No paraba de ver pasar olivos y olivares, pero aquellos troncos sombríos que se retorcían dolorosamente bajo la escasa luz de la noche no me parecían realmente el paisaje bucólico que Lorca mimaba y alababa en su poesía. Estaba ya cansado de conducir. Venía de Córdoba en dirección a Granada para cumplir el viejo de deseo de mi abuela.
En realidad el asunto era más enrevesado de lo que parecía. Mi abuela siempre tuvo un idilio con el mar en todas sus manifestaciones. Yo de aquello inferí que si la pobre mujer hubiera tenido tiempo o lucidez para formular un último deseo, hubiera sido que sus cenizas fueran lanzadas al mar. Pensándolo, me pareció una estampa de lo más romántica. Recordé aquella tarde en las calas de Roche viendo la viveza del océano arrojando espuma salina sobre aquella mujer, que jugaba en las olas. Me imagine a mi mismo con los pies en el mecer de las olas, cogiendo puñados del contenedor de cenizas, tirándolas al aire. Mientras, el sol se pondría sobre el cabo, y el viejo faro que despuntaba en lo alto del acantilado comenzaría a girar su luz sobre la bahía de Conil. Y mi abuela se alejaría dispersándose por dos mares, parte hacia el Atlántico abierto y parte penetraría en el Mediterráneo andaluz, más allá del estrecho.
Pero no. Por alguna razón que no alcanzo todavía a distinguir, mi tío se empeñó en que habríamos de arrojar las cenizas de mi abuela desde el mirador de San Nicolás, en lo alto del Albaicín, mirando a la Alhambra. En aquellos días mi tío no se veía en el mejor de los juicios y ninguno queríamos discutir. Su inexplicable propuesta levantó el asombro entre la familia, los que estábamos congregados en el tanatorio de San Millán. Mi madre me miraba aprensivamente cuando contradije a mi tío hablándole del mar; y mi padre, el hijísimo afectado nunca mencionó palabra. Yo creo que ambos simplemente querían acabar con aquel tema lo antes posible, y así fue como mi tío dictó el destino del cinerario. Con saña y por condescendencia.
Pero yo, tenaz desde pequeño y testarudo de ocasión, resolví que si eso íbamos a hacer, sería yo quien ejecutaría aquella supuesta última voluntad de mi abuela. Como era de esperar, mi tío se opuso, pero tuvo que aceptar el quid pro quo.
Así es como me vi atravesando campos, olivares y colinas, matorrales y pastizales, hacia la joya andalusí. Llegando a la Vega, masas arbóreas oscuras comenzaban a surgir en aquella luz plateada y poco densa. La carretera giraba sobre unas choperas, y los altos montes – la Sierra Nevada- se perfilaban ya en el contraste de la noche. Pronto alcanzaría la ciudad y miles de luces titilarían en el valle del Genil y del Darro.
Según me fui acercando al cinturón vial, las señales comenzaron a apuntar hacia Almería. Almería, el Cabo de Gata y su parque natural. Rememoré aquella orografía extraña, con esos bosques de flores arbóreas de cactus desahuciados, las playas con ruinas y fortalezas abandonadas, o el paisaje lunar de la costa de roca blanca y pulida. El arrullo del mar.
Me invadió una gran tentación de dejar de lado Granada y continuar hacia la costa nijareña. Podría llegar en hora y media.
Cansado, me froté los ojos y eché un vistazo a la urna que tenía en el asiento del copiloto. Una magnífica compañera de viaje, mi abuela. Yo era uno de sus nietos favoritos y fui de los pocos en la familia a los que demostró su cariño. A mí, y a mi prima la científica de Princeton. Pero ella se encontraba lejos, en América, inalcanzable para cualquier consulta.
– Ama, ¿tú qué opinas? – le pregunté en una conversación imaginaria – ¿Debería hacer caso al Tito – que, mira , anda un poco trastocado, la verdad- o seguir el dictado de mi corazón y hacer lo que creo que la abuelita querría?
Mi prima mostró aquella amplísima sonrisa suya:
– Primo, yo confío en ti. ¿Por qué no le preguntas a propia interesada? – me dijo su proyección imaginada.
– ¡Sabía que tu y yo estábamos en la misma onda! Abuelita, ¿tu que opinas? – dije, conjurando una alucinación de mi abuela revivida.
-. Ay, niño, no sé. Yo por no molestar, donde me digáis.
– Que no Abue, que no es eso. ¿Tú donde quieres? Y ni caso de lo que diga Tito.
Mi abuela me sonrío con aquella cara que solía poner cuando ya de mayor no oía por la sordera.
– A ver, Abuelita, a ti siempre te gustó el mar. ¿No prefieres ir a nadar como solías hacerlo cuando yo era niño?
Siguió sonriendo, como si no me escuchara:
– Te quiero, cariño – y la proyección de la muerta se disolvió.
Yo también te quería, pensé para mis adentros. Hasta las alucinaciones se rebelaban en aquellos días, y ni de ellas podías obtener una respuesta clara.
Me imaginé la escena en lo alto del Albaicín. A los pies del mirador se extendería el valle del Darro y los cipreses, el Paseo de los Tristes y más allá, se divisarían las casas blancas arremolinadas subiendo por la ladera. A mis espaldas, la iglesia de muros blancos y techo de teja roja. Me envolvería el bullicio de la plazoleta: el malabarista, los hippies risueños y la gitana de las castañuelas, embaucadora de turistas. De frente, el panorama del Castillo Rojo, y en su contorno, bosque verde.
Lo haría entonces. Desparramaría las cenizas y bajaría por el flanco derecho, con la urna vacía en una mano y el corazón en la otra. Habría tirado sus cenizas al pavimento del insigne barrio nazarí. Pero pavimento después de todo.
Absorto en mis ensoñaciones, tomé la decisión inconscientemente. Cuando me quise dar cuenta, Granada se había quedado atrás y la carretera serpenteaba ya hacia levante. Pronto comenzaría el paisaje ocre y ondulado, salpicado aquí y allá de invernaderos y plásticos blancos. Pronto llegaría a la sierra de Gata, regada de monte bajo y tierra yerma, de escabrosas paredes y ambiente fantasmal, como de un tiempo antediluviano. En las riberas de la costa, campos de cactus y formaciones arbustivas se arremolinarían desde los caminos hasta las lomas, trepando hasta las colinas más altas.
Llegué a la playa de los Muertos cuando ya amanecía. Escogí la orilla bajo aquel peñasco horadado y de arquitectura insólita que se erigía en el linde meridional de la playa. Sería el altar de la despedida. Cerré los ojos, arrullado por el batir de las olas. Me concentré evocando todo recuerdo de mi abuela, conjurando su esencia para fundirla con el aire cálido y salino que invadía mis pulmones. Alcanzado tal culmen sensorial, abrí la urna, dispuesto al rito. Hundí la mano en el contenido y … la magia se desvaneció de golpe.
Aquello eran… ¡lentejas!
¡Tito nos la había jugado!
Me imaginé a mi tío huyendo en un tren hacia el norte, una caricatura de cara cetrina que aferraba entre sus brazos un pequeño cofre, y no pude por menos que echarme a reír, mientras el sol emergía sobre el horizonte.
Me parece un relato que aparece por «rebote» tras ser presentado a uno específico de Granada. No tiene importancia, si no fuese por: Lorca ya está manido; las comas no se saben utilizar y el autor no ha entendido que, además de sus normas sintacticas obligatorias, deben marcar un ritmo en el texto. Y eso de proclamar «joya andalusí», es un crimen, un asesinato a la inteligencia y el buen gusto…
Suerte…
Se me fué un acento: «sintácticas». Y no estoy demasiado seguro de si fuese más correcto expresar que «…un asesinato contra la inteligencia…».
Lo tecleo «por si las moscas»…
Que bueno que no sé mucho de gramática, esto me ha permitido disfrutar de tu narración, que me llevó de viaje por algunas regiones de España (me voy a morir sin tener la dicha de pisar su tierra, a lo mejor pido que mis cenizas sean esparcidad por allá) y luego disfrutar de un final tan sorpresivo como jocoso.
Te felicito Nieto y te pido tu opinión sobre mi cuento, estoy en el 168, gracias.
¿Por qué será que la última voluntad de las personas trae en infinidad de ocasiones en jaque a los que se quedan? Es como si esperásemos a última hora para dejar una pequeña bomba de relojería para que explote en las manos de los que no supieron entendernos en vida. Ya se sabe, ésto son lentejas…. Suerte.