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190- El dilema. Por Nathaniel Bowditch

Hace tan sólo unos meses Óscar era un hombre al borde del precipicio. A sus treinta y seis años se veía en la obligación de tomar una decisión: o se casaba, o debía terminar con Alicia. De por él hubiera escogido esto último, pero ojalá resultase tan sencillo. Óscar había llegado a la conclusión de que se había enamorado simplemente porque los años se le echaban encima y sus más allegados comenzaban a sospechar que sería incapaz de asumir un compromiso estable. Alicia era una persona reservada y responsable, pero sobre todo comprometida. Si hubiera tenido otra expresión incluso se habría dicho de ella que era hermosa, pero aquel mohín de gravedad que imprimía a sus reacciones lo emborronaba todo. La mujer trabajaba de administrativa en una empresa de paquetería, y allí tenía fama de eficaz y estricta, en un trabajo donde la precisión lo es todo.

            Los dos compartían el apartamento que Oscar tenía en la capital, si bien él debía desplazarse hasta un pequeño ayuntamiento colindante donde ocupaba la plaza de secretario del cabildo. Precisamente era durante el retorno a casa el momento en el que le asaltaba la idea de que aquella relación no daba más de sí, y que cuanto antes lo dejaran sería mejor para ambos. Para su pesar, no encontraba la manera de enfocarlo. Algunas tardes entraba en casa, malhumorado, protestando por cualquier tontería, en un intento de que aquella actitud le sirviera de preámbulo, pero no dejaba caer dos palabras mal sonantes cuando Alicia se deshacía en llantos. Era entonces cuando Óscar se daba cuenta del verdadero alcance del problema. Aquella mujer, recta, discreta, levantaba sus murallas alrededor de él. El que fuese la novia (la futura esposa, ¿por qué no?) de un secretario de ayuntamiento constituía un acontecimiento único en su entorno. Óscar le abría las puertas a un ambiente que creía vedado, y que, sin embargo, deseaba con toda su alma. Porque aunque Alicia viniera de una familia humilde, y no tuviese educación universitaria, desde pequeña pensaba que esforzándose y con una conducta intachable, se podía prosperar. ¿Y acaso podía soñar con mejor futuro que el que él le ofrecía? Una persona a quien invitaban a los actos más relevantes del municipio y que siempre trataban de usted (en el trabajo Alicia trataba de usted a todo el mundo), con una consideración obsoleta en el barrio donde ella había crecido. Allí los jóvenes, una vez vencida la lucha de clases, cada vez eran menos propensos a un respeto que desechaban por rancio, y sí a la camaradería espontánea, sin artificios. Alicia en verdad pensaba que cada uno tenía que saber estar en su lugar, especialmente las mujeres. Por eso su vida sólo tenía sentido al lado de un hombre como él. Óscar leía el mensaje en cada lágrima que ella derramaba a la mínima insinuación. Por eso no podía dejarla. No le daba motivo alguno, salvo el ser una chica pobre y poco formada, y eso era algo que nadie podría argumentar, y mucho menos él.

            Además, existía otra razón, en su caso trascendental. Efectivamente, años atrás, cuando Óscar cursaba segundo de derecho, mantuvo una relación que le marcaría para siempre: Beatriz, una chica llena de vida, a la par hija única de una de las mejores familias de la ciudad. La primera vez que Óscar entró en casa de Beatriz (una casa luminosa, de habitaciones grandes y cuadradas) sintió angustia de pensar que algún día ella también habría de visitar la suya. El padre de Óscar era profesor de geografía en un colegio privado, y su sueldo llegaba lo justo para mantener con dignidad a sus dos hijos y a una esposa volcada en las tareas domésticas. El mes que había algún gasto imprevisto, llegar a finales era una cuestión de fe. En definitiva, en el hogar de Óscar había valores en abundancia, en la misma relación que la ausencia de dinero. El caso es que después de dos años de noviazgo, Beatriz le dejó. De aquello Óscar aprendió dos lecciones de las que jamás se olvidan. Primera: quien pone fin a una relación empuja al otro a un sumidero. De repente, la oscuridad. A veces uno lo piensa, y cree estar preparado. Es más, especula que será él quien dé el primer paso, y si no lo hace es por lástima. En el amor se dan grandes dosis de compasión. Pero a la hora de la verdad descubre que no se trata sólo de amor; quien lo deja se lo lleva todo, se reivindica ante los demás, tiene pleno derecho para iniciar una nueva relación sin que asome la sombra del despecho. No, no es sólo amor, porque cuando éste se rompe otros sentimientos acuden a remplazarle. Es como si fuera un muro que contiene impulsos incontrolados, algunos violentos. Uno se arrepiente de haber sido tan condescendiente con los caprichos de su pareja, los cafés con antiguos novios, las salidas nocturnas con sus amigas, porque la anuencia no es sinónimo de confianza sino de debilidad. El que piense lo contrario no conoce la pasión. La segunda gran lección que aprendió Óscar se reducía a una única palabra: humillación. Él sabía que Beatriz tenía decenas de pretendientes, de su misma condición, la mayoría auspiciados por sus padres, quienes sin decirlo veían en Óscar al perfecto don nadie que quería aprovecharse de la posición de su hija. El que ella le dejase ratificaba su condición de impostor sin escrúpulos, por suerte descubierto a tiempo. Un pordiosero más que quiso llegar lejos.

            Si los árboles de los bosques son tan altos porque compiten unos con otros por alcanzar la luz, desde entonces Óscar buscó refugio en la maleza. Es fácil entender que no quisiera arrojar a Alicia a una situación en la que él había sufrido lo indecible, y que incluso estuviera dispuesto a luchar por la relación, si no fuese por esa total dependencia que ella le demostraba a diario. Alicia jamás tomaba la iniciativa. Óscar debía resolver por los dos, y ella se limitaba a asentir como una chica obediente. Tanta responsabilidad le extenuaba y le hacía sentirse vulnerable. Qué diferencia con Beatriz, quien en el tiempo que estuvieron juntos sabía muy bien lo que quería y era Óscar el que se dejaba llevar.

            Entonces ocurrió.

            Fue un encuentro casual, cerca de su casa. Habían pasado casi quince años, lo que no impidió que el corazón de Óscar se encendiese como un pebetero. Beatriz estaba hermosísima. Fueron a tomar un café, y mientras charlaban, las palabras de la mujer convirtieron su cerebro en un puñado de moléculas dispersas.

            —Óscar, tengo que pedirte perdón. Contigo pasé mis mejores años, y entonces no supe apreciarlo. —Y ella le cogió de la mano, con decisión, sin darle opción a rechazarle.

            Óscar hizo lo imposible por no llorar. Había soñado tantas veces ese momento que a la hora de la verdad temió que se tratara de una broma cruel. Pero no, aquellas palabras eran sinceras. ¿Por qué no iban a serlo? Palabras, por otra parte, que daban un vuelco a la situación. Con el apoyo de Beatriz estaba seguro de que podía romper con Alicia, porque la mejor vacuna contra el sentimiento de culpabilidad es saberse arropado. Así que Óscar, lava de volcán, no dudó en agarrar la mano que Beatriz le tendía desde lo alto de los árboles.

            La reacción de Alicia le sorprendió. No le montó ninguna escena. Tan sólo dijo algo así como que se lo esperaba. «¿Es por ella, verdad? Nunca lo superaste.» Recogió sus cosas y le devolvió las llaves. Óscar agradeció su comportamiento, aunque tampoco se entretuvo mirando atrás. Beatriz insistió en que tenían que recuperar el tiempo perdido. Y en verdad lo hicieron. No pasó un mes cuando ella le enseñó un lujoso chalet en las afueras, el hogar que los dos necesitaban para cimentar su futuro. Sólo había un problema: su elevadísimo precio. Pero tal vez eso tuviese solución. Se trataba de “encauzarun contrato que en breve saldría a concurso en el ayuntamiento donde Óscar prestaba sus servicios. La empresa, casualmente dueña del chalet, sabría agradecerlo. A Óscar se le vino el mundo encima. De todos era conocido lo celoso que podía resultar en su trabajo, de ahí que nunca se hubiera prestado a esos tejemanejes, pero temiendo perderla otra vez, acabó cediendo.

            La tramitación del proceso llevaba ciertos plazos y durante ellos su conciencia intentó rebelarse. Beatriz, por su parte, le colmaba de atenciones. Sin embargo, había algo en el comportamiento de la mujer que le resultaba chocante. Detalles sin importancia, pero que le descolocaban, como cuando sin explicación aparente se alejaba para contestar al teléfono. ¿A qué venía esa falta de confianza cuando se suponía que él estaba arriesgando su carrera por el bien de ambos?

            Un día Óscar no se pudo reprimir, y la siguió por el pasillo hasta que la mujer se introdujo en el baño. Óscar se acercó hasta la puerta y la resonancia de las baldosas hizo el resto. «Tranquilízate, por favor, a mí también me gustaría estar contigo… ¿Qué quieres?, lo habíamos hablado… En cuanto se licite…»

            Óscar leyó la respuesta como una de esas papeletas de rasga y gana. A sus espaldas habían urdido un plan previsible, casi infantil, y él se había tragado el anzuelo como un pez ciego. ¿Y ahora qué? Era demasiado tarde para echarse atrás. Ella sabía demasiado, y visto lo visto no dudaría en chantajearle. Óscar cerró los ojos y se dejó arrastrar, igual que una ola que llega a la playa incapaz de salirse de la formación, para romper y deshacerse.

            La noche previa a la formalización del asunto, Óscar regresó a la ciudad con toda la documentación que Beatriz le había requerido. Al salir del coche se encontró con una pareja de la Guardia Civil. Óscar respiró profundo. ¿Les habrían dado el soplo? ¿Y si en realidad Beatriz hubiese ideado de antemano que él fuese el chivo expiatorio? Genial, batiría todos los registros de la candidez. Su caso lo estudiarían en los seminarios policiales. La pareja de la Benemérita se le acercó y le pidió educadamente que les acompañara. Durante el trayecto Óscar se dijo que lo mejor que podía hacer era colaborar. El delito aún no se había consumado. Lo más seguro era que le inhabilitasen, pero podía eludir la cárcel. Apretando los puños, su mente sólo tenía espacio para un único pensamiento: ver entre rejas a Beatriz y a su cómplice, ese que la llamaba a escondidas, y que después de hacerle el amor se referiría a Óscar con palabras de burla y desprecio.

            En el cuartel le recibió un teniente circunspecto. «Siéntese, por favor, no sé cómo decírselo. Estas cosas son tan delicadas… Permítame que vaya al grano: Beatriz Luengo ha sido asesinada. Un par de cuchilladas en el ascensor de su oficina. No tenemos pistas, ni testigos, aunque estamos seguros de que se trata de un delincuente común, posiblemente un drogadicto. Su bolso no ha aparecido…»

            Cuando esa noche Óscar entró en su casa, para su sorpresa se encontró con Alicia desempaquetando sus cosas. Ella le recibió con una sonrisa. Durante la cena Alicia en ningún momento justificó su regreso, es más, ni llegó a mencionarlo, como si nunca hubiese abandonado aquel lugar que le pertenecía por derecho. Se limitó a hablarle de cuestiones banales, pero en un tono diferente. Sí, había algo distinto en la voz de la mujer. Era la voz de un personaje que crece a lo largo de las páginas de un relato. Mejor aún, la voz de quien se ve en la obligación de resolver conflictos en beneficio de la torpeza de otros. Una voz decidida, que planifica y concluye.

      Óscar creyó ver el llavero de Beatriz enroscado en un cenicero, pero lo ignoró. Simplemente saboreó la cena y se dejó llevar.

5 Comentarios a “190- El dilema. Por Nathaniel Bowditch”

  1. Hóskar-wild is back dice:

    Seguro que al pobre hombre no le entrabas ya ganas de tener más dilemas. En cualquier caso, Alicia decidiría cuál era la mejor opción, aunque tuviera que volver a filar el cuchillo de nuevo. Suerte.

  2. Hombre sin abrigo dice:

    Tengo cierta inclinación afectiva por los relatos negros. Éste, en particular, me ha gustado mucho. La infidelidad, el homicidio, la relación tempestuosa. Me parece que sugerir en lugar de afirmar (en este caso sugerir a Alicia como la asesina pero no tener ni siquiera la intención de afirmar tal cosa) incrementa, muchas veces, la calidad literaria de este género. Felicidades y mucha suerte en el certamen, Nathaniel Bowditch.

  3. Don Juan Tenorio dice:

    Aquí estuvo don Juan y halló un dignísimo relato.
    Celos, indiferencia, pasión, deslealtad… ¡e infame cobardía!
    ¡Buena pluma la vuestra, Nathaniel!
    Mas su tinta no caló en el papel de mi lectura. Alguna emoción se perdió, quizá, yendo de doña Ana a doña Inés… y la devoraron las dos.

    «Yo soy vuestro matador,
    como al mundo es bien notorio;
    si en vuestro alcázar mortuorio
    me aprestáis venganza fiera,
    daos prisa, que aquí os espera
    otra vez don Juan Tenorio».

  4. Lovecraft dice:

    Vaya con la mosquita muerta de Alicia. Eso es tener iniciativa y visión de conjunto para resolver los problemas, todo lo que le faltaba a Óscar. Y la mala de Beatriz, ¡pero qué harpía!. La falta de sinceridad puede resultar fatal para cualquier relación.

    P. D.: «De por él hubiera escogido esto último». Sobra el «De» inicial.

    Suerte Nathaniel Bowditch

  5. Dies Irae dice:

    Hola, Nathaniel Bowditch.

    Pues supongo que habrá gente así, como Oscar y Alicia, y que serán felices y comerán perdices. Está bien narrado (no hay peros en la forma), pero no sé si me inquieta lo suficiente. O será que algo no veo.

    Suerte, un saludo.

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