Anoche mi madre sufrió un infarto.
Mi madre es diabética y de vez en cuando nos da algún susto. La doctora siempre ha dicho que su corazón es como el de una joven; por eso no te esperas un infarto. Todos pensamos que se trataba de un problema de glucosa y llamamos al hospital. A los quince minutos llegó la ambulancia y se la llevaron. Dos horas más tarde, el cardiólogo dijo muy serio:
–Se trata de una oclusión de la parte terminal de la rama interventricular anterior de la coronaria izquierda; es decir, un infarto apical.
Parecía grave; después afablemente nos explicó que el corazón de mi madre se había hecho vulnerable, que necesitaba mimos. Lo ocurrido era un aviso, cualquier contratiempo podía ser fatal. Quedó ingresada. Tras una noche a presión, a las seis de la mañana me fui a casa.
Es jueves, once de abril, un día muy largo. Son las cinco de la tarde y vuelvo a su lado, caminando: el hospital está a cinco minutos de casa. Todo está patas arriba en mi cabeza, ha sucedido mucho en poco tiempo, aunque las horas de angustia se desplazaron insoportablemente lentas. Creemos que la vida es un bien inquebrantable y apenas en un segundo se destruye nuestra fe. Recuerdo un cuadro que pinté hace años, que tardé semanas en acabar; trabajé mucho en él porque era un regalo. Al entregarlo, la destinataria no mostró demasiado entusiasmo, y lo destruí en segundos.
Parece que no ha cambiado nada, no es verdad, mientras camino pienso en otra madre distinta. No sé cómo explicarlo, es como si algo dentro me pinzara el estómago. En la calle la primavera lo engalana todo, soberbia de luz y belleza. Las flores de las macetas en balcones y ventanas coquetean con los parterres del paseo, se mandan besos de colores bajo el cielo. ¡Como si yo pudiera disfrutar de eso ahora! La vida es frágil, se marchitan pronto los pétalos quemados por el sol, los árboles al desnudarse se tornan agresivos, el cielo azul se vuelve gris en un momento. Caminas y la naturaleza indiferente te escupe su fiesta. Uno debe atiborrarse de optimismo cuando va de visita a un hospital, contrarrestar el olor irrespirable con el masaje fresco después del afeitado, impregnarse de todo lo que nace y disipar el vaho de lo que se pierde. Me pregunto a qué voy al hospital arrastrándome cargado a mis espaldas como un fardo. Estoy dislocado, mi pensamiento es irracional, los sentimientos están como aturdidos; no comprendía el dolor de los demás cuando lo razonaba con mi lógica aplastante, y ahora tengo que soportar un vacío inaguantable. Mi cerebro pone en fuga todas las palabras que no puede soportar.
Llego con la fatiga que fabrica mi ansiedad. En la entrada el tráfico de gente agobia; vienen, van, mezclados sudores y perfumes, el rebaño de visitantes fluye atropellado, conducido por gigantescos celadores. Tras las puertas de acceso se esparce el río humano por múltiples cauces, salpicado de médicos y enfermeras. Me sumerjo en aquella corriente de tribus y gremios, en aquella amalgama de cuerpos que circulan como hormigas, con una carga más sutil pero no menos pesada. Subo a pie, retardando la llegada, busco una sonrisa que no imagino. ¿Qué tengo que hacer cuando la vea? ¿Abrazarla, besarla? ¿Cómo hago si las lágrimas me brotan aunque no quiera? ¿Qué le digo? Es la primera vez que visito a mi madre después de un infarto. Siempre eran las madres de los otros, ahora es la mía. Intentas pensar que es un mal sueño y no consigues despertar.
La habitación de mi madre está a la izquierda, al fondo de un pasillo que termina en una ventana por donde el sol transmite su energía. No puedo detenerme, entro a pesar de no saber qué hacer ni qué decir, salto al vacío porque no queda otro remedio. Hay dos camas, mi madre está a la derecha, al verme abre los ojos en su carita de rosa.
–Hola, hijo.
Su semblante es encantador, me contagia, me da suficiente presencia de ánimo y seguridad para interpretar el papel de hijo simpático. A pesar de la confusión que padezco, la parte positiva de mi ser sonríe alegremente y habla con soltura y afecto.
–Hola, mami. Hay que ver cómo te sientan los infartos, tienes carita de fresa. ¿Para tener vacaciones has tenido que montar todo esto?
–Estoy muy bien, hijo, muy bien y en buena compañía. ¿Has visto qué bien acompañada estoy? Se llama Leonor y es un sol…
En la cama de al lado yace una chica extremadamente delgada que nos mira desde el azul intenso de unos ojos que le llenan la cara.
–¿Un sol? A mí me parece un cielo.
Leonor tuerce su boca en una mueca, se le enciende el rostro, sonríe con los ojos. Intenta hablar, apenas se le entiende; emite unos sonidos gangosos y entrecortados, como si su garganta fuera gelatina y por lengua tuviese una hoja de afeitar.
Mi madre se embala; increíblemente recuperada, habla y habla sin parar. Me lo cuenta todo, como si se le escapara el tiempo; me detalla las pruebas que le hicieron, cómo le dolía el pecho, lo bien que la atendió el médico, joven y guapo, las enfermeras saladísimas, y Leonor, bueno, Leonor algo especial…
–Está casada, tiene treinta y seis años, una hija muy linda y un marido guapísimo que está muy enamorado, y cuando tú te fuiste vino Ruth y estuvo mucho tiempo conmigo y…
No para, no para, es un torrente de palabras. Exhibe una energía envidiable. ¿Cómo me pude angustiar tanto? Es indestructible y disuelve todas mis angustias. La miro mientras me habla, la estoy queriendo y deseo abrazarla, sentir sus brazos. Me siento bien ahora, mi respiración se ha normalizado.
Entran dos enfermeras y me piden que salga un momento. Mientras espero llega Ruth y me cuenta. Ruth es mi hija, una enfermerita recién titulada.
–Pues nada, que hay que estar al loro, pero no hay peligro. Con que vaguee un poco y se de mimos, ya vale. Que después de este aviso, tiene que desacelerar la marcha, que la abuela iba como una moto y ochenta y cuatro tacos no son para tomarlos a cachondeo. Es una pasada como se recuperó. El médico flipa con ella.
–¿Qué le pasa a la chica que está al lado?
–¿A Leonor? Esclerosis múltiple, un alucine.
Me quedo mirándola con cara de bobo; y me explica, con ese lenguaje tan directo que tienen los jóvenes…
–La esclerosis múltiple se produce cuando se pierde mielina. La mielina es una cubierta protectora de los nervios. Al perderse, las comunicaciones entre el cerebro y el resto del organismo van chungas y se monta un lío del copón. Eso repercute en todo: los sentidos, los músculos, no puedes controlar nada. La de ella es una esclerosis progresiva que te cagas, la trajeron porque tuvo un brote muy violento y están probando un nuevo fármaco para intentar que no avance; la tratan con Interferón y mitoxantrona, combinándolos creen que se puede detener el desarrollo de la desmielinización. ¿Lo agarras?
–Es decir, que su cerebro y el resto del cuerpo están bien, pero la comunicación funciona peor que el tráfico en hora punta.
–¡Ay!, qué papi más listo tengo.
–Es que te explicas como un libro abierto, cariño.
Cuando entramos de nuevo en la habitación, están hablando de mí, una madre que presume de hijo.
–Es muy listo.
Y Leonor, una mujer coqueta al fin y al cabo.
–Y es guapo.
No tengo que esforzarme en sonreír, me contagia la mirada de esta chica. Apenas controla los movimientos de manos y brazos, y Ruth la ayuda con la merienda. Parece que hoy su marido se retrasa un poco. Qué fácil es tomarle cariño, llevo allí unos minutos y estoy encandilado mirándola. Me sorprende y se lo digo:
–Te miro porque eres muy guapa, Leonor. Tu mamá robó un poco de cielo para hacer tus ojos. ¿Sabes que tu nombre significa “bella aurora”?
Se relame de gusto, disfruta con los piropos. Parece increíble el bienestar que transmite. ¡Qué curioso!, creí que la primavera estaba fuera y que me lastimaba con su belleza, pero en realidad está aquí. Mi madre está un poco cansada pero feliz, como si llegara de un largo viaje del país de las hadas, y a su lado un ángel con el cielo en sus ojos.
Un poco más tarde entra en la habitación un joven, rubio, atlético, bien parecido, de esos que mi hija dice: “Qué tío más bueno”. Saluda amable y se va al otro lado de la cama. Leonor se transforma al verle, sus ojos deslumbran como lagos que reflejan el sol y su mirada es pura miel. Como un gentil caballero se acerca el guapo mozo a su dama, es mágico el encuentro de los jóvenes esposos. Quedo absorto, contemplando la escena de amor más real que haya visto, nunca creí que un ser humano fuese capaz de expresar tanta delicadeza y ternura. La acaricia, besa, todo a la vez, la envuelve en un abrazo con el mimo y cuidado que se pone en un bebé. Leonor, vibra y goza, es feliz. Con sencillez y armonía inventan nuevas formas de arrullarse, el tiempo se detiene para ellos y me doy cuenta de que soy un ser privilegiado, testigo de algo tan espléndido. Él, sentado en la cama, habla en susurros, ella escucha embelesada; tengo la impresión de que la luz que inunda la estancia viene de ellos. Todas mis angustias anteriores, mis dudas, son tan pequeñas… La vida es sorprendente, nada es previsible.
Más tarde me lo cuentan todo. Llevan casados seis años, Leonor ha sufrido varios brotes y en los últimos meses la enfermedad se agravó, aunque los médicos esperan detenerla. Mientras asean a Leonor y esperamos fuera, Moisés me cuenta entusiasmado cómo lo prepara todo para recibirla. Tienen una casita en las afueras, la hizo él mismo, ahora le añadió una piscina climatizada y un pequeño gimnasio para que Leonor pueda realizar sus ejercicios de rehabilitación en cuanto sea posible. Él me hace confidente de lo duro que fue asimilar un trago tan amargo. Lo pasó muy mal, le costó mucho reaccionar. Ella había sido la fuerte, era extraordinaria su fortaleza. Su entereza había sido ejemplar y él pudo sobreponerse. Hoy era feliz. Con los puños y los dientes apretados, luchando sin parar, pero feliz. No se podía explicar con palabras. Le di un golpecito cariñoso en el hombro; yo lo entendía, no sé cómo, pero lo entendía.
Llega el momento de marchar, me despido de Leonor con un beso, le doy la mano a Moisés, un beso a mi madre y me voy con Ruth.
–En unos días estará de vuelta en casa –dice mi hija–, no te comas el coco.
Yo me vuelvo por donde vine. Anochece, el sol es ahora un pincel impresionista mezclando vivos colores en los que prevalece el oro. Todo lo que a la ida no podía aceptar, que consideraba una ofensa, es ahora cálido abrazo. Los temores no se han desvanecido, pero mi corazón se fortalece. He aprendido algo en el hospital; y es que por encima del cielo gris siempre luce el sol, que si los árboles están desnudos es por reírse a carcajadas con el viento y los pétalos marchitos son el inicio del camino en una nueva vida. Ahora me arrepiento, no debí romper aquel cuadro.
Querido Jesús, después de tanto tiempo me reencuentro contigo en este relato que tanto tiene de tí. Me gusta, es fiel a cosas que sé que son importantes para tí y me ha llevado al hospital de tu mano a ver a tu madre y Leonor en un pis pas. Perdí tu mail y te escribo aquí a la intemperie, a la vista de todos para decirte que ganes o no, me ha gustado mucho y que estaré animando en Murcia el día 4.
Un beso de puchero y primavera.
Ana