.
    Tienes que escribir del ascensor y del miedo visceral a ese alguien que esté debajo de la cama…entre otros muchos terrores, aunque no podemos olvidar que a veces la realidad supera la ficción en estos temas,jejeje.
    Un abrazo.

  7. Rosa María Fernández Gómez

    Enhorabuena…me has tenido en vilo hasta el final..

  8. María Dueñas

    Curioso leerte en esta temática, cómo siempre te digo ….eres una caja de sorpresas. El problema lo tendré yo ahora al subir por «esas» escaleras.
    Un beso Segis.

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