Ha muerto el tío Tresdedos. Mi madre me ha puesto al tanto por teléfono. Luego hemos estado hablando de él y del temor que le infundía a mi abuela.
Sería muy mayor, porque ya era viejo la última vez que lo vi y han pasado más de veinte años. Recuerdo del tío Tresdedos la cara llena de mataduras, la cabeza cuadrada, los pelos blancos que asomaban por el cuello de la camisa, los dientes negros, la ropa raída, sus canciones; sin embargo, en un primer momento no hice memoria del episodio que mi madre me contaba.
—¡Qué pánico le tenía la abuela! Era algo que podía más que ella.
Mientras hablaba empecé a situarme. Lo recordé saludándola cuando pasaba por delante de su puerta. Le gritaba «¡Loooola!». Me chocaba que mi abuela no le dirigiera la palabra. De pequeño, si el tío Tresdedos andaba cerca, ella me apretaba más la mano y se apresuraba.
—¿Tú te acuerdas del disgusto que cogió aquella tarde?
La tarde en cuestión se ve que mi abuela, la pobre, pilló una llorera de tres pares de narices.
—Buen susto que nos dio cuando la vimos entrar en casa en ese estado de nervios.
Corría el mes de mayo y del invierno sólo quedaba ese aliento lejano del frío. Por las tardes la gente del barrio empezaba a sacar las sillas a la calle. Algunos se juntaban en corrillos delante de la puerta de alguna casa. Otros preferían la soledad, forzosa o no, y simplemente se sentaban y veían pasar la gente de aquí para allá escudriñando rutas y quehaceres ajenos. A los otros pertenecía el tío Tresdedos. Era impopular; no caía bien en el barrio. Muchos lo tenían por loco. Pero, aunque la gente no se juntara con él, era el perejil de todas las salsas.
Los niños del barrio, a salvo de la tiranía de las ciudades grandes, podíamos jugar a nuestro libre albedrío en nuestro paraíso. Los mayores restringían nuestro ámbito y con echar un vistazo se quedaban tranquilos. Mi abuela solía sentarse con los de la panadería y desde allí no me perdía de vista. Yo pasaba las tardes entre juegos infantiles, viajes a la heladería y vueltas en bicicleta.
—¡Si me ha reñido veces por no prohibirte hablar con él!
Los niños éramos de los pocos que nos arrimábamos al tío Tresdedos. Para nosotros siempre tuvo un halo de misterio que lo hacía atractivo. Nos maravillaban aquellas canciones, los dedos amputados, el tatuaje de su brazo con aquella chica desnuda… Yo lo imaginaba con un pañuelo atado en la cabeza, un loro sobre el hombro y una pata de palo.
La gente solía hablar sobre él y a los chicos nos desaconsejaban su trato. Todos teníamos una imagen irregular del tío Tresdedos, escuchada de retales de conversaciones: unas hablaban de la Guerra, otras de cómo perdió los dedos, de su familia, de una paga que el gobierno le concedió recientemente.
Él se sentaba frente a su puerta, siempre con algún papel en la mano, todos ellos insustanciales: folletos comerciales, avisos de la asociación vecinal, el TP, incluso hay quien dice con el tono de estar contando una auténtica aberración que un día lo vio leyendo la novena de la Virgen de los Desamparados. Con su voz de bajo, murmuraba largas ristras de palabras sin sentido. Mi abuelo decía que no sabía leer, que se hacía la ilusión, pero que en verdad nunca había ido a la escuela.
—Y vosotros, cuanto más os lo decíamos más lo rondabais.
Cuando estábamos aburridos nos arrimábamos a su vera y le pedíamos que nos cantara alguna copla. Nos hacía gracia. Con la mano buena acompañaba las estrofas de su cante: «Aunque te digan que sí, aunque te digan que no, como no te ha querido nadie te quiero yo». Y tras el esfuerzo espiraba el aire sucio del vicio. Nosotros decíamos que espantaba las moscas mientras cantaba y mi abuela que iba trompa. Nos burlábamos, pero él no hacía ni caso porque se divertía haciendo de bufón para nosotros. Nos preguntábamos si los pelajos blancos que le salían de la camisa los tenían todos los hombres y de ese tamaño.
Iba sucio y olía mal, mi abuela decía que era un guarro.
—Se le puso entre ceja y ceja que os pegaría alguna enfermedad de guarros.
Pero a mí me hacían mucha gracia sus canturelas y la desobedecía continuamente.
—Mi padre la contradecía.
Es verdad, a mi abuelo no le gustaba que se metiera con él y aseguraba que aún hacía mucho, que a saber cómo se las apañaría él mismo sin tener a nadie que le lavase la ropa.
—Tu abuela se crecía. «Tú, aún eres más anarquista que él», le respondía.
Los hombres decían que era un putero. Muchos se habían encontrado con él en la calle Caracol, antes de la Guerra. Yo no entendía por qué lo criticaban: si lo habían visto sería porque ellos también iban, ¿no?
—Cuando os arrimabais a él, la abuela dejaba de conversar. La pobre se erizaba. No perdía de vista ni un solo detalle.
Aquella tarde nos disponíamos a escuchar un nuevo recital. Era una canción que no habíamos oído antes: «Visca la República del mes…»
—Y cuando escuchó aquella canción…
Apenas comenzada la primera copla, sentí la mano de mi abuela que me agarraba de la manga y tiraba de mí con fuerza.
—De un estirón te trajo a casa. Pero llegó en un estado de nervios como yo no la he visto nunca. Resoplaba como un caballo, aturdida. El abuelo, pobre, se puso blanco como la pared de ver el estado de nervios en que se encontraba. Le acercó un pañuelo para que se enjugara el sudor. Tú te pusiste a llorar.
Mi abuela daba crédito a lo que contaban del tío Tresdedos. Decían que de niño trabajó en una cuchillería y que en un accidente perdió los dos dedos de la mano derecha. Salieron volando; los recogieron a dos metros de distancia. Tras el percance lo despidieron. Después, cuando vino la República se afilió a la CNT y fue de los que, fusil en mano, se apostaron frente al cuartel de Alcoy hasta que los militares se rindieron. Por lo visto se significó bastante a principios de Guerra y fue enlace de algún ramo del sindicato. Dicen que por eso terminó viviendo en Ibi, que él era de un pueblo cerca de Muro.
—Más calmada tu abuela me explicó el motivo del susto. Ella comprendía que se le había ido de las manos, pero es que aquella canción se las traía. Según ella era la que cantaban los del camión cuando, a principios de la Guerra, iban a buscar a la gente de iglesia para fusilarla. Ella dice que la escuchó una noche, la noche en que se llevaron al remendón que vivía a dos casas de la suya. Me la ha cantado muchas veces. Dice: «Visca la República del mes de maig; capellans i frares tots afusellats!».
Mi madre lo contaba como un chiste, una anécdota de mi abuela; pero aquel día se llevó un buen susto.
—Le han hecho entierro civil. No han ido ni los vecinos. Pero, ¿sabes qué me ha contado el chico de la funeraria? Que unos días antes de faltar aún se presentó en la exposición y encargó una corona en la que tenía que poner: «La República no se olvida». Dice que la dejó pagada y todo. Genio y figura… Y, mira, yo he visto pasar el coche y vaya si la llevaba.
Todos hemos conocido de niños a un tío tresdedos que nos ha fascinado y nunca entendimos el porqué nos instaban a separarnos de él. Gracias por hacernos recordar esos años. Mucha suerte.
Ante un tipo así, yo le hubiera hecho caso a la abuela, jaja.
Suerte.
El mío es el 190.
Jacinto: Te felicito, me gustó tu cuento, está escrito con el corazón. Te deseo mucha suerte.
Un relato de personas y cotidianeidades. Muy bueno
Espero que ganes, el relato es bueno y cuenta una realidad de la que ya casi no quedan testimonios vivos. Te felicito.
Me gusta este relato, tiene un poco de todo lo que me gusta que tenga un relato. Apetece seguir leyendo acerca del Tío Tresdedos. Las palabras son las que requería un relato así, enhorabuena y suerte