53-Cuatro decisiones equivocadas. Por Tautina Vaiamalla

DEBÍ SUPONER QUE EL LUNES no era el día apropiado para ir a bañarme a las playas de Marondo. Tenía que haber intuido que salir tan temprano, solo, en mi modesto utilitario, y tomar la comarcal 327 en dirección a este pueblo costero, sería mi primera decisión errónea del día.

Todo fue bien durante un par de horas, el viaje transcurría, si acaso, un poco aburrido. Apenas se veía algún coche a lo lejos y el paisaje desértico resultaba desolador para el ánimo cuando uno se entretenía mirándolo un rato. Unas obras de carretera a lo lejos, me recordaron que había oído algo sobre la aprobación de los presupuestos de una autovía hasta la costa que pasaba directamente por Marondo y, viendo que la empresa ya estaba en marcha, me felicité porque, en cosa de un año –dos a más tardar– podría atravesar ese árido y tedioso paisaje en la mitad de tiempo.

Por fin un aviso distinto interrumpió la monotonía del trayecto; era una señal informativa, del amarillo anaranjado que caracteriza a los carteles de obras. Conforme mi coche se acercaba más, pude distinguir la leyenda, escrita en grandes letras negras sobre el fondo fosforescente, que rezaba: “Carretera cortada por obras”. Dudé un instante si seguir o no mi camino; no se veía ningún rastro de vallas y, a lo lejos, el coche que me precedía, había omitido el aviso y continuaba su marcha hacia la costa. Me fastidiaba hacer dos horas de vuelta sin haber obtenido el ansiado baño, así que tomé mi segunda decisión desafortunada del día: pro­seguir mi viaje hacia el pueblo de Marondo.

Unos minutos después apareció una nueva señal, más grande que la anterior pero de similares características, que rezaba insistente la leyenda: “Carretera cortada por obras”, y que también ignoré. Ni siquiera me preocupé cuando las líneas blancas de la calzada se cubrieron con las amarillas de provisionalidad y el carril del sentido contrario desapareció. Había acortado distancias con el coche que me precedía y, ahora que casi iba a su rueda, retomaba la confianza, viéndolo continuar decidido hacia Marondo, ignorando sin vacilación alguna una tercera señal, igual a sus hermanas.

Pronto llegamos a una redonda de reciente construcción. Las obras de la autovía, que habían marchado paralelas a nuestra carretera desde hacía rato, se cruzaban sobre nosotros en este punto. Descubrí con sorpresa que, a pesar de estar a doscientos kilómetros de ninguna parte, la redonda tenía gran afluencia de tráfico. Hube de hacer el obligado stop, y dar paso a un par de vehículos, antes de incorporarme y tomar la primera salida que indicaba claramente y para mi satisfacción: “Marondo (playas)”.

Un par de kilómetros después ya había olvidado los engañosos carteles de aviso de la carretera cortada. En esta nueva vía se veía bastante tráfico en ambos sentidos y, según mis cálculos, a pesar del desvío, no podía quedar más de media hora para llegar a la ansiada playa. Entonces topé con una nueva redonda cuyo cartel indicativo sofocó mi optimismo como una ducha fría: la señal indicaba un giro completo a la glorieta para acceder a la única dirección, en sentido contrario, hacia Marondo. Hice la rotación despacio, preguntándome si no debería detenerme y consultar con alguien la interpretación de ese desvío. Aunque no había ni una sola casa hasta donde se perdía la vista, sí pude ver algún coche aparcado en el arcén un poco más atrás, con gente en su interior a la que podía consultar. Pero, una vez más, otros conductores me rebasaban realizando el giro indicado con total soltura y disposición, y yo resolví seguirlos y tomar así mi tercera decisión errónea.

Salí de la glorieta convencido de que encontraría un cruce en ese sentido que me habría pasado inadvertido a la ida, pero observé, con naciente pánico, que dos kilómetros después me acercaba a la primera redonda, sin haber dado con la salida adecuada. Y, entonces, sucedió.

Fue un golpe seco contra el parabrisas que no acabé de entender. Cuando quise darme cuenta de qué me había golpeado, vi un nuevo guijarro pegar, esta vez de lleno, contra el capó de mi coche. Un hombre, que supuse perturbado, corría por el arcén a mi lado, me tiraba piedras y me gritaba, tratando de alcanzar mi vehículo y detenerlo. Lejos de frenar y ponerme a su alcance, pisé el acelerador y di la nueva vuelta a la redonda que me llevó lejos de él en cuestión de minutos. Entonces aminoré la marcha tanto como me permitió la fluidez del tráfico, vigilando no volver a saltarme la salida, no tuviera que dar otro rodeo completo y me encontrase a ese loco de nuevo. Y, en ese momento, lo vi.

El primer vehículo aparcado me pasó inadvertido, pero el segundo atrajo mi atención: el conductor estaba tirado sobre el volante, inconsciente en apariencia, mientras un hombre trataba de forzar su maletero. Un poco más adelante, junto a sus coches mal aparcados, otros dos hombres pugnaban por una botella que parecía contener agua. Pronto comprendí, con desesperación, lo que estaba sucediendo.

Hace casi una hora de eso. He seguido dando vueltas en este bucle sin fin, tratando de escapar por un camino que no existe. He intentado salir por la única entrada a este circuito cerrado, pero los vehículos siguen accediendo por él, taponándolo sin remedio, y no hay carril de salida. Pronto se acabará la gasolina y mi coche se detendrá.

Tengo miedo, he visto a muchas personas muertas en el arcén, dentro y fuera de sus coches; a juzgar por el olor que desprenden, algunas han debido perecer hace días. Los conductores más agresivos tratan de sobrevivir, arrebatando por la fuerza el agua y los víveres de aquellos vehículos que se detienen. Algunos de ellos ya han apedreado varias veces mi coche, otros se han agrupado y me señalan al pasar, esperándome con tubos de aluminio en la mano. Es aterrador, me quedan apenas un par de vueltas más antes de detenerme definitivamente, y sé que entonces moriré.

En un arresto de valentía, he decidido negarme a darles mi pequeña nevera, oponer resistencia y que me abran la cabeza con una de esas barras que esgrimen. Ya nunca llegaré a Marondo, así que creo que es preferible morir rápido a sucumbir lenta y dolorosamente de hambre y sed. Supongo que es lo mejor o, quién sabe, tal vez no, en cuyo caso esta será mi última decisión equivocada.

6 comentarios

  1. Un relato estremecedor, digno del mismísimo Maupassant o incluso de Lovecraft.

    Esperemos que tu decisión de enviarlo al certamen no resulte equivocada.

    Por cierto, que el título tiene un cierto parecido con el que yo presento (el nº 28), que trata de otro sujeto que también toma una decisión equivocada.

  2. Un cuento muy interesante e inuietante, y, como afirma la entrada anterior, de corte clásico, que te mueve a evocar viejos maestros.

    Enhorabuena y suerte.

  3. Atractivo. Lo he leído con interés.

  4. Un cuento bestial. Felicitaciones

  5. Opresivo y aterrador. Afortunadamente podemos tomar otra serie de decisiones equivocadas (incluso más de cuatro) sin tener que pagar tan caro peaje. Muy buena historia. Suerte.

Deja una respuesta