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217-Caro data vermibus. Por Alexander Bürgameister

Don Anselmo Doménech siempre sintió una fascinación especial por todo lo oculto, misterioso y antiguo del universo. Contemplaba con auténtica devoción todo lo referente al pasado y a la historia, así como a las ciencias esotéricas. Por ello, acudía habitualmente a anticuarios y librerías de viejo en busca de objetos y libros que saciaran su curiosidad.

Hacía algún tiempo que algo inquietante sacudía la materia gris de Doménech, perturbando su descanso de continuo. Todos sus estudios esotéricos necesitaban de un impulso postrero: el experimento que le acercara definitivamente a la verdad. Doménech siempre había desechado la idea de adentrarse en la necromancia, no sólo por considerarla inmoral y depravada, sino por creerla una práctica espeluznante. Pero al haber llegado a la conclusión de que sin ella no podría alcanzar nunca el objetivo primario de toda una vida de estudios, se armó de valor y dispuso parte por parte lo necesario.

Viajó al pueblo donde habría de realizar la arriesgada tarea y alojándose en la posada disfrutó durante un par de días de la hospitalidad del dueño hasta tenerlo todo preparado.

Al cumplirse la segunda noche, que providencialmente traía borrasca, salió de la posada cuando el cascado reloj de la iglesia daba las once. Con firmeza, bajo el brazo derecho, custodiaba un maletín repleto de los artilugios que iba a necesitar. A través de las callejuelas estrechas del pueblo se encaminó hacia las afueras, a sabiendas de que no se encontraría con nadie en una noche de tiempo tan aciago. Al llegar a un puente, tomó el camino que subía por la colina.

Después del agotador ascenso comenzó a divisar una verja de hierro. Tras ella, reposaba un cementerio, morada de los olvidados, que ya nadie visitaba.

No sin dificultad franqueó la entrada y deambuló largo rato por los jardines arruinados, deleitándose con las fantasmagóricas formas de los ángeles caídos, así como con las maltrechas esculturas de vírgenes implorantes. La lectura de las lápidas le proporcionaba un placer singular. Doménech se preguntaba: “¿Cómo habría sido Doña Elvira de Fioré, 1815-1850. Sus hijos no la olvidan? ¿Y Don Ignacio de Cegama, 1790-1842, Requiescat in pace?”. Quizá para cualquier otro eso habría supuesto un insólito pasatiempo, pero no así para Doménech, quien buscaba con frecuencia el sosiego ante el silencio de las tumbas. Sin embargo, aquella noche, su interés era muy distinto al habitual.

Cuando se dio cuenta de que se había apartado del camino se dirigió sin  más rodeos a la pequeña iglesia gótica del cementerio, que se encontraba en la parte más alejada de la entrada. En un cobertizo adyacente a la iglesia pudo encontrar unas herramientas y con ellas y su maletín se encaminó hacia el panteón de la familia Bastida de Orellana, que se hallaba a unos cuarenta metros. Consiguió abrir la puerta rechinante del panteón, y una vez dentro, sacó una caja de fósforos, una palmatoria y una vela para alumbrarse. Se acercó uno a uno a todos los sepulcros de la oscura y húmeda sala, en busca de uno diferente a los demás.

Allí estaba: Ernesto Bastida de Orellana, 1704-1752, Sit tibi terra levis. A Doménech le parecía que era el sarcófago más bello e interesante de cuantos había visto hasta entonces y no sólo por creer que su contenido iba a ser el desencadenante de muchos triunfos esotéricos. Su interés por los mausoleos se disparó inmediatamente al encontrarse ante el enterramiento más antiguo del panteón y por ende, el que más le conectaba con tiempos pretéritos. La cruz que se elevaba desde la lápida estaba despedazada y Doménech se alegró de ello. Siempre resulta conveniente que los motivos sagrados del cristianismo no le descubran a uno en flagrante blasfemia.

El sarcófago de granito pulido era tal y como se describía en el tratado de la ocultista rusa Lisvia Grossinsky, que Doménech había leído hasta la saciedad. En uno de los laterales podía leerse en grandes letras Caro data vermibus, “carne dada a los gusanos” en el latín de la antigua Roma. Además, había abundantes inscripciones doradas por doquier con los símbolos astrológicos de Júpiter y Saturno y otros, de índole alquímica y cabalística. Efectivamente, aquella era la tumba que Grossinsky pormenorizaba en su libro.

Con enorme esfuerzo físico y con la ayuda de las herramientas encontradas, Doménech logró desplazar la tapa del sarcófago.

Ataviado con traje de ceremonia, compuesto de camisola blanca con guirindola, chaleco y casaca de seda celeste y calzón gris le esperaba Bastida de Orellana en su lecho eterno. El lujoso atuendo, otrora de factura exquisita, aparecía entonces consumido y ennegrecido por completo. El cráneo estaba tocado con una peluca mugrienta y enmarañada, que la saña del secular encierro había tornado en grotesca. A la izquierda, un poco más arriba de la cintura, brillaba el pomo de oro de un bastón de madera de cerezo que revelaba señales de carcoma. En la empuñadura destacaban las iniciales E-B-O grabadas en esbeltos caracteres.

El valor de la palabra sería insuficiente para explicar cuán impresionante resultó para Doménech la visión de un esqueleto humano auténtico. Hipnotizado, contemplaba cada hueso de la mano, cada cavidad vacía y cada pliegue de su rica mortaja ultrajada por los humores de la descomposición. No obstante, pensó que Ernesto Bastida de Orellana debió de haber sido un caballero realmente elegante, pues si los restos macabros, horripilantes a decir con rigor, todavía conservaban un toque de distinción, ¿cómo no habría sido en vida?

Cuando se hubo recuperado de la emoción inicial un nuevo detalle captó su atención. En la parte interna de la tapa del sarcófago había unas marcas. Acercó la palmatoria y pudo ver que se trataba de números. De izquierda a derecha se podía leer: 1772, 1800, 1823, 1850.

 ¿Habría sido Bastida de Orellana enterrado vivo y fue él mismo quien realizó las marcas? ¿Qué otra explicación podría caber? ¿O quizá fueron puestas allí intencionadamente, como parte del poder del sepulcro, para dotarlo de propiedades numerológicas?

Olvidando estas cuestiones, Doménech clavó la mirada en la empuñadura del bastón. Según su libro: “hallará usted una nota oculta en el interior del pomo del bastón. Recite en alta voz siete veces los versos que contiene”. Doménech desenroscó con delicadeza el precioso pomo y enseguida encontró la anotación manuscrita en perfecto estado. Tal como indicaba Grossinsky, leyó el poema siete veces seguidas. Sus palabras estaban cargadas de unas metáforas y alegorías tan poderosas que calaron muy hondo en su psique y en su memoria.

A continuación, Doménech extrajo con mucho cuidado los restos mortales de Bastida de Orellana, aunque para ello hubo de asir una dañada caja torácica. Los depositó en el suelo orientándolos hacia el este, en analogía a la resurrección solar. Siguió a continuación todas las indicaciones detalladas en el libro. En primer lugar, colocó un círculo de cirios pascuales alrededor del difunto. En segundo lugar, prendió en una de las velas unos gramos de azufre y de escamonea y difundió su fuerte olor por toda la sala. Los efluvios del sulphur y de la convolvulus arvensis tienen la facultad de atraer a los espíritus, además de una importante simbología: por todos es sabido que el infierno hiede a azufre.

Extrajo de su maletín un fragmento de pan negro ácimo, le dio un bocado y puso otro trozo con cuidado sobre la boca descarnada del difunto. Después, procedió de la misma manera con un maloliente pedazo de carne seca de perro.

Por último, tomó un frasco de sangre, obtenida tras haber destripado a la gata negra del posadero, cuyos ojos vigilaban sin tregua a los viajeros. Bebió parte del contenido a sorbos y vertió el resto sobre la mandíbula desencajada de Bastida de Orellana. Evidentemente, la sangre se desparramó por el suelo, pero la estructura ósea quedó humedecida, lo cual era primordial.

Durante unos instantes se alejó del altar que había ofrecido a la muerte para coger de nuevo el libro. Lo dispuso en un banco junto a la palmatoria, alzó los brazos al cielo y con voz atronadora leyó:

– ¡Oh, Ernesto Bastida de Orellana, yo te conjuro a que te aparezcas esta noche! Si así no lo hicieras, los ángeles caídos te golpearían con sus espadas en las simas del averno. Acude aquí, para cumplir con mi voluntad. Muéstrate presto en este círculo mágico.

Doménech permaneció con los brazos elevados, aspirando el olor casi insoportable del azufre y de la escamonea, pero no sucedió nada. Nuevamente repitió las palabras antes mencionadas con los mismos resultados.

Se detuvo, ensimismado, observando la escena. ¿Qué había hecho mal? Estaba seguro de haber seguido todos los pasos con minuciosidad y a pesar de ello, el sortilegio no se había producido.

Cansado y entristecido se arrebujó en una de las esquinas de la oscura pieza para pensar y meditar, y debió quedarse dormido. Un rato después algo lo sobresaltó y abrió los ojos, comprobando que todavía era noche cerrada. El corazón le dio un vuelco al mirar hacia el suelo y constatar que los restos de Bastida de Orellana habían desaparecido de entre los cirios. Inmediatamente se incorporó y corrió hacia el exterior, donde no pudo advertir rastro alguno de vida humana o animal en las cercanías, exceptuando el ocasional ululato de un búho lejano.

¿Podría haberlo seguido alguien hasta el cementerio? ¿Habría algún pilluelo que querría darle un susto, osando desbaratar su trabajo de tantos años?

Sigilosamente, buscó entre las tumbas deseando hallar algo más que arbustos y piedra gris, pero ni los restos de Bastida de Orellana ni cualquier otra cosa se presentaron ante sus ojos.

Volvió al panteón, abatido y desesperanzado, y una vez dentro, contempló por última vez el círculo mágico. Se acercó al sepulcro abierto y mirando de nuevo la sucesión de números que había llamado su atención, le asaltó una duda espantosa. Y como si esa duda fuera un presagio certero e inmediato de lo que le iba a ocurrir, alguien o algo le golpeó en la cabeza y perdió la consciencia.

Cuando hubo vuelto en sí, varias horas más tarde, se encontró en la más impenetrable oscuridad y palpando a su alrededor pudo llegar a la conclusión de que había sido encerrado en la tumba de Bastida de Orellana. Pidió ayuda, pero no recibió respuesta. Intentó desesperadamente levantar la tapa para escapar de un entierro prematuro, pero comprobó que la habían cegado. Para un caballero enjuto como él, mover ese peso enorme desde dentro era del todo impracticable, ni siquiera con la fuerza inusitada que proporciona el ansiar evadir la muerte.

Aguzó el oído y creyó escuchar unos pasos, acompañados por un crujido que sonaba a madera o a huesos. Se le heló la sangre. Aterrorizado, comprendiendo la desgracia inminente, se movió y descubrió que su atavío ya no era la suyo, sino el de Bastida de Orellana: el antiguo traje de ceremonia y demás. Doménech, como pudo, se desplazó un poco hacia su izquierda y allí estaba el bastón. Desenroscó el pomo de oro y comprobó que en su interior se encontraba la nota perfectamente doblada y para su asombro, también un punzón corto y sólido. Pasó las manos por la superficie inferior de la tapa, percibiendo bajo las yemas de los dedos los números antes mencionados y entonces, Doménech lo entendió todo.

Entendió que otros antes que él ya se habían acercado a aquel mítico sepulcro queriendo devolver la vida a los muertos. En el año 1772, en 1800, 1823 y 1850 algunos incautos abrieron la tumba de Ernesto Bastida de Orellana, desconociendo la horrible maldición que recaería sobre ellos. En su afán de convocar a los muertos, desaparecieron del mundo para siempre.

Doménech, sin otro remedio que no fuera el de aceptar su pavoroso destino, agarró el punzón y al igual que hicieron los que le precedieron, talló con empeño en la piedra el año que corría.

Allí yace ahora don Anselmo Doménech, flanqueado por el maléfico bastón y guarnecido con ese traje dieciochesco, podrido, heredado sin haberlo reclamado. Ya no podrá saber si otros temerarios le sucederán.

14 Comentarios a “217-Caro data vermibus. Por Alexander Bürgameister”

  1. Dies Irae dice:

    Enhorabuena, Alexander. Verlo entre los finalistas me ha sorprendido, pese a, como dije en su día, sus buenas dotes narrativas. Quizá el conjunto de tema, tratamiento y técnica, sin embargo, no creí que dieran de sí para destacar tanto entre tantos buenos relatos.

    Felicidades, disfrute del momento y mucha suerte en la auténtica final.

  2. Bonsái dice:

    Te felicito estás entre los finalistas!!!
    Un abrazo!

  3. Hóskar-wild is back dice:

    Enhorabuena por haber llegado a la recta final, con el añadido de haberlo hecho con un relato diferente, arriesgado. Suerte.

  4. Patagon dice:

    Estupendo, me ha gustado muchisimo.
    Espero que tengas suerte

  5. rulfo dice:

    Buena prosa y bien extendida, con la parsimonia y detalle que cada escena requería. Además con el mordaz aliciente de querer saber que pasará finalmente con los despojos del tal Orellana, por cierto de nombre tan magnífico para una historia así. Perfecto vocabulario para la ocasión. Y una moraleja interesante: no conviene ser demasiado fisgón. Por cierto qué es eso de la “escamonea”, no aparece en el diccionario que utilizo on line.
    Enhorabuena Bürgameister

  6. Antonio dice:

    Es una historial fresca y distinta, te mantiene atrapado hasta el final,y está muy bien escrita.
    Te deseo mucha suerte, Alexander Burgameister

  7. Avril dice:

    Excelente relato. Buena prosa. Se adivinan muchas lecturas detrás de todo ello. Le felicito.

  8. manoli picazo dice:

    me ha encandilado consigue intrigarte y querer descubrir el final aunque esperemos que no siempre la curiosidad mate al gato o en este caso a don Anselmo. mucha suerte

  9. rosita dice:

    Me ha encantado. Original, dentro de su estilo
    Mucha suerte Alexander

  10. El asesino de Morfeo dice:

    ¡Uf, que miedo…como cuando me contaban de pequeño que los muertos vienen a comerse las «asaduras» de los vivos!. Muy bien contado, se lee precipitadamente para luego recrearse uno en una segunda lectura. Mucha suerte

  11. Lovecraft dice:

    ¡Qué gusto da toparse con un relato como éste! Un argumento original a más no poder, pulcro, bien escrito, con sus dosis de misterio y humor negro y un excelente dominio de la terminología y costumbres de la artes oscuras. El texto cuenta lo que tiene que contar, ni más ni menos, va directo al grano, huye de cualquier tipo de artificio para encandilar al lector, pero consigue su propósito de una forma incontestable. ¿No me neguéis que no resulta mucho más agradable leer esto que un texto plagado de tropelías contra el lenguaje escrito? ¡Por Dios!

    Alexander Bürgameister: se descubre un sincero admirador suyo y de la nigromancia.

  12. Hóskar-wild is back dice:

    Eso le pasa por andar por ahí destripando gatos y dándose festines en lugares poco apropiados (existiendo el txoco de la vieja bodega). Ahora, a descansar unos añitos sin que nadie le moleste. Suerte.

  13. Dies Irae dice:

    Bonita y alegre historia, Alexander Bürgameister.

    Seguro que disfrutó plasmándola con sus buenas dotes narrativas. Lo que no entiendo es cómo no la envió usted a uno de tantos concursos específicos sobre el tema que abundan en estas fechas.

    Suerte en el concurso.

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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