Aquella mañana la oficina recibió a Martín con un torrente de complicaciones. Se había levantado algo tarde, de tal forma que a su llegada, los compromisos tomados desde días anteriores chocaban atropelladamente en las puertas de ingreso al edificio.
Eran las nueve y media de la mañana y ya se había pasado de largo a las ocho una cita con uno de los clientes importantes de la firma y peor aún, hacía más de quince minutos había comenzado la reunión trimestral de gerentes. Sin contar los correos, sobres, llamadas perdidas a su celular y un pegajoso compañero de trabajo que lo acompañaba comentándole aburridísimos rumores de pasillo.
Cuando llegó al escritorio de Malena, su secretaria, recibió como cada mañana que se quedaba dormido una mirada tranquilizadora y una sonrisa que lo invitaban a sentirse despreocupado, aunque un segundo más tarde los nervios del camino sin retorno y el tiempo perdido volvían a abalanzarse sobre él. Aún así, ese momento, de alguna manera tan íntimo, que compartía con ella era una de las pocas cosas que lograba aunque sea brevemente, serenarlo y darle algo distinto a cuanto recibiría y daría durante el resto del día.
No hacía tiempo de entrar a su oficina pero gracias a Dios ella le tenía todo preparado, tiró el sobretodo detrás del sillón donde ella estaba, tomó la laptop, le robó un anotador, un bolígrafo y salió corriendo mientras se quitaba con las yemas ásperas de sus dedos el sueño que le soldaba los ojos.
Corrió por el pasillo hasta frenarse bruscamente frente a la puerta placa doble de la sala de usos múltiples, la computadora casi cae. Tomó todo el aire que pudo y entró saludando y mirando tranquilamente a todos y cada uno de los asistentes como si nadie pudiera tener argumentos inquisitorios en su contra por haberse retrasado de tal manera. Se sentó sin prestar mayor atención a la presentación que corría en el proyector. Encendió la computadora, acomodó el anotador, tomó el bolígrafo y volvió a respirar, aunque imperceptiblemente, como si necesitara colmarse con el aire de toda la sala.
La mayoría de los presentes lo proponían como un desordenado, poco profesional, incapaz y desagradable al trato. Definitivamente lo ponían en otro lugar, distinto al de ellos. A favor de Martín, es importante mencionar que su formación distaba mucho de las formación de extracción industrial o contable que tenían la mayoría de los asistentes. Además su manejo extremadamente expeditivo de las situaciones, forzado por la cantidad de decisiones que debía tomar durante cada jornada, lo hacían propenso a una gran cantidad de errores. Los contadores y los industriales no se permitían esta posibilidad y así es como se producían la mayoría de las críticas.
Fue luego de unos momentos que Martín distinguió al final de la sala, en algún lugar de la mesa, que estaba Diego, silente como de costumbre y con aquella mirada indagadora que normalmente lo definía. Diego era de esas personas que parecía dar orden al desorden. Y así como Malena le daba significado a los sentidos, Diego hacía lo suyo con los pensamientos. Ellos dos eran el equilibrio de Martín y mantenían, al menos latente, su locura.
Martín, ahora, por el contrario, se esforzaba por inspirar lo mínimo indispensable porque el ambiente apestaba al agua de colonia que usan los viejos por la mañana. El encierro, la colonia y el olor de un cigarrillo fumado algún rato antes a escondidas en los baños de la empresa iban debilitando su resistencia y alterando sus nervios.
Los oradores iban pasando y Martín no lograba interpretar nada de cuanto allí se decía, estaba en otra cosa. Sólo se esforzaba por desoír el chirrido atormentador del fibrón sobre el pizarrón acrílico, los papeles crujientes de caramelos y los pequeñísimos ventiladores de las computadoras personales. Alzaba de tanto en tanto la mirada hacia Diego buscando algún sosiego pero Diego estaba detrás de varias personas y no lograba verlo. Tampoco estaba cerca Malena. Estaba sólo y abarrotado de males.
De pronto llegó su turno de pasar al frente. Los asistentes cruzaban sus miradas, se acomodaban en sus asientos y se mostraban visiblemente perturbados. Diego avizoraba que se venía nuevamente la misma escena, el mismo acto, y no había nada que pudiera hacer por Martín, su control no llegaba tan lejos y Martín no era un personaje más de una de sus obras sino una persona libre aunque en perfecto desequilibrio.
Ya al frente y con la luz del proyector sobre su rostro Martín temblaba, ponía innecesariamente papeles en orden mientras le transpiraban las manos. Corría un botellón de agua mineral que escondía con su sombra parte de la pantalla mientras sus piernas se entumecían y ya con la computadora repetida en la gran pantalla intentaba buscar el archivo de la presentación pero sus manos se enajenaban y el cursor parecía perdido. Aún no comenzaba a hablar, el ritual preparatorio se extendía, los asistentes se disipaban y las paredes replicaban el murmullo una y otra vez tornando cada vez más espesa y llena la sala. Finalizado el rito y a punto de despegar la primer y última palabra, la colonia, el cigarrilo, el olor a café en el aliento, el murmullo replicado, la luz de la pantalla y los ventiladores de las computadores desataron el alud sobre Martín.
No cayó al suelo, no salió corriendo, pero tampoco pudo continuar más, quedó paralizado para despertar unos minutos o tal vez una hora después en la misma sala, pero sin asistentes, con un vaso de agua fresca ya firmemente sostenido en su mano. A su lado Malena estaba asustada y con los ojos vidriosos buscando adentro suyo una manera de aliviarle el dolor, Diego estaba sentado en una silla frente a él, lo miraba firmemente. Luego, Martín miró alternadamente a Malena, luego a Diego y nuevamente a Malena. Algo se esclareció dentro suyo y una sonrisa casi maníaca se escabulló por sus labios.
Fue sólo una más de las crisis nerviosas qué lo venía martirizando hacía ya unos años. Se dio cuenta que no podía pretender que todo esto cambie si seguía enfrentándose una y otra vez a la sala, los oradores, el fibrón y los papeles de caramelos crujientes. Fue entonces y sin dilaciones al despacho del jefe de personal a presentar su renuncia. Se animó y así lo hizo. Quizá ese lugar nunca le fue propio o acaso no había lugares propios para él. A partir de ahora se trataba de averiguarlo, por lo pronto, estaba plenamente desprotegido pero lleno de vida y lejos de la penosa agonía.
La última vez que nos juntamos los antiguos compañeros de trabajo en casa de Malena y Diego, uno de nosotros refirió haberlo visto una mañana recorriendo las calles del centro de la capital vistiendo un traje viejo, negro y andrajoso y oliendo a colonia barata. Pedía limosna con una mano y con la otra bebía de una botella envuelta en una bolsa de papel. Posiblemente era un rumor más de pasillo, posiblemente era verdad, pero quién sabe si no era que Martín había cambiado de trabajo o de ciudad o después de todo, tan solo se había muerto.
Trsite final para una historia que se repite día a día en todas las ciudades. El desencanto del trabajo rutinario como compañero fiel las ocho horas baldías en la oficina, rodeado de petimetres con el cuello a punto de explotar por la corbata. Mucha suerte.
Desolador el cuento, pero cierto. felicidades