64-La noche en que el viajante de comercio descubrió el vacío. Por Camelia

Tomás Suárez es comercial de una importante empresa de informática; de unos cuarenta años, buena presencia, educado en sus formas convencionales; está casado y tiene dos hijos adolescentes. Su matrimonio no pasa los mejores momentos; su mujer lo atribuye al trabajo que lo aleja del hogar dos semanas al mes, intercaladas. Él está acostumbrado, se diría que ya no sabría vivir de manera diferente, aunque cada vez que se marcha dice todo lo contrario a su mujer que lo suele mirar con escepticismo. Tomás sabe que el tipo de trabajo que realiza  pasa factura en las parejas, pero por el momento prefiere no planteárselo. Logra buenas entradas entre sueldo y comisiones, viven bien él y su familia,  y recorrer el país de punta a punta le da más satisfacciones que trabajar con horario dentro de la empresa.  Pero no era éste el futuro que tenía previsto: estudiante de arquitectura, abandonó la carrera para casarse faltándole muy poco para la licenciatura, y aunque siempre se engañó diciéndose que un día u otro la continuaría, la realidad fue bien otra.

Esta semana le toca visitar una ciudad que le atrae especialmente: Salamanca.  Se instala como siempre en un pequeño hotel de la rua Mayor, junto a la Catedral.  La propietaria que ya lo conoce, le prepara la habitación habitual con balcón a la rua Mayor. Metódico como es, acomoda cuidadosamente la ropa, ordena los artículos de tocador en el baño y, sobre todo, deja preparado el ordenador portátil para poder hacer los informes antes de acostarse.

Después de realizar parte de las visitas programadas, vuelve al hotel para darse una ducha, cambiarse de ropa, afeitarse cuidadosamente, y salir a cenar en el restaurante El Bardo a pocos pasos del hotel y junto a la Casa de las Conchas. Luego, mientras fuma un cigarrillo, da el paseo acostumbrado –único momento del día que se lo puede permitir-: por la rua Mayor hasta desembocar en la Plaza Mayor, una plaza que lo deslumbra, por sus porticadas, por los medallones de medio busto de personajes ligados a la ciudad que adornan los edificios, por su enorme amplitud.  Cuando le toca ir en época de buen tiempo suele sentarse en la terraza de algunos de los muchos bares que la rodean, pero ahora con el aire fresco de la noche, prefiere entrar en otro bar de su predilección: el Novelty, donde la escultura de Gonzalo Torrente Ballester se encuentra cómodamente instalado a una de las mesas de mármol.  Su espalda se refleja en un enorme espejo situado detrás de él, espejo que permite ver gran parte del bar dadas sus dimensiones, y con  una visión perfecta, sin duda por la alta calidad de la luna.

Tomás se sienta frente al escritor.  Mientras busca al camarero para pedirle un wisky con soda, observa a los parroquianos con cierta nostalgia: parejas con hijos, grupos de jóvenes, matrimonios mayores, todos en franca algarabía, manteniendo amenas conversaciones.  Se pregunta si es sincero cuando dice estar a gusto con su trabajo de viajante o sólo se quiere convencer para no indagar demasiado en su vida.  Tomando el wisky observa la figura de don Gonzalo y por ende el espejo a través del cual ve el salón y a él mismo. Entonces percibe algo que le sorprende: un hombre que se perfila por el lado derecho del espejo y que guarda un enorme parecido con él mismo. Pero es sólo un segundo porque el hombre enseguida desaparece. Tomas se gira rápidamente  hacia la puerta pero no ve a nadie. Cuando vuelve la vista otra vez hacia el espejo todo sigue como antes, los mismos tertulianos, su mesa, él llevándose el vaso a la boca, pero hay algo diferente: la mano que se alza hacia la boca de su reflejo no es la izquierda como comprueba, en la duda, al bajar la vista y mirar su mano, sino la derecha. Cuando vuelve a alzar la mirada observa con alivio que la derecha de la imagen, en la inversión propia del espejo, descansa sobre la mesa tomando el vaso como él mismo está haciendo en ese momento. Atribuyéndolo a una ilusión óptica o al posible cansancio, decide retirarse pensando que lo que necesita es un buen descanso.

De todos modos deshace el camino en profundos pensamientos. Al entrar en su habitación y a pesar de la hora avanzada, se sienta frente al ordenador para hacer el informe del día, pero al acabar también quiere dejar constancia, en su diario personal, de la experiencia que acaba de tener:

“Primer día en Salamanca.  No puedo ocultarme que no es sólo el cansancio lo que me produce esta desazón sino otra cosa que aún no he descubierto. Algo personal y que tiene que ver con mis engañosas satisfacciones. En el espejo del Novelty vi una figura que me perturbó enormemente. No parecía el reflejo de alguien sino mi propio yo o el fantasma de mí mismo. He de saber si fue mi imaginación o algún mensaje que no logro entender.  Mañana volveré”.

El día siguiente transcurrió con el automatismo propio de su trabajo de comercial, intentando no pensar en la visión de la noche anterior pero ansiando volver al bar.  Cenó en un restaurante más cercano a la plaza Mayor, poco y con la sensación de quien tiene una cita muy especial. 

 

“Entré al Novelty temiendo no encontrar libre la mesa frente al escritor, pero sí lo estaba.  Iba por el segundo wisky y pensando ya que todo había sido fruto de mi imaginación, cuando algo en el espejo no encajaba; miré el salón reflejado, las mesas con gente, la espalda de don Gonzalo… entonces caí en la cuenta: ¡yo no me reflejaba sentado a la mesa… vacía!.  Mi impresión fue tan grande que en lugar de salir corriendo que era lo que deseaba hacer, me quedé como petrificado.  Entonces volví a verme –porque esta vez sí que estaba clarísimo que era yo- entrando por la parte derecha del espejo, quedarse un momento apoyado en el marco y luego sentarse a la mesa, a mi mesa.  Pero era como otra persona, es decir, era yo pero muy diferente: rostro ajado, ojeras profundas, aspecto descuidado.  Entonces sí que me levanté de un salto y salí corriendo hasta llegar al hotel, a mi habitación, al espejo del baño que reflejó un rostro de total incertidumbre. Estoy muy impresionado; mañana es mi último día en Salamanca, creo que no volveré al Novelty”.

 

Pero a la noche siguiente Tomás volvió, y volvió calmado aunque no había pegado ojo en casi toda la noche. Había reflexionado mucho, sobre su vida, sobre sus sentimientos, sobre un futuro que aún podía renovar.  Se sentó en la misma mesa, saludó con un gesto íntimo al escritor que seguía cómodamente apoltronado en su gris figura de hierro, cruzadas las piernas, apoyada una mano en el bastón.  Y vio el reflejo de su propia imagen, esta vez la verídica pero con otra actitud en el gesto, en la mirada. Se entretuvo un buen rato jugando con su reflejo invertido que nunca se había detenido a observar y que ahora le resultaba tan curioso: su brazo derecho a la izquierda de la imagen, su mano izquierda con el cigarrillo a la derecha de la luna.   Y el escritor presidiendo el salón sin preocuparse de reflejos ni de inversiones ópticas.

2 comentarios

  1. Extraño relato, me pareció incomprensible, pero no dejo de reconocer que está bien escrito, que tiene ritmo.
    felicidades Camelia, te invito a que me des tu opinión, estoy en el 168

  2. Podemos descubrir el vacío que nos invade en cualquier momento, en cualquier espejo, propio o ajeno. Hay que tener valor para mirarse. Mucha suerte.

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