243- Madeja de pobres. Por Lafquen Puelche
- 4 noviembre, 2012 -
- Relatos -
- Tags : 9 Certamen de Narrativa Breve 2012, pobres, relatos
- 2 Comentarios
Por la vereda de una gris avenida, sin árboles ni plantas, saturada de vehículos y bocinazos, caminaba con frecuencia una mujer, de trapos viejos, gastados, aunque siempre pulcra, como lo exigía su ancianidad. Recolectaba cartones, papeles, diarios, y en un saco los llevaba hasta su hogar. En él, siempre impaciente, la esperaba Augusto, su esposo, de genio frívolo y dominante. En torno a la casa se observaban garrafas, botellas vacías, cartones sucios, y uno que otro artefacto con título de mercancía según el anciano.
Recuerdo que un día, un día cualquiera, pues no recuerdo el preciso, vi pasar a Berta feliz rumbo a su hogar. Sin dudas, aquel estado de ánimo haría enfadar a su viejo. Siempre lo califiqué como un hombre avaro, que si no poseía lo de Berta, la violentaba por su solo afán de posesión. Berta le comentó, al sentarse en la mecedora, que una mujer muy afable le había ofrecido un trato para que finalizaran sus andanzas como recolectora. El trato consistía en algo sencillo, pues Berta iría a buscar al mediodía restos de lana, semejantes a los que conformaban el gran ovillo que ostentaba entre sus manos, para traerlos al hogar, enrollarlos y venderlos. Antes de que Augusto dijese cosa alguna, le mencionó ansiosa la proyección que tenía con este trabajito. Ella iría durante todo el resto de su vida a buscarlos, y al momento de su muerte, él podría vender todos los ovillos de lana enrollados y volverse millonario. El hombre al escuchar ‘millonario’ se inquietó, y para disimular, le preguntó qué haría en el transcurso del día. Berta respondió: Enrollar la lana Augusto.
Al día siguiente, Berta volvía con el saco, sin cartones ni papeles, sino con restos de lana. Se acomodó en la mecedora, bajo la entrada del entretecho, que para mí consistía en un agujero cualquiera en el cielo del comedor, a formar el segundo gran ovillo de lana. Al llegar Augusto, Berta enrollaba las lanas, meciéndose y casi tarareando una melodía. Le enfadó de inmediato esa actitud que por años le había reprimido, pero la palabra ‘millonario’ rondaba por sus mientes con mucha frecuencia, así que contuvo su rabia, y no solo por aquel día, sino que por muchos años más.
Pasó un tiempo y Augusto comenzó a impacientarse, pues quería saber cuántos ovillos había en el entretecho. Sus problemas en la cadera le impidieron subir a contarlos, así que hizo calcular a Berta el total en dinero: Mucho dinero Augusto, mucho, le respondió Berta. Luego de escuchar tan favorable respuesta, comenzó a gastar el dinero en su mente, y casi podía ver a sus empleados diligentes ante sus mandatos. La muerte de Berta se volvió necesaria para él. Le dejó de exigir tareas domésticas o ayuda en algunos de sus trabajillos y le solicitó que fuese no una vez al día a buscar lanas, sino que dos. Berta accedió a su petición, y dos veces al día lanzaba hacia al interior del agujero un ovillo de lana. La falta de ejercicio la terminará por matar y feliz recibiré la gran recompensa que la vida me debe, pero ¿Quién me comprará tantos kilos de lana?, pensaba constantemente Augusto, a la vez que sonreía codicioso por tales ideas.
Del día en que Berta llegó con el primer ovillo de lana, pasaron 24 años, y falleció, con una extraña y leve sonrisa entre los labios. Antes de que le entregaran el cuerpo a Augusto, este ya había tratado de escalar al entretecho, pero el fuerte dolor de cadera se lo impedía ¡Ahí entro yo a escena! Con unas pequeñas copitas de más, ni tan desaliñado, como me ven ahora, chacotero y alegre, atractivo, y no pongo de mi cosecha, me encontró el viejo Augusto descansando en la esquina; algo yo andaba haciendo, no recuerdo qué ¡Parece que trabajando! En fin… Me llamó y me dijo que si quería convertirme en amigo de un millonario, que me daría dinero, obviamente, si trabajaba para él, que solo debía ayudarlo a sacar del entretecho toneladas de mercancía. En realidad, al comienzo muy poco entendí, porque el calor me tenía un poco mareado. Acepté y me llevó apresurado a su casa. Me advirtió que si lo engañaba me encarcelarían, y le pagaría a Don Raúl para que no me vendiera nada más, acá en el bar. Yo un poco molesto con tanta confusión le dije con respeto: ¡Señor Augusto qué quiere que haga en el entretecho! ¿Y por qué me pasa tantos sacos? ¡Qué tiene ahí, dígame! Bueno, el señor Augusto, ustedes lo conocieron, que en paz descanse, me dijo con su voz de mando: ¡Tú! ¡Súbete no más por la escala y metes en los sacos todo lo que encuentres! ¡Luego los tiras hacia abajo! ¿Entendiste? Yo subí rapidito, no me costó mucho, solo a la mitad, bueno, y casi al final, sucede que le temo un poco a las alturas, pero ya en el entretecho, después de subir raudo, veloz, le digo de nuevo: ¡Dígame, qué quiere que haga acá! ¡Está muy oscuro! ¡No veo nada! De hecho, muy poco se veía, apenas la luz del agujero ¡Te digo Borchó, tira todo lo que puedas ver dentro del saco! ¡Tira las lanas! Ahí si que quedé confundido; recuerden que yo nada sabía de las lanas ni de la historia que les contaba ¿De qué lanas me habla? Si aquí no veo nada. Don Augusto, que en paz descanse, comenzó a proferir insultos contra mí y decía agitadísimo y enrabiado: ¡Pero cómo! ¿Me quieres estafar? ¡Te quieres apoderar de la lana! Sabes que no puedo subir. Por favor, lo único que te pido, tírame todas las lanas. Ahí comencé a dudar de la cordura del viejo; sentí que estaba fuera de sus cabales, pero de pronto topé con la lana que tanto pedía: ¡Don Augusto! ¡La encontré! Pero solo hay una madeja de lana, pesa como tres kilos ¡No veo otra cosa! El Don, de una ira demoníaca sacó fuerzas y trepó por la escala hacia el entretecho, y me entrevió sentado junto a ese ovillo de lana, lo cual le produjo una baja de presión y cayó desmayado. Yo pensé que se estaba volviendo loco, entonces arrancaré de la casa, pues no quería convertirme en víctima de sus arrebatos.
Volví más tarde, cuando yo estaba más despierto, digámoslo así, para saber del viejo. Golpeé la puerta, pero no me abría. Desde adentro escuchaba una voz que recitaba algo monótono, con un tono de voz demasiado calmo. Decidí entrar; ahí lo vi sentado al viejo, ido, pálido, repitiendo una y otra vez lo mismo: Me iba, ahí sacaba la lana, la desenrollaba, la metía al saco, se iba con ella, volvía con ella, la enrollaba de nuevo, la lanzaba por el agujero frente a mis ojos, la increpaba y me respondía: Augusto, con mi humildad nada podré darte, pero no me abandones ni me botes a la calle, porque para el día de mi muerte te volverás un gran millonario vendiendo toneladas y toneladas de lana.
Parece que el avaricioso siempre recibe al final su merecido. En esta original historia así ocurre, aunque me temo que en la vida real no sucede lo mismo en todas las ocasiones.
Suerte
Cada uno se engaña como más le conviene. Unos para mantener un hogar, una posición, una compañía; otros con la esperanza de una riqueza futura inalcanzable, con la codicia propia de los pobres de espíritu. Cada uno se engaña como quiere. Mientras tanto, el tiempo pasa. Suerte.