47- La becaria. Por Ulrika

Mariví había tenido un día de perros. Llevaba todo el día dando vueltas con el coche, de la ciudad al puerto, del puerto al laboratorio, y vuelta a empezar. Estaba harta de su jefe y de sus recados. A fin de cuentas a ella no la habían contratado para eso. Había dejado el coche mal aparcado para recoger un paquete que debían haberle entregado unas horas antes, pero que algún empleado negligente había olvidado por descuido en una estantería, razón por la cual Mariví se había visto obligada a regresar, instada por su jefe quien, para colmo, la había reprendido severamente por no haber comprobado la primera vez que el envío estaba completo. Esa noche, como tantas otras, había adoptado la firme determinación de presentar a la mañana siguiente su carta de renuncia. Sí, pensó, eso haría, se despediría y buscaría un empleo en donde fuese tratada como merecía. De todas formas su sueldo mileurista no le daba ni para la gasolina del coche. Pensó que había cometido un error volviéndose de Alemania, en donde estuvo un año y medio, primero con una beca de investigación y los últimos meses con un contrato en el Instituto de Biología Experimental. Allí las cosas no le resultaron nada fáciles, pero ahora, en ese preciso instante, se preguntaba si no estaría echando de menos su trabajo en el Instituto. Recordó la sensación que le invadió el primer día, cuando su avión aterrizó en el aeropuerto de Frankfurt. Le habían dicho que con su inglés podría entenderse bien entre los alemanes. Y una mierda, pensó al recordarlo. Allí los alemanes odiaban hablar en inglés, o eso le parecía a ella, y la sensación que tenía era que todos la miraban con recelo, con un aire de superioridad que le irritaba. No hay peor sensación que llegar a un sitio donde sientes que todos te desprecian. Allí mismo, en el aeropuerto, notaba que los nativos la examinaban como a una objeto raro, con una mezcla de desdén y curiosidad. Su piel llamativamente bronceada, algo que en España hubiera generado, a lo sumo, la envidia de algunas amigas o conocidas, allí era, ironías de la vida, como lucir en la frente la insignia de paria extranjero. Nada más llegar al Instituto de Biología Experimental (Institut für Entwicklungsbiologie) tuvo serias dificultades para hacerse entender por la secretaria de la administración, una teutona que parecía sacada de una ópera de Wagner y que la doblaba no sólo en edad, sino en el tamaño corporal. Trató sin demasiado éxito de hacerse entender en inglés y, tras el tercer intento frustrado de comunicación oral, recurrió desesperadamente a la mímica y al lenguaje escrito. Para ello, gesticulando cuanto pudo y alzando absurdamente el tono de voz, le mostró a la valquiria que tenía sentada enfrente la carta con su credencial de becaria, esperando quizás que, al ver su nombre escrito, aquel prodigio de humanidad iba a adivinar por fin que ella era la nueva colaboradora que el doctor Von Plfanzen estaba esperando. Pero tras examinar atentamente el papel por el derecho y el envés, la secretaria permaneció imperturbable, lo que irritó aún más a Mariví, que ya no sabía qué pensar. Su dilema era dilucidar si aquella gorda rubicunda tenía las neuronas desgastadas por la menopausia o si simplemente le estaba haciendo la vida imposible ex profeso, como si, más que no entender lo que Mariví estaba tratando de explicarle, fingiese no estar comprendiendo o, cuando menos, no se estuviera esforzando por hacerlo. Cuando ya estaba a punto de echarse a llorar, la fortuna quiso sonreírle y por la secretaría pasó un empleado del Instituto que, al igual que ella, era español, y que se ofreció a ayudarla. Mariví dio gracias al cielo y le preguntó ingenuamente cómo se había dado cuenta de que ella era española, a lo que Roberto, que así se llamaba el joven, le respondió con una sonora carcajada. “Anda, ven conmigo y te presentaré al director… Y más vale que vayas aprendiendo un poco de alemán, o no lo vas a pasar demasiado bien”. Y así fue como comenzó su andadura en el Instituto de Biología Experimental, con un director de beca cuyas primeras palabras de aliento fueron para decirle que olvidase todo lo que había aprendido en España, pues no le iba a servir de nada. Mariví protesto, y trató de defenderse argumentando que sus estudios cubrían no sólo la Licenciatura en Biología, sino que estaba realizando el doctorado, y que de hecho aquella beca formaba parte de su programa de estudios. “Sí, sí, sí -asintió el director al oírle decir eso- justamente lo que te estaba diciendo: olvida toda esa basura, no te va a servir de nada aquí”. No fue fácil. Tuvo que aprender mucho en muy poco tiempo y el nivel de exigencia era muy alto. Cuando terminó su periodo de aprendizaje, estaban satisfechos con ella y le propusieron quedarse, y ella firmó el contrato pensando que a su vuelta, en España, se la rifarían y que tendría un trabajo genial con un sueldo excelente. No pasó mucho tiempo desde la firma de su contrato cuando le llegó una oferta de una empresa española, un laboratorio dedicado al análisis de residuos y control medioambiental. El trabajo no era demasiado interesante y el sueldo era más bien bajo, pero con todo y con eso, la mera posibilidad de regresar a España, y hacerlo por añadidura en una localidad situada en plena costa mediterránea, le tentó tanto que acabó por renunciar a su trabajo en Alemania y preparó las maletas para regresar. Qué error, qué gran error, se lamentaba ahora. Pero claro, pensó, eso mismo se hubiese estado reprochando en Alemania de no haber aceptado la oferta de su empleo actual. Ya tendría tiempo de buscar otra cosa, se dijo, mientras daba vueltas por una de las naves del puerto, esperando con impaciencia que le trajeran el encargo olvidado. Un instante después llegó un empleado portando en un carrito el paquete, cuyo tamaño, dicho sea de paso, superó ampliamente todas sus expectativas. Cómo se podía haber olvidado de algo tan grande, pensó con estupor mientras firmaba el albarán de entrega, hecho lo cual, el empleado de turno se dio media vuelta sin molestarse en ayudarla a meter aquel bulto enorme en el maletero. “Ya no queda nadie con educación”, pensó Mariví con disgusto, mientras probaba a levantar en peso el paquete, para evaluar si podría o no introducirlo ella sola en el maletero. En el intento, que logró llevar a cabo con algún esfuerzo, tuvo la  mala fortuna de partirse una uña. Después de maldecir y patear el suelo tres o cuatro veces agitando la mano por el dolor, abrió el maletero y casi seguidamente lanzó un grito, apenas reprimido, por lo que encontró en su interior. Adentro había un hombre, un hombre negro que de hecho le pareció negrísimo, como el tizón. Joder, era lo que le faltaba para completar el día: un emigrante ilegal que habría estado deambulando por el puerto y ahora se le había colado en el coche, pero ¿cómo lo había conseguido? ¿Acaso había olvidado cerrar las puertas? Y para colmo, pensó con un cabreo incipiente, si el tipo aquel no salía, no podría meter el maldito paquete en el maletero. “A ver, tú, Burundi, Bogambo, o como cuernos te llames -le espetó con toda la mala leche que le salió del cuerpo-. Ya puedes salir de ahí echando hostias, que tengo que meter este jodido paquete. Y necesito hacerlo cuanto antes, que tengo que dejarle esta mierda a mi jefe y no quiero entretenerme ni un minuto, ¿me entiendes?”. El hombre la miraba con cara de susto, pero no reaccionaba y no parecía dispuesto a apearse del maletero. Entonces comenzó a hablar aturulladamente en un idioma ininteligible para Mariví, que le dejó atónita. “¿Pero qué coño dices? ¿Te crees que puedes venir aquí, a mi país, confundir mi maletero con un autobús y, para colmo, hablarme en bantú? ¡Sal de ahí ahora mismo y deja que meta el jodido paquete!”, gritó al tiempo que comenzó a atizarle con su bolso. El pobre hombre salió del maletero cubriéndose como pudo de los golpes y empellones y, una vez fuera, levantó las manos como dando a entender que se rendía. Sin dejar de hablar, sacó del interior de su camisa un papel arrugado, en el que había algo escrito, y se lo mostró a Mariví. Ésta, soliviantada, no pudo más y le gritó: “¿Y ahora qué quieres, carajo, que lea eso? Pero, a ver, ¿cómo esperas que entienda lo que dice ahí, desdichado? Anda, déjame en paz y búscate a alguien de tu país que entienda tu lengua. ¡Menudo desgraciado estás hecho! ¿Para qué vienes aquí si no tienes ni idea de lo que te espera? ¿Acaso pensabas que con ese papel roñoso se te iban a abrir todas las puertas?”. Y mientras vociferaba de esta guisa, cogió el paquete, que con los nervios, se le escapó y rodó por el suelo. “¿Has visto? ¿Has visto lo que has conseguido?”, chilló con un tono de voz histérico. El hombre la miraba entre perplejo y cohibido, como entendiendo pero sin entender. Tímidamente, sin decir una palabra, el hombre se aproximó para ayudarla a recoger el paquete y lo cargó en el maletero sin demasiado esfuerzo; a continuación se retiró discretamente del coche, quedándose a unos pocos pasos de distancia, como si estuviese aguardando. Con el paquete ya en el maletero, Mariví parecía más sosegada. “Vale, gracias por tu ayuda –dijo abriendo la puerta del coche y montándose en el asiento del conductor-, pero si lo que esperas mirándome así es que te lleve a la ciudad, y que te invite a comer a mi casa, ¡pues no puedo hacerlo! ¿Me entiendes? ¡Nunca debiste venir aquí!  ¡Ni siquiera yo debería haber venido aquí!”. Arrancó el motor con furia y lanzó una última mirada al hombre. Lo vio guardarse nuevamente el papel en el interior de la camisa. Por el espejo retrovisor le pareció ver las luces de un coche de la policía, acercándose. Aceleró a fondo, deseando salir de allí cuanto antes. No se volvió para mirar atrás.

4 comentarios

  1. Me gusta. Me ha gustado la manera en que hablas de la incomprensión, de como tratamos a los demás tal y como no nos gustaría que nos trataran a nosotros.
    En otros cuentos de este certamen he criticado la obviedad de algunos temas como el racismo, pero tú, en cambio tratas el tema de manera original, mostrando lo insolidarios que podemos llegar a ser aquellos que nos creemos exentos de todo racismo. El final me parece bastante elocuente: miramos para otro lado.
    Sólo una pega ortográfica: PROTESTO lleva tilde en la O. Es decir, protestó.

    Por lo demás, interesante cuento.
    Enhorabuena y suerte.

  2. Me quedé con las ganas de saber lo que ponía en el papel, porque de ahí tal vez podría haber salido otro cuento.

    Suerte en el certamen.

  3. Muy bueno tu cuento, ahora mismo en tu país están tratando de cerrarle el paso a los que puedan llegar del mio, por aquello de la influenza porcina. Pero así es la naturaleza del hombre.

  4. HÓSKAR WILD

    Vaya con la becaria, ¡qué genio! Siempre es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Todos somos emigrantes… Mucha suerte.

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