Llegarán, todo el mundo aquí lo sabe, todos han voceado las nuevas malas de las aldeas vecinas y han corrido a agigantarlas con dolorosos adjetivos, y han imaginado los mil rostros resecos del invasor.
Por eso los chicos juegan a empujarse, a correr por las veredas angostas esbozando fusiles invisibles con los dedos índices de ambas manos, explotando sus bocas en sonoras onomatopeyas, fingiendo herirse y continuar heroicamente. Por eso los hombres amargan el rictus, aguardan en vano que las tropas leales salven al pueblo, a este último bastión intacto que el enemigo atacará, impiadoso, dibujándose difusamente allí a lo lejos, en la redondez misma de la tierra, para luego encarnarse en las arterias del poblado con el olor a guerra del metal, de los caballos, de la pólvora.
María Inés los ha visto temerosos e inquietos, y casi no comprende que ahora ya no la observen con el hambre que su virginidad despierta, sino con la apatía con que se mira a una tonta que nada entiende. Han murmurado sobre el cura, le han dicho cobarde por no armarse, traidor por negar el templo para precario cuartel. Pero ella se niega a las sugestiones; camina sin responder, compra fruta o pan, busca vino sin rebajar para la misa y vuelve una vez más a los pasillos ocres en que el incienso reemplaza las ya ausentes letanías. El Padre Francisco la ve llegar en silencio y disimula, nada dice de los impíos que ya no rezan, que piden sangre. Él la ha criado casi, le ha enseñado las letras, la aritmética improbable, la doctrina cristiana; ella le obedece, le cocina y hasta sigue el recitado de los oficios sin fieles; ambos, con cuidada distracción, han obviado los espejos, los perfumes, las respiraciones y la carne.
Pero llegarán, claro, nadie lo desmiente. Con los días, el miedo ha acortado las tardes más que el invierno. Las casas se anochecen apagando las lumbres, quitándole vista al supuesto enemigo para emboscarlo. El Padre Francisco observa enrojecerse las calles vacías desde su cuarto; desde el campanario bate el badajo una y otra vez anunciando la novena vespertina, y las campanadas sin respuesta se multiplican hasta el hígado mismo del crepúsculo.
En la capilla, María Inés lo espera; rosario en mano, inclinará su cabeza al verlo entrar y, ante la orden, comenzará el murmullo con sus labios que nunca han besado, y apartará cada cuenta con esos dedos que jamás han acariciado la piel de un hombre.
Luego cenarán callados y distantes. Nada dice un legítimo cristiano de su prójimo, nada esgrime un verdadero pastor en contra de las ovejas que han rehusado del camino de su mano y sólo piensan en sangre, en defenderse, en que no existe Dios que las salve.
Esa mañana los claustros lucen más vacíos; las damas ya no traen su prole a la catequesis y el bullicio exterior hace más ancho el silencio; algunas palabras se cuelan y el cura querría no oírlas, pero “heridos” y “muerte” y “combate” parecen resonar con más fuerza en los paladares enfermos de odio.
Ya están cerca… ya llegan…, ya no hay quien lo dude; quizá esta misma tarde, acaso con la luna y, entonces, los cadáveres serán más blancos o más irreconocibles, y el humo más negro, y los gritos más anónimos y tristes.
El sol se ha derrumbado, algo de su ojo carmesí se asoma en la línea inalcanzable que junta cielo y tierra. Todos esperan escondidos con sus armas de mano, con el agua hirviendo, con el aceite para hacer arder las callejuelas como inamovibles ríos de llamas.
Pero los invasores son decenas, cientos…; cabalgan, disparan, incendian, blanden sus hierros, saquean, asesinan sin piedad y se adueñan del mundo.
El pueblo se ha acallado nuevamente. La tropa vencedora desmonta y sus pasos, camino al oro de la iglesia, se agigantan como un diluvio.
El Padre Francisco los ve llegar y corre, corre hasta María Inés y la toma de un brazo y la esconde en su cuarto. Los triunfadores buscan, roban cruces y reliquias, y hasta el sagrado cáliz… Buscan, buscan… Los borceguíes repican en la escalera. Ya llegan hasta ellos, sí, la música de la muerte se acerca, se esparce por los escalones como la melena de un decapitado.
María Inés comienza a rezar, pero el Padre Francisco le arranca el rosario de las manos, y la toma en sus brazos. Los golpes del enemigo resuenan en la puerta ya a punto de derribarse; y ellos se desnudan y se abrazan, como dos animales en celo.
Trepidante el ritmo y la historia, aún más el final entre tanta desolación.
Enhorabuena y suerte
Un nivel profesional de narración. Es extraño que este cuento no tenga más comentarios