De espaldas a nosotros, el hombre que vemos sentado frente a la gran ventana del modesto salón se nos revela triste. Aun sin poder ver sus ojos, lo sabemos por el abandono de su cuerpo recostado sobre la mesa de comer casi cuadrada. También por su respirar denso pero sin prisas, que como un lamento final se extiende por la pieza, y sin el cual hasta podríamos pensar que este hombre está ya muerto. Si nos acercamos a él desde atrás hasta poder echar una mirada sobre la mesa por encima de sus hombros, la docena de pastillas a la espera de ser ingeridas nos sugieren que, efectivamente, si bien técnicamente vivo, nuestro hombre pasea de la mano con la muerte. Al otro lado de la ventana, las manecillas de un reloj sobre un comercio de alimentos dicen que son las once y media. El aspecto de la noche avanzada contrasta con el escenario de nuestro hombre. Por el ruido de algunos petardos y trompetas, sabemos que esta ciudad de España se prepara para celebrar un acontecimiento. Cuando nuestro hombre descuelgue el teléfono, sabremos en concreto que la llegada del año 2008 se prepara en este país.
Suena un primer golpe de teléfono y nuestro hombre lo escucha como un ruido lejano y ajeno, como un anuncio más de la fiesta que se avecina afuera. Sin embargo, al segundo timbrazo se sobresalta desviando de las pastillas su atención; al tercero, se levanta y se gira hacía el teléfono; al cuarto, comienza la aproximación; cuando suena el quinto, ya toca el auricular; y, a la espera del sexto, decide que al próximo contestará. Al sexto timbrazo, nuestro hombre descuelga. Pronto sabremos su nombre: Manuel.
– ¿Sí?… ¿Quién?
– Hola… Bueno… No sé qué decir. Llamo de lejos. Llamo…, llamo para oír las campanadas. En fin, aquí todavía quedan seis horas para inaugurar el año… Lo que quiero decir, es que aquí no hay campanadas y me gustaría oírlas por última vez. ¿Todavía me escucha?
– Sí.
– Debería empezar por presentarme. Me llamo Sebastián López Torres y regento un hostal que se llama The Blue Monkey, aquí, en Ogunquit. Lo más probable es que usted nunca haya oído hablar de este pueblito del Noreste de los Estados Unidos. Búsquelo en el mapa si quiere, en el estado de Maine… En fin, lo que trato de explicarle es que hace 52 años salí de España para venirme aquí, y que desde entonces sólo he vuelto en dos ocasiones: el verano del 93 y el ya lejano invierno del año 96, última vez que seguí la tradición de campanadas y uvas para cambiar de año. Desde entonces, ni he cumplido con ella, ni la he echado en falta, mire usted. Sin embargo, este año… este año sé que es el último para mí y, a punto de empezarlo, me he dicho que, para bien morir, me falta oír una última vez las campanadas y comer las uvas. Por eso le llamo. He marcado un número al azar… Me siento un poco ridículo, pero me gustaría pedirle que acerque el teléfono a su televisión mientras suenan las campanadas, para poder así cumplir el ritual. ¿Me hará ese favor?
– Me sorprende su llamada. Sin embargo, reconozco que lo que me asombra de veras es que dice que va a morir en el 2008 y que se siente listo. ¿Es así?
– Bueno, más o menos. Hace cinco meses enfermé de una neumonía que, tras dos semanas de antibióticos, no curaba. Al final, unas pruebas médicas revelaron la presencia de un tumor en el pulmón derecho. En mi caso, muchos deciden no darse por enterados. Esa fue mi primera opción. Sin embargo, me convencí en seguida de que para mí lo más conveniente era asumir que moría. La radioterapia ha sido un tratamiento casi amable conmigo, que ha retrasado la progresión del cáncer sin maltratarme demasiado el cuerpo. Así he podido ir despidiéndome poco a poco de la vida. Además, este tiempo, mi hija Rebeca se ha venido a vivir conmigo. Es una tremenda alegría volver a compartir con ella el día a día. ¿Usted tiene hijos?
– Sí. Dos.
– Quizá le acompañan para entrar en el nuevo año. ¿Acaso le molesto con mi llamada?
– En absoluto. No están aquí. Quizá mañana.
– Entonces, ¿está solo?
– ¡No! No estoy solo. No exactamente… Pero no se preocupe. Cuando toquen las campanadas, podrá oírlas.
– Gracias. ¿Cómo se llama?
– Manuel.
– Gracias, Manuel… Es curioso. Antes de marcar, había ensayado decenas de veces lo que diría, imaginando reacciones posibles de mi interlocutor y calculando mis intervenciones para convencerle de mi propósito. Sin embargo, nunca pensé que acabaría hablando tanto de mí. Y mire. Me veo contándole mi historia y dándome cuenta al tiempo de que aún me cuesta aceptar mi muerte.
– ¿Por su hija?
– No. Por ella no temo. Está lista para hacer el duelo. En realidad, temo por Amalia.
– ¿Amalia? ¿Quién es?
– ¿Me permite una historia?
– Nos quedan diecisiete minutos.
– Bien. Como le dije antes, hace años que regento el Blue Monkey, un hostal sin pretensiones que se sacude las telarañas cada verano, cuando indefectiblemente se pierde el cartel de vacancies que cada principio de otoño me veo obligado a rehacer. Aquí llegó Osvaldo en junio del 92, persiguiendo desde Cochabamba el sueño americano vía mar. Aun sabiendo que no podría pagarme la habitación, le acogí en el Blue Monkey. Para que no me debiese nada, y aunque un negocio tan modesto no da faena suficiente para dos, empecé a inventar trabajos de ayudante para él. El muchacho era voluntarioso y agradecido. En seguida no me quedó nada por hacer salvo ocuparme de la administración, trabajo compartido con Karina, mi mujer aún en vida. Osvaldo era reservado hasta en sus dimensiones y silencioso incluso en sus movimientos. Sin embargo, cuando fue tomando confianza, empezó a hablarnos de Amalia, una mujer de la que recibía, con puntualidad inglesa, una carta cada dos semanas. Antes de que nos hablase de ella, ¡todo!, la manera de esperar las cartas y el modo de recogerlas y retrasar el momento de su lectura, nos hacía suponer que quien las enviaba era una novia. Sin embargo, luego supimos que se trataba de su madre, una mujer aún joven a la que le gustaba pintar, y definida, según Osvaldo, por la ceja gruesa y única que le abrazaba la mirada severa y a la vez amable. Osvaldo respondía siempre a sus cartas llenas de colores y dibujos. El invierno siguiente a la llegada de Osvaldo, mi mujer cayó enferma. Como yo, cáncer terminal. Como yo, pudo organizar su marcha. Karina quería volver a España por última vez. Viajamos al final de la primavera, dejando a Osvaldo encargado del negocio durante el verano. Por entonces, tenía una confianza absoluta en él, ganada a lo largo de un año de compartir la vida. Al final, a Karina la enterré en La Almudena el primero de Septiembre. A Osvaldo, cuando regresé a Ogunquit unos días después. Un mal de Chagas le paró el corazón de golpe. Su muerte fue tan inesperada y desconcertante que no me acordé enseguida de su madre. Sólo la llegada de su siguiente carta me hizo pensar en ella. Entonces, mi primer impulso fue escribir una breve nota a Amalia anunciándole la muerte de Osvaldo, un mensaje distante, cercano al que escribiría un representante del gobierno a una madre cuyo hijo ha sido muerto en combate. Sin embargo, con el sobre ya cerrado, entendí de pronto que debía convertirme en Osvaldo para seguir acompañando a Amalia. Con gran pudor, leí varias veces la treintena de cartas repletas de colores y almacenadas por Osvaldo en la mesita de noche de su habitación. Luego, redacté una respuesta que, aun muy meditada, no me llegó a convencer. Sería evidente para Amalia que aquel que escribía no era su hijo Osvaldo. Nuestras letras se parecían mucho, pero ¿cómo imitar su manera de expresarse sin tener acceso a las cartas que él había escrito? ¿Cómo plagiar su forma de contar la vida y manifestar sentimientos? Sin embargo, aún consciente de no poder engañar a Amalia, eché aquella carta al buzón. Aunque en el fondo la esperaba, no me sorprendió la falta de respuesta después de un mes. Entonces, cuando ya no contaba con ella, al fin llegó. Emocionado, me precipité a una primera lectura de la carta de Amalia, tras la cual quedé satisfecho y convencido de haber logrado mi propósito sin apenas poder creerlo. Por supuesto, una relectura reposada me reveló que, si bien la carta se dirigía a Osvaldo en el mismo tono que las otras que yo había leído, los dibujos y colores que la ilustraban, sin embargo, eran distintos. Aquella mujer sabía de sobra que su hijo había muerto y era otro quien le escribía. Ella lo sabía y con su respuesta aceptaba mi oferta de correspondernos para mantener a Osvaldo en vida. Desde entonces, cada quince días, nos hemos escrito. Saber que pronto no podré hacerlo me impide aceptar completamente que me muero.
– …
– …
– Van a dar las campanadas. Voy a encender el televisor para escucharlas.
– Gracias. Yo ya tengo a mano las uvas.
El hombre que observamos de frente a nosotros acerca el teléfono a la televisión. La enciende. Al fijarnos en la imagen de la pantalla, sobre un fondo de aglomeración y bullicio en la Puerta del Sol, vemos dos personas vestidas de fiesta en primer plano. Cuando regresamos a nuestro hombre, ocupa su puesto de hace media hora, sentado a la mesa frente a la docena de pastillas que mira fijamente. Ahora, sin embargo, su respirar es liviano, su tronco está erguido y su mirada espera. Si cerramos los ojos y escuchamos, oímos como se suceden los doce tañidos.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Gong.
Si abrimos los ojos y volvemos a nuestro hombre, vemos que ni su posición ni su respirar han cambiado. También la misma mirada permanece, fija sobre el puñado de pastillas. Al contarlas, comprobamos que aún quedan once. Ahora, nuestro hombre se levanta, se acerca sin prisas a la televisión y toma el teléfono. Nuestro hombre habla primero.
– Feliz año.
– Igualmente. ¿Le dio tiempo a tomar todas las uvas?
– No. Debo reconocer que ya la primera se me ha atragantado un poco… Quiero proponerle algo.
– …
– Si a usted le parece, podría enviarme las cartas que ha recibido de Amalia durante estos años. Así, yo podría tomar el relevo y acompañarla por correspondencia, convirtiéndome en usted como usted se convirtió en Osvaldo.
– …
– Sólo si le parece.
– …
– …
– No sé qué decir…
– …
– Me emociona su propuesta, pero no sé… Confiarle las cartas de Amalia cuando ni le conozco.
– …
– Debo pensarlo. En unos días podríamos volver a hablar de esto. ¿Le parece? Espere que anote su teléfono. Como marqué al azar…
El hombre que vemos de pie en el centro del modesto salón dicta su número de teléfono. Al desviar nuestra mirada de él echándola hacia la ventana, vemos que afuera, la entrada del año llena de colores el cielo. El ruido de los petardos y cohetes apenas nos permite escuchar cómo nuestro hombre intercambia frases de despedida. Cuando regresamos a él, vemos que se dirige al extremo opuesto a la ventana y emboca con gran calma el pasillo breve. Al seguirle, comprobamos que se adentra en el dormitorio a oscuras. Desde el umbral, vemos a nuestro hombre ocupar su sitio en la cama de matrimonio y abrazar la sombra inerte que yace a su lado. Al abstraernos del bullicio que llega de fuera para concentrarnos en el silencio adentro, alcanzamos a escuchar que nuestro hombre susurra al oído de la sombra: al final, no me voy contigo; al final, me quedo.
Mi más sincera enhorabuena por estar entre los finalistas. Mucha suerte
Enhorabuena por estar entre los finalistas. Suerte.
¡Enhorabuena! Tu relato se merece estar entre los finalistas. Mucha suerte.
Estupendo. Te deseo buena suerte. Saludos.
Enhorabuena Artista de Circo, tu relato fue de los primeros que leí y me pareció magistral. Tras el nombramiento de los relatos finalistas he vuelto a releerlo para recordarlo y creo que dará mucha guerra para estar entre los tres primeros. Mucha suerte.
Te doy mi enhorabuena por estar en la final. Te deseo mucha suerte, Artista de Circo.
Jero
Un relato de una enorme sensibilidad. Me ha enganchado de principio a fin. Suerte