88-La valija. Por Luc

        Sedujo mi mente novelera en cuanto la descubrí sobre el cansino tiovivo de la cinta de equipajes. Una maleta vetusta pero elegante; una valija de fuelles forrada de piel marrón con pegatinas de destinos insólitos, correa de hebilla como cinturón de castidad y cantoneras de cobre. Preciosa, con esa distinción propia de los equipajes del siglo XIX, cuando los poseían personajes misteriosos, aventureros de caminar taciturno, furtivas damas con sombrero y collares de varias vueltas, orondos multimillonarios caribeños o tahúres pendencieros de destino incierto.

En aquella enorme sala iluminada por implacables luces halógenas, la procesión de bultos anónimos giró y giró hasta que mis vecinos del avión tomaron cada cual los suyos. Cuando el motor de arrastre se detuvo, todo el ambiente mudó a un silencio desolador y yo me quedé sola en medio de la terminal. Dos de la madrugada. Aeropuerto del Prat de Barcelona. Frente a mí, la anticuada valija que nadie quería y que, huérfana pero orgullosamente plantada sobre la cinta, parecía interrogarme sobre su futuro. Como yo misma, acerca del paradero de mi maleta.

Al aproximarme a ella pude reconocer, oculto en el lado posterior, el colgante con los datos de su propietario. Los leí y estuve a punto de desmayarme: era la misma etiqueta que rellené apresuradamente antes de abandonar el hotel de Chicago y que después quedó fijada al asa de mi flamante Samsonite rígida. Por si quedara alguna duda, pendía a su lado otra etiqueta más grande de la compañía aérea; en ella, impresos con letra diminuta, mi nombre y los números del vuelo y embarque.

Puesto que no quedaba a mi alrededor ningún otro pasajero, intenté considerar todas las explicaciones posibles; hasta la más sedante, la de que estuviera soñando. Ante esta opción necesitaba alguna prueba tangible de la realidad. Abrí la bolsa de mano en la que diez horas antes había metido las llaves de la Samsonite. Revolví de un lado para otro y al final, muy nerviosa, volqué todo el contenido en una mesita cercana. No di con ellas en el apresurado inventario. La agenda electrónica; y en la carpeta «Viajes», mi apunte del vuelo Chicago-Barcelona. ¡Menos mal!, farfullé, por fortuna yo seguía siendo quien era, viva y despierta. La cajetilla de cigarrillos mentolados; necesitaba urgentemente uno, lo extraje y encendí con cierto temblor en mi pulso.  Los guantes de piel, y la cartera, y el tarjetero, y el portátil con el DVD de «Blade Runner» dentro, y mis inseparables barritas energéticas, y las entradas usadas de «Mamma mía» cogidas con un clip al otro par de billetes para un musical al que Germán y yo habíamos planeado asistir cuando él regresara la semana siguiente. Y la bolsita tocador.

Pero de las llaves, ni rastro.

Sentí en ese momento que me apremiaba el deseo de reencontrarme con Germán, notarlo junto a mí, que me liberara de ansiedades y también, a poder ser, acomodarme entre sus brazos y reconocerme en su olor y en su paz. Y es que deseaba tranquilizarme más que respirar.

Tras alguna vacilación recogí la maleta de la cinta y, ya fuera del aeropuerto, tomé un taxi. Al introducirla en el maletero, el chofer, un cincuentón deslucido con cara de soufflé, la retuvo como para comprobar la textura del cuero y deslizó con parsimonia su índice grasiento por la correa y las pegatinas turísticas. Durante la media hora de carrera, el hombre no se privó de ponderarme, con su voz arruinada, la fascinación para una mujer sola por los lugares que yo había visitado, algunos de los cuales presumió de conocer. Y las variadas diversiones que, según le habían informado de buena tinta, se ofrecían a las de mi atractivo, tanto de día como, sobre todo, de noche.

El tipo comenzaba a ponerme nerviosa con su monólogo y sus miradas de reptil. A punto ya de pedirle que detuviera el vehículo para bajarme, valoré que Germán y yo vivimos en una urbanización bastante apartada, que eran casi las tres de la mañana y que no se veía un alma. Sostuve el silencio y dediqué el postrero rescoldo de mis menguadas energías a mantenerme en guardia. Cuando paró su taxi ante la fachada de nuestro adosado casi le tiré el billete a la cara con un resuelto, ¡quédese con la vuelta! Yo misma recuperé el equipaje y, sin mirar atrás, anduve todo lo deprisa que pude cargada sobre mis tacones. Traspasé la cancela y me metí en casa.

Allí conecté las luces y puse la valija en un rincón del salón, sin atreverme a mirarla. Dejé encendidos la televisión, lámparas y pantallas, el equipo de música y mi ordenador portátil, éste abierto sobre la mesa del gabinete. En el dormitorio esparcí sobre la cama el contenido de la bolsa de mano y después la lancé vacía contra la almohada. Las llaves de mi maleta seguían en algún limbo ignoto.

A esas alturas mi cabeza bullía de angustias atascada por un motín de dudas. El cretino del taxista había finiquitado los restos de mi natural facilidad para el razonamiento sereno y pragmático. Tras un ímprobo ejercicio de autodisciplina, aplacé para después de un buen baño la decisión sobre qué hacer con la valija. Si abrirla, o quemarla o… tirarla al mar.

Me desnudé y me sumergí en la bañera con sales aromáticas y el agua muy caliente. Cuando salí,  aún envuelta en la toalla y con el pelo mojado, me dispuse a llamar a Chicago por pura necesidad anímica. Durante el baño había intentado llevar a cabo un análisis objetivo de los hechos, pero sólo conseguí aturrullarme todavía más. Si no vivía una ficción, era probable que me hubiera vuelto loca durante el vuelo o quizá estaba siendo atacada del mal de altura. Y, a no ser que consiguiera hablar inmediatamente con Germán para contárselo todo, corría el peligro de lanzarme a un desahogo de esos de puesta en escena primitiva y cutre: a lo peor gritando como una adolescente o llorando. O vaciando la nevera, que no sería la primera vez.

No llegué a llamarle. En el camino hacia el teléfono constaté que la valija se había trasladado sin avisar desde el salón hasta los pies de mi cama. Y la bolsa de mano no yacía como antes tirada de costado sobre el edredón, sino muy formal junto a la valija. Para mayor pasmo, en la mesilla de noche aparecían las llaves de la Samsonite junto a otra mohosa, de hierro forjado. El hallazgo me aterrorizó y no pude evitar dar un respingo. Hubiera jurado por lo más sagrado que el llavero lo había guardado la víspera en la bolsa, cuando dejé la habitación del hotel después de hacer el amor con Germán por última vez. Y para qué hablar de la bolsa transeúnte o de la excursión de la valija…

Fui como una sonámbula hasta el salón. El lugar donde antes reposaba la valija estaba desierto. Televisor y equipo de sonido desconectados. El portátil plegado. La estancia en penumbra, con todas las luces apagadas menos una, la que precisamente no había encendido: el pequeño foco que alumbra un «collage» colgado junto a la chimenea. Un objeto muy querido que fabriqué con mis manos y que enmarca un puñado de fotos recortadas formando un emotivo extracto de un recorrido vital: un bebé feliz en el regazo de mi madre, la niña de rizos castaños jugando con mi padre, tumbada junto a mis hermanos leyendo tebeos, montada sobre la bici camino del colegio, con las amigas del alma, durante los locos viajes de verano y divirtiéndome en la playa con la pandilla de la facultad.

Y en el centro, en una más grande, abrazada por Germán.

En ese momento, con la vista perdida en el infinito, lo entendí todo. Los labios se me curvaron en una inconsciente sonrisa y mi ánimo se serenó. Al menos sabía que la casa se encontraba vacía, que no corría peligro y que ni había enloquecido ni me afectaba el mal de altura.

De regreso al dormitorio y con el pulso latiéndome fuertemente en las sienes, probé la llave de hierro en la valija y, tal como esperaba, el cerrojo cedió con un leve crujido.

Allí estaba mi ropa, la que había utilizado en Chicago durante la semana del congreso. Al sacarla quedó al descubierto una tapadera que ocultaba el doble fondo y que separé con cuidado.

Como si traspasara una inviolable línea del tiempo, y con toda la sensualidad táctil asomándome por las yemas de los dedos, extraje un pantalón rojo con lunares blancos, el mismo que quince años atrás me cosió mi madre, con el que luego me disfracé de payaso en la fiesta de fin de carrera y que por la noche me quitó Javier en su habitación de la residencia. También contenía una descolorida camiseta con el lema «Salvad a las ballenas», que lucí orgullosa durante el primer curso y con la que escapé corriendo ante la policía: la seña de identidad de nuestra risueña y pro-trotskista Agrupación de Estudiantes Ecológicos y Librepensadores. Y un Pinocho articulado de madera con el que, en los tiempos del instituto, mi amigo Enrique, que era como la punta del rabo del demonio, y yo jugábamos a colocar en posturas sugerentes para por la noche intentar emularlas en fugaces y frustrantes peripecias sexuales de playa bajo el dictado de unas hormonas desbordadas. Rescaté un ejemplar en alemán de «Moby Dick», texto de examen de la Escuela de Idiomas en la que conocí a Miguel, mi colega matrimonial hasta hacía cinco años, cuando ya no nos quedaban puntos donde apoyar la palanca.

Y, en un rincón, la colección de postales de Italia. Aquellas que recopilé mochila en ristre con mi cuarto de siglo recién descorchado ¾tras dejar sembrado de mentiras a mi novio formal¾ durante mi primera escapada clandestina junto al profesor Esteban, melena canosa de Romeo crónico. Primera y última; puesto que me dejó tirada en Florencia a la sombra de las tetas ¾parece ser que inconmensurablemente suculentas¾, de una genuina toscana. Unas postales con los datos de Esteban que nunca me animé a romper; y que recuerdo, pasado el tiempo, escondí en el altillo del cuarto trastero de casa por devoción innata a la ley del «por si acaso».

Sí, el mismo trastero en el que esta mañana he guardado la valija con todo su mensaje intacto, junto a una pila de libros de texto, algunos chirimbolos lesionados, herramientas inservibles y toda la ropa olvidada…

Es medianoche. Germán llegó por fin esta tarde y duerme tranquilo a mi lado. No le he contado una palabra del episodio de la maleta. Porque quizá del mismo modo que los truenos atraen las tormentas, la otra madrugada, en el aeropuerto, su contenido y yo hemos cruzado de nuevo nuestras suertes, breve e inexplicablemente. Y es muy probable que esta vez también pase de largo sin más efectos secundarios. Éstos son hoy en día los verdaderos milagros.

Antes de que me conquiste el sueño y me entregue sin reservas a la inconsciencia, me ha venido a la cabeza una última reflexión como crujido de hojarasca, no sé por qué y aunque no sirva para nada. Me he preguntado si es cierto, como postula la filosofía budista, que ciertos objetos antiguos, sencillos pero valiosos, piensan y hasta cuentan historias. Si así fuera, esa valija debe estar ahora mismo desvelada en el trastero ante toda la tarea que tiene por delante.

Ella se lo ha buscado.

 

 

8 comentarios

  1. Me ha gustado bastante.
    Siendo un poco tiquismiquis y atendiendo a mi gusto particular, también he de decir que en algunas partes (como el final) me parece algo barroco y recargado…
    En cualquier caso, me ha parecido un buen cuento.
    Enhorabuena y suerte.

  2. Deslavazado compendio de detalles -demasiados detalles innecesarios- para llegar a ¿algún sitio?

  3. Es un buen relato, que mantiene el interés, aunque también tengo que decir que me he perdido un poco con lo de la maleta. Suerte.

  4. Sencillamente G-E-N-I-A-L. Creo que es la primera vez, en los comentarios que he ido dejando en los relatos, que voy a poner una frasecita que se repite en muchos de ellos y que me prometí no utilizar: Con esa forma de escribir, tú no necesitas suerte. Mi más sincera enhorabuena.

  5. Que bueno y divertido, me ha parecido -emularé a Hoskar- sencillamente genial y bien escrito. De los relatos que recordaré de este certamen.
    Enhorabuena y suerte, aunque no la necesite 🙂
    Saludos literarios.

  6. La primera vez, pasé de largo por este relato, sin llegar a donde explota la acción. Es imaginativo y original.

    Suerte.

  7. El principio prometía mucho, pero después ya no hubo gran cosa.
    Prosa buena, pero no le encontré mayor interés. De todos modos, gracias Luc por tu trabajo.

  8. Esrimado desconocid@: sólo te escribo para volver a comentarte que tu relato es fantástico y es una verdadera lástima que no haya sido seleccionado. Es mi opinión y quiero manifestártela. Mucha suerte para el futuro.

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