Tita Chinita era la menor de seis hermanos. Su padre, mi abuelo, era medico de pueblo, de esos que servían lo mismo para un roto que para un descosido. Atendía partos, entablillaba huesos, curaba gonorreas o resfriados. La consulta la tenía en la primera planta de la casa que habitaba en la calle Mayor. Constaba de tres salas, la de espera, el despacho, y una especie de laboratorio pertrechado con una vitrina en la que había tijeras, bisturí, una cajita metálica donde hervía las agujas y jeringuillas de cristal, un bote donde guardaba algodón, una caja para gasas, un autoclave y hasta ¡oh milagros de la ciencia!, un pequeño microscopio. Mi abuelo hacía, él mismo, sencillas analíticas. Cuando tita Chini fue quedando mocita vieja aprendió los rudimentos del análisis y la desinfección, y le ayudaba al abuelo. Hasta que se casó con tito el de las cuadras, un viudo con fama de mujeriego, del que decían que había matado a su mujer a base de cuernos. A tita Chini no le importó, decía que la primera mujer era una pavisosa, y que a ella más joven y espabilada no se los pondría. Los primeros años fueron medio bien, pero enseguida tito, el de las Cuadras, fue tirando de nuevo al monte. Los rumores crecían por el pueblo, y hasta decían que lo habían visto en la capital del bracete con otra.
Mis papás, cuando salían, me dejaban con tita Chini, cosa que a ella le encantaba, porque su vientre ya perezoso no le había dado hijos. En una de aquellas ausencias, cuando los rumores del pueblo corrían calle abajo, ella me dijo quería cocinar algo especial para su marido. Mientras ella cocinaba, yo acercaba una silla bajita al poyete y la observaba en su trajinar por entre sartenes y ollas.
Perdices, cocinó perdices, y allí con esmeró las desplumó, las decapitó, les abrió el buche, su poquito de laurel, su poquita de pimienta, su poquito de clavo, todo rehogadito en cebolla caramelizada. Entonces abrió un bote que a mí me era familiar, aunque en ese momento no asociaba su procedencia, llevaba una pegatina en letra gótica que ponía Sales de Heparina. Espolvoreó con ella todo el asado, mientras me decía: verás que sabroso y bueno le va a saber a tu tito. Yo relamiéndome de gusto le pregunté: ¿para mí no hay perdices tita? No cariño, nosotras vamos a tomar chocolate con picatostes. Esto es para tito, cuando regrese de madrugada, tan cansado, pobrecito.
Aquella noche a tito Cuadras le dio un jamacuco, se quedó privado, lo pasó malito y a los dos días se fue al campo de las malvas.
María Isabel Peral del Valle
Tita Chinita es un relato cruel. De una crueldad fria, rápida y terminal. Como todo buen relato alberga una tensión escondida en pequeños acciones que discurren en lugares cotidianos, con un tono de ligereza, cercano al humor, lo que incrementa el horror del final.
Es un relato que concibe limpiamente y sin remordimientos una mente femenina, tan cansada del agravio íntimo, que prepara con amor a la cocina la última cena de
Tito el de las Cuadras.
Tita Chinita estaba convencida que después de la boda la perspectiva era comer perdices, y pone todo de su parte para que así sea.
Cuando Tito el de las Cuadras se sentó a comer el asado y probó el primer bocado , levantó la vista y miró a su mujer a los ojos. Sintió una profunda pena de sí mismo, y a duras penas pudo reprimir el sollozo y las lágrimas. Habia llegado para confesarle a Tita Chinita que acababa de romper para siempre con su amante y que había comprendido que solo ella era su amor verdadero.
Le pidió que por favor le subiera para la ocasion la mejor botella de vino, escondió el asado, dejó limpio el plato y escapó al monte.
Ahora vaga entre la ciudad y el campo , llorando el amor vedadero, perdido en interminables paseos o en un rincón a veces de las salas de conciertos, su único consuelo.
Hola Rafa: me conmueve tu tierno y sincero romanticismo. Besos