No sientan lástima por mí. Puedo soportar casi cualquier cosa; de hecho, he padecido tantas infamias que muchas veces llego a avergonzarme, pero no tolero inspirar compasión.
La realidad es implacable: por mucho que te empeñes en ignorarla, jamás te corresponde. Puedo decir muchas cosas sobre él, y casi ninguna buena, si bien no le puedo echar en cara que me engañase; si he de ser honesta conmigo misma, debo admitir que fui yo la que me engañé cuando pensé, con toda mi ingenuidad, que podía hacerle cambiar. Él siempre se comportó tal como era, o al menos conforme a la imagen de sí mismo que quería transmitir al resto del mundo.
Cierto es que, cuando nos conocimos, yo tenía la cabeza llena de pájaros; él me hizo plantar los pies en el suelo, a fuerza de bofetones, y aun así seguí transigiendo bochornosamente. Después he pensado infinidad de veces sobre ello; no obstante, reconozco que la mayor parte de ellas me he limitado a tratar de justificarme, sin éxito alguno. No se pueden racionalizar los sentimientos: uno puede negarlos, en vano, o asumirlos, mas de ningún modo explicarlos. Él era verdaderamente guapo, todavía lo sigue siendo, y eso que ha desmejorado bastante; aunque eso no sirve para explicarlo todo ni las cosas fueron nunca tan sencillas. Para hacer honor a la verdad, lo que contribuía a prestarle mayor atractivo era justo ese aire de peligro permanente que parecía emanar de él.
¿Puedo tener, entonces, derecho a quejarme? He meditado mucho sobre esto y, desde luego, tengo claro que nadie debería cometer las tropelías de las que fui víctima; aun así, no termino de eximirme de mi parte de culpa: jamás debí haber estado con él o, en todo caso, debí abandonarlo en cuanto que manifestó las primeras evidencias de cómo iba a ser la vida en común.
Estas cosas no son sencillas; nunca lo son; sólo pueden serlo nuestras ideas, incapaces de abarcar de forma adecuada la complejidad de un mundo que nos envanecemos de entender. Cuando por todas partes te ves abocada a una realidad, por desagradable e irracional que esta sea, es demasiado fácil asumir que ese es el nuevo orden de las cosas. Mi padre jamás me entendió y, mucho menos, me apoyó; es más, ni siquiera me creyó. Nunca podré olvidar el desprecio y el menoscabo que padecí la única vez que me atreví a suplicarle ayuda; llevaba poco más de seis meses casada y, aunque él ya me había puesto la mano encima en más de una ocasión, esa fue la primera paliza merecedora del nombre que recibí. En cuanto que él se metió en el dormitorio, huí corriendo a pedir auxilio a mi padre; me había partido el labio y también sangraba por la nariz; quien me había criado tan sólo fue capaz de mirarme con desaprobación y exclamar:
– Tu madre, que en gloria esté, jamás me dio motivos para ponerle la mano encima.
Él mismo me llevó de nuevo a casa. Cuando llamó a la puerta –se empeñó en hacerlo a pesar de yo disponía de llaves– y él la abrió, se limitó a mirarlo con severidad. Si hubiese vivido mi madre habría sido distinto; estoy segura de que ella lo habría entendido. Mi padre siempre desaprobó mi matrimonio; él no le gustaba, pero creo que yo le gustaba aún menos: me consideraba poco menos que una puta, a la que no sabía cómo manejar desde que mi madre nos dejó, y, en cierta medida, mi boda debió producirle alivio.
Admito que nunca me había preocupado demasiado por aprender a hacer las cosas de la casa. Cuando vivía mi madre, ella se encargaba de todo; durante los seis meses que mediaron desde su repentino óbito hasta mi boda, las tareas domesticas no eran lo más importante, y nos apañábamos de cualquier modo. Con él era distinto; el primer guiso que preparé tras nuestro viaje de novios –lentejas, su plato favorito– me lo arrojó a la cara. Por fortuna, no estaban demasiado calientes y el episodio se quedó en una vergonzosa humillación, la primera de una larga serie.
A pesar de las vejaciones y de los golpes, debo confesar que lo que más me dolía era la vergüenza. Cuando se vive en un pueblo, no demasiado grande, hay pocas cosas que se puedan pasar por alto, mucho menos si son tan evidentes como un ojo morado o una nariz reventada; sobre todo si reaparecen con una regularidad que convierte en ridículas las primeras y torpes excusas.
Ni siquiera puedo afirmar que tuve el arrojo de abandonarlo, pues fue él quien me dejó a mí. Si te repiten a cada momento que eres una vaga y una inútil, de modo ineludible terminas creyéndolo; al final, acabé pasándome el día tumbada frente al televisor. Me cambió por una más joven, apenas cinco años menos, aunque mis poco más de treinta años de entonces, dado el estado de abandono en el que me había sumido, se antojaban cincuenta.
Un martes de marzo, se presentó a media tarde y me levantó a patadas del sofá; después, me obligó a hacer una maleta apresurada y me echó a la calle. Incluso así, todavía me demoré más de una hora sentada en un banco, frente al portal, hasta que salió y me expulsó de nuevo a golpes, como a un viejo perro sarnoso. Más tarde, supe que al día siguiente ella ya estaba allí; no me atreví a volver para comprobarlo, pero en un sitio pequeño estas cosas se terminan por saber.
La vida desde entonces no ha sido fácil; trabajo fregando suelos y el salario apenas me alcanza para vivir, si bien he recuperado la dignidad. A pesar de todo, no puedo negar que, cuando me crucé con ella y vi su cara llena de cardenales de todos los colores, atornasolados según su grado de antigüedad, sentí una indudable satisfacción. La evidencia de que ahora fuese ella la víctima de turno no borraba el hecho de que, a causa suya, me había visto en la calle y forzada a vivir de la misericordia. Ella también me reconoció, mas se limitó a apartar la mirada.
Cuando llaman a la puerta de madrugada, uno siempre se imagina que se trata de alguna desgracia, en especial en un pueblo, donde no existe esa clase de gamberros y hace tiempo que los borrachos están en casa. La mirilla estaba casi cegada por una mano de barniz, por lo que atisbé por la rendija que permitía abrir la cadena: tenía la cara reducida a pulpa y no decía nada, se limitaba a gemir y a hipar. Volví a cerrar la puerta.
Si se han cerrado los ojos a tantos oprobios, ¿qué puede importar uno más? Por supuesto que me inspiraba lástima, no soy inhumana, como él, pero cargo con mi propia penitencia; en todo caso, soy la última persona del mundo a la que debería haber acudido, pues, a pesar de todo cuanto había sufrido, aquel abandono fue uno de los golpes más dolorosos que encajé.
No puedo conciliar el sueño; aunque ha pasado más de media hora, vuelvo a abrir la puerta y ella continúa allí.
– Ven, pasa.
En este momento, me doy cuenta que he completado con creces mi cuota de cerrar lo ojos, y que no podré volver a hacerlo nunca más.
– Emergencias cero, uno, seis ¿dígame?
– Quiero denunciar a un agresor, reincidente.
Encadenados:
Me temo que no comprendiste del todo el sentido del cuento: la protagonista asume su parte de culpa por el hecho aguantar las vejaciones en lugar de rebelarse contra ellas, pero, en este caso, como siempre que hay una agresión, la culpa no es más que del agresor, sea este quien sea, hombre o mujer. No puede ser de otro modo.
Hola, Valentina.
He leído tu relato y los comentarios que se han dado hasta ahora y quisiera comentar algo yo también.
Tu cuento no trata un tema que me interese especialmente pero no por ello te diré que está mal. Gustos aparte, es un cuento y está bien narrado.
Me ha parecido, quizá, que usas frases muy largas y que no usas español de España. Este es un punto a tener en cuenta. Si no es así, olvida esta frase, pero si no eres de Españal, deberíamos tenerlo en cuenta porque nuestra forma de pensar y de narrar son diferentes. Y, aunque no me sienta cómodo con un cuento escrito en América, porque no encaja con mi español, si nos centramos en el contenido y no tanto en el continente («continente» en doble sentido), he de decir que has hecho un buen relato.
Asimov:
Gracias por tu amable comentario.
En cuanto a la temática, mi opinión es que no hay temas buenos o malos, sino buenas o malas formas de abordar un tema. Sirva como ejemplo «Instrucciones para dar cuerda al reloj», de Cortázar.
Por lo que respecta al lenguaje, creo que no aparece en el cuento ningún localismo, por lo que no importa dónde esté escrito. A título personal, detesto la moda de escribir con estílo telegráfico, con oraciones de no más de diez palabra y el punto y seguido imperando como el único signo de puntuación. Juan Manuel de Prada o Félix J. Palma son españoles y hacen un uso florido y exquisito del lenguaje.
Aunque es evidente que disentimos en muchos puntos, tu contribución ha sido enriquecedora.
Suerte y gracias de nuevo.
por supuesto que la culpa mayor es del agresor, pero no siempre la víctima reconoce su parte. estoy en contra del machismo y no sólo de los golpeadores de mujeres sino de la violencia contra la mujer en todas sus formas. porque hay otras violencias que no dejan huellas visibles.
Saludos. No me esperaba el comentario que has dejado en mi cuento, sobre todo, teniendo en cuenta que el comentario que hice sobre tu cuento no fue muy positivo. En cualquier caso, muchas gracias. Para nada me desanimo, te puedo asegurar que las críticas que me hacen mis amigos, aquellos a los que suelo pasar mis cuentos, son mucho más duras que las que me hacen aquí. Ya he dejado escrito por ahí que aquel que se desanime por una crítica negativa de su escritura es que realmente no le gusta escribir. Porque ¿para qué escribimos? Que cada cual se dé su respuesta.
Saludos y buenos cuentos.
Un relato coherente, fácil de leer que pone de relieve la reflexión de una mujer que sabe que tiene parte de culpa en lo que le sucede. Me ha parecido valiente por eso, normalmente se tiende al autoengaño y al victimismo.
Suerte
Enrique:
Parece ser que no termino de explicarme bien, curioso defecto para alguien que se dedica a escribir. El hecho deque la protagonista asuma su parte de culpa (y sólo por transigir) no significa que la tenga. Como ya respondí arriba, la culpa únicamente puede ser de quien agrede.
Saludos y gracias por molestarte en comentar mi cuento.
Valentina,a lo mejor he sido yo el que no se explica bien…..:)
No he entrado a valorar ningún personaje mas del cuento ni el tema que trata, he hablado de las reflexiones de la protagonista que «siente verguenza» y reconoce que : «Si se han cerrado los ojos a tantos oprobios…»
Transigir a este ese punto no la hace merecedora ni culpable de ningún maltrato, eso nadie lo niega, pero es valiente reconociendo que es un error. Es mi perspectiva de esta lectura, que es lo que aprecio, en ningún caso la intención del autor.
Saludos
Un tema escabroso y difícil…
Suerte
Gracias por la oportunidad de leerte. Vote tu cuento. Me parecio de gran nivel. Espero que tambien leas el mío y le pongas nota. Mucha suerte y no abandones el oficio de escribir…