182-El sueño del pastor. Por Nexus

 Sonidos mudos de una tarde de otoño al abrigo de un hogar. Leña crepitante que ante sus ojos manifiesta el frenesí del tiempo que pasa y desaparece. Oscuras lágrimas que apretadas asoman por entre las rendijas de la ventana. Soledad. Manos frías y ásperas que no entienden de caricias ni terciopelos. Dedos enjutos y nudosos que entre sus arrugados y entrelazados nudillos  esconden penosos trabajos y atesoran sabiduría de tantos años vividos. 

 

         Cae la tarde y las penumbrosas sombras se alargan intentando ganar el espacio a la luz mortecina. Pero aquella tarde no era como las demás. Él, taciturno y aparentemente decaído sabía que no era como las demás. Lentamente fue levantando la cara hacia la luz de la hoguera, y apoyándose en los brazos de su vieja mecedora de nogal, consiguió encaminarse hacia la puerta. Sabía que no estaba del todo cerrada y la fría brisa de poniente comenzaba su gélida danza a la misma hora de siempre. Aquella puerta astillada por los años y la intemperie no cejaba de golpear su marco, como si  una acosadora petición de libertad le apoderase. Sin ninguna prisa sujetó su pomo y con la misma mano la empujó hasta que dejó de golpear. Quedó de pie ante ella  y antes de volverse miró al suelo. Las entalladas tablas de viejo roble aún soportaban su peso. Observó como los años acumulados en su superficie habían transformado el pulido barniz en ásperos arañazos y como algún que otro clavo asomaba su cabeza como intentando liberarse de la prisionera madera.

 

         Llegaba la noche, como siempre; levantándose sobre las boscosas colinas que gobernaban el valle. Hacía rato que los sonidos de los animales del corral, habían cedido ante el gélido viento de la noche. En el estrecho porche se amontonaban ordenadamente unos cuantos maderos de leña que contra la pared, parecían que sujetaban su propio peso en un dudoso equilibrio. Él, se dirigió con premura a encender el par de  lámparas de gas que colgaban de las gruesas traviesas del techo. Siempre terminaba doliéndose de la espalda al quedar de puntillas para alcanzar la torcida. Dejó bajar el último y enmohecido cristal y se encaminó hacia lo que parecía la cocina. Ninguna puerta separaba a ésta de lo que se podría llamar la estancia principal. Apartó con una mano la cortinilla que cubría una de las varias alacenas de piedra. Y desenvolviendo una gruesa y blanquecina tela, pellizcó un trozo mediano de aquel redondo y algo endurecido pan. De una estantería de madera con puertas apestilladas sacó un  viejo trozo de queso curado y con ambas manos ocupadas se sentó en la pequeña mesa junto a la pared. Extrajo su inseparable navaja del bolsillo y tras abrirla comenzó a desgajar algunas cuñas de aquel duro queso, depositándolas con sumo cuidado encima de las pequeñas rodajas de pan que había cortado encima de la mesa. Extiró el brazo para medio llenar el vaso que junto a la botella de vino le estaban esperando. Y perdiendo su mirada en algún supuesto punto comenzó a cenar en silencio.

 

         El frío comenzaba a arreciar tanto fuera como dentro de la vieja cabaña de piedra y ya apenas se vislumbraban las siluetas de los aledaños abetos. Aquel pasado verano  había sido especialmente duro. Y el cercano riachuelo que otrora murmurara sin cesar con su rítmico chapoteo, ahora no llegaba a alcanzar el recodo que junto a la senda del camino daba entrada a la vieja cabaña. Sitio este, desde donde se podían atisbar algunas lascas de pizarra rotas sobre el tejado que precisaban de un cambio urgente antes de que llegaran las primeras nieves. 

         De pronto, se escuchó un fuerte ruido en el rincón del dormitorio y sobresaltado pero con aparente  quietud, el anciano se giró sobre su silla y comprobó como el origen de aquel ruido no era  otro que su viejo perro de las nieves que otra vez había torpemente tropezado con algún mueble. Fijó su mirada en la del cabizbajo y arrepentido compañero que muy lentamente se le acercaba y frunciendo el ceño le señaló  con un gesto de su mano ordenándole que se fuera hacia la chimenea. Su fiel compañero…, fue en sus tiempos mozos un inmejorable perro guardián, temido por zorros y algún que otro lobo, compañero de andaduras y protector del pequeño rebaño que tiempo atrás dio trabajo y algunos dineros al cansado anciano. Ahora a ambos solo les quedan las cicatrices y recuerdos de tiempos pasados.

 

         La dura chimenea de piedra que con su aliento confortaba toda la estancia, comenzaba a languidecer. El anciano tras terminar su aparentemente improvisada cena se acercó a avivar el fuego, rodeando a su viejo perro, que tumbando sobre su costado dormitaba en el suelo junto al calor de los leños. A continuación el anciano comenzó a palpar sus bolsillos, primero de los pantalones luego del chaleco pero no encontró lo que buscaba. Recorrió con su mirada las amplias lejas que a ambos lados de la chimenea se extendían. Apartando con la mano algunos objetos, un viejo cuchillo de caza, un par de jarrones de cobre, una pequeña bolsita con tabaco y unas monedas, pero nada. No aparecía. Comenzó a frotarse el pecho lentamente con una mano pero sin apartar la mirada de su búsqueda, mientras con la otra se rascaba la canosa barba. Sin mediar un segundo de pronto recordó donde estaba. Cruzó de nuevo frente la chimenea y acercándose a la leja más alta alargó el brazo y allí estaba. Su vieja pipa. Tan vieja o más que él. Una vieja pipa de madera de brezo que un antiguo amigo le talló para él. La boquilla, presumía de tantas muescas de dientes como se pueda imaginar. la cazoleta en cambio había sido tallada en madera de cerezo y aún mantenía su brillo. El anciano con notoria complacencia, la sujetó  como es debido en su mano y tras coger la bolsita de tabaco se sentó de nuevo en su querida mecedora. Allí sin prisa ninguna, y como si de un rito ancestral se tratase, abrió la bolsita de tabaco, extrajo la cantidad justa que necesitaba, la volvió a cerrar, llenó su pipa y tras encenderla con una ramita de la chimenea se acomodó para disfrutar de un buen par de bocanadas.

 

         Era tarde y se había quedado por un momento traspuesto en su mecedora. El viejo perro ahora dormía profundamente, quizás soñando con algún lugar mejor que aquel  y las pequeñas llamas de la chimenea apenas se dejaban ver. Los cristales de la única ventana estaban tan empañados que las gotas de agua ya no soportaban su peso y se dejaban caer deslizándose por los traslucidos cristales hasta chocar con las varillas de madera que los separaban. Una de las lámparas llevaba algún rato casi apagada y la tenue luz apenas alumbraba. Pero fue un golpe de tos lo que despertó a ambos. El anciano se volvió a rascar la barba, intentando recuperar la mirada mientras que su perro mirándolo desde el suelo algo sorprendido dejó caer la cabeza de nuevo entre sus patas delanteras.

 

         Algo anquilosado por el frío y por el sueño, intentó un par de veces incorporarse hasta que las piernas recuperaron la suficiente energía para ponerlo en pie. Recordó que llevaba aún la pipa en su mano derecha y tras sacudirla boca abajo un par de veces contra la palma de  su mano izquierda la dejó de nuevo en su sitio. Intentó algo parecido a un desperezo aunque su encorvada espalda apenas si le dejaba. Sobre una pequeña y circular mesa junto a la mecedora encendió  la desgastada vela sujeta por un pequeño porta-velas de latón. Luego tras dolerse de la espalda volvió a ponerse de puntillas para apagar las lámparas de gas. Levantó la vista,  se acercó para recuperar la vela y se dirigió hacia el dormitorio. Aquello más que un dormitorio era un simple  rincón con  una cama junto a una especie de mesita o pequeño tablero con patas. La pequeña cama sujetaba entre sus patas un viejo y abultado colchón de lana de oveja, sobre el que destacaba una roída manta que sin lugar a dudas llevaba mucho tiempo allí. La  pequeña y arrugada almohada apenas sobresalía. Sin prisa, el anciano se sentó en aquel camastro, dejó la vela en la mesita y muy lentamente se descalzó, dejándose caer para después intentar no sin apuros echarse la manta sobre él y apagar finalmente la vela. En esas medias, su fiel compañero, ya había llegado para postrarse junto a los pies de la cama enroscándose sobre si mismo buscando  atesorar todo el calor que pudiera. 

 

         Esa noche realmente era muy fría. Fría y distinta a las demás. No hizo más que rozar el sueño cuando de pronto un fuerte dolor en el pecho del anciano le hizo encogerse sobre sí. Una tos seca y fuerte acompañaba al intenso dolor  le producía una terrible opresión. El viejo perro al oír las toses se despertó sobresaltado y puso sus patas delanteras sobre la cama sin dejar de mirar a su amo. Sabía que algo terrible le estaba pasando, pero no entendía el qué.  El anciano apretaba sus puños sobre su pecho pero el dolor no se iba. La respiración se le hacia cada vez más pesada y entrecortada. El perro nervioso comenzó a ladrar, pidiéndole una señal, una orden, pero él no podía mirarle. Tras un fuerte golpe de tos de pronto, el anciano hinchando el pecho aguantó la respiración, apretó aun más los puños y cerrando sus ojos dejó girar su cabeza hacia su fiel compañero. No volvió a respirar. Atónito su perro, quedó  junto a él  mirándolo fijamente, totalmente inmóvil. Solo dejó escapar unos pequeños gemidos de confusión al tiempo que inclinaba su cabeza. Y sin poder hacer más por el viejo anciano, su fiel compañero  se dejó caer abatidamente de nuevo a los pies de la cama donde se volvió a acomodar  esperando  quizás al nuevo día.

 

                   Esa noche era distinta y él lo sabía. Esa noche comenzaba su último y gran sueño.

 

 

Hijo de tantos lamentos, hermano de grises sueños. El despertar que me anticipa al caos me sonríe con su blanca cara. Somos uno entre todos, somos en un todo la unidad de un solo ser.

9 comentarios

  1. José Almagro Lorente

    Me ha encantado. El texto te sumerje de una forma impresionante, por la forma que has usado para narrarlo, describiendo, absolutamente todo, de una forma muy sutil. Yo estaba allí, dentro de ese cuarto, viendo todo, sentado al lado del viejo, podía sentir tanto el frío de fuera, como el calorcito de la chimenea, era todo muy acojedor… me ha recordado a la casita del abuelo de Heidi.

    Suerte!

  2. Antonio Álvarez

    Me ha gustado mucho, el ver como nos podemos trasladar a un lugar tan remoto y acogedor sin movernos, esas descripciones tan detalladas nos hace ver el entorno como si estuvieramos junto a él.
    El poder compatir esos ultimos momentos con tanta descripción es algo triste, pero a su vez es muy, muy bonito.

    Espero que tengas suerte en la votación, ya que el relato se lo merece.

  3. Muy bueno. Mis felicitaciones.

  4. Gracias a todos.

  5. Como siempre una imaginación desbordante, te felicito por ello y te agradezco que compartas con nosotros tu brillante fantasia y talento para transportarnos en tus viajes.

    Un relato con mucho detalle, uno se siente hacer parte del decorado, pero un relato triste y como sabes, yo soy más bien una persona alegre.

    Felicidades

  6. Hiperrealista, detallado, minucioso. Digno de leer con atención para no dejar escapar ningún detalle. Suerte.

  7. Gracias Guido Gracias Hóskar

  8. Sublime. No dejes de escribir y publicar aquellos textos que sin duda nos harán pasar agradables momentos ensimismados con la bella forma narrativa que posees.
    Un fuerte abrazo.

  9. Me ha encantado tu poético relato, como ya te lo han dicho en otros comentarios, me hiciste estar cerca del viejo y de su perro, deseando poder ayudarlo en esa fatal hora o consolar al fiel animal. Felicidades Nexus

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