Defendiendo lo público.
Los cambios sociales exigen consigo una reestructuración de las instituciones, al igual que nuevas formas de abordar las políticas económicas, fiscales, territoriales, medioambientales, educativas o laborales, tendentes, en teoría, a mejorar la calidad de vida de la sociedad; pero sucede que desde las esferas políticas, mayoritariamente, más que aplicar soluciones se intentan agravar aún más los problemas, o incluso hacerle creer a la gente que existen problemas donde en verdad no los hay. Otra de las pretensiones veneníferas de la política actual es que, más que corregir las desigualdades, las incrementan. Y uno de los efectos inmediatos es que las gentes se odien unas a otras, vivan en permanente animadversión y se descuartice la convivencia.
Afrontar soluciones ante todo ello es una obligación de los gobiernos, en primer lugar, y, en segundo lugar, de las instituciones públicas. A menudo se le echa la culpa a éstas de los problemas que lastran el trabajo, la comodidad, la libertad o la integración social de algunos colectivos cuando, el foco realmente de todo ello, es una cuestión puramente política. Pero, como digo, la política actual no suele dar soluciones ni a corto ni a medio ni a largo plazo. Esto es algo que también está latente, cuando, desde las administraciones, se burocratizan los recursos de desarrollo, cooperación, producción y convivencia. Y quienes suelen estar al frente de esas administraciones —dirigentes políticos, sobre todo, de uno u otro bando— no tienen la capacidad de gestionarlas de forma correcta; pues muchos líderes políticos carecen de preparación, o desempeño, para asumir puestos de gran responsabilidad institucional, lo que, por otro lado, repercute en la calidad de los servicios públicos. Una buena gestión de éstos es de lo que depende el sostenimiento ciudadano; y es ahí donde se puede apreciar la calidad, verbigracia, de un sistema educativo, de la sanidad, del transporte, de las Administraciones Públicas, del funcionamiento del trabajo colectivo y las actuaciones de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.
Por otra parte, España ha crecido mucho en las últimas décadas en términos demográficos; y eso obliga, apodícticamente, a la reconversión de unos servicios públicos dotados de mejores recursos para evitar una asfixia en su gestión. De lo contrario, es imposible atender a tantas necesidades de los ciudadanos. El ejemplo más claro es el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS), donde la atención a los usuarios se produce con demora, el cupo de citas disponibles para ser atendido suele colapsarse muchas veces, y el trabajo de su funcionariado no da abasto por el volumen de documentación a tramitar. A diferencia de unas décadas atrás, la Seguridad Social ha perdido agilidad y eficacia ocasionando que los procedimientos administrativos se resuelvan con muchos meses de atraso. En la misma tesitura está la Sanidad Pública, que también se ha degradado con creces: en el caso de las urgencias, una enfermedad diagnosticada como grave puede ser tratada con varios meses de tardanza, por lo que, si no se opera lo antes posible, la salud de un paciente puede complicarse irreversiblemente. A decir verdad, el sistema sanitario, por su propia naturaleza, necesita muchísima inversión para su óptimo funcionamiento; pero el personal médico es reducido, a veces no está adecuadamente formado o muchos hospitales no disponen de especialidades que atiendan a algunos enfermos. Otro de los deterioros más palpables en cuanto a servicios públicos es la calidad de la educación; la ineficacia del sistema educativo, cuyos resultados académicos —no porque lo diga los informe PISA, que siempre me ha parecido deplorable e insustancial las evaluaciones que hace la OCDE— dejan por los suelos el nivel educativo de nuestros estudiantes de Secundaria; pero aun así la falta de recursos en los colegios e institutos desatienden las prioridades para que las infraestructuras estén bien dotadas (muchos colegios prescinden de calefacción, comedor escolar, o personal, etc) por insuficiencia de presupuesto. No menos peculiar es el caso de los Servicios Públicos de Empleo, que acarrean miles y miles de euros para su funcionamiento y aun así no garantizan la empleabilidad de los ciudadanos que se encuentran en paro. Estos organismos públicos no reducen la tasa de temporalidad, ni la tasa de precariedad laboral que afecta a jóvenes, ni el desempleo de una parte de la población que sobrepasa los cincuenta años, con grandísimas dificultades para encontrar trabajo en España, ni tampoco la formación que ofrece el SEPE acorde al Catálogo Nacional de Cualificaciones Profesionales se adecúa a las exigencias del mercado laboral. Pese a ello, se destina mucha financiación pública a dotar a algunas academias de formación a fin de impartir cursos para desempleados, sin que esto garantice su inserción laboral con prontitud. Y si de litigios hablamos, la Administración de Justicia lleva mucho tiempo asfixiada: una acumulación de expedientes o sentencias previstas de resolverse inundan las oficinas de centenares de juzgados españoles.
Otro de los infructuosos servicios públicos en España es el de transporte —habiendo provincias como Teruel, Cáceres o pueblos de Alicante, por citar unos ejemplos— que no disponen de servicio ferroviario, o, el que tienen, presenta dificultades para conectar unos sitios con otros. Rutas, tramos, horarios y destinos, no siempre detallados y con toda la información para los usuarios. Hace unas semanas no me quedó más remedio que viajar en autobús, viéndome obligado a hacer trasbordo, y me las deseé para saber cuál era el bus que tenía que tomar, dónde bajarme y la frecuencia con la que pasaba en la parada. Pese a que, muchas líneas de transporte prestan información a través de aplicaciones, sucede que algunos usuarios no se manejan con las tecnologías y eso les provoca escollos para estar al tanto de su ruta de viaje.
Ejemplos podrías poner muchos. Pero no cabe duda que en nuestro país se ha deteriorado bastante la eficacia, gestión y el funcionamiento de los entes públicos. El discurso político desatiende la prioridad de mejorar la gestión pública de las Administraciones y su falta de medios, porque los ciudadanos tenemos derecho a gozar de buenos servicios, y de una asistencia en materia judicial, médica o administrativa; pero también es verdad que la gente se ha acostumbrado a la dependencia de lo público —y con esto no defiendo la privatización—, sino que la sociedad se ha vuelto tan ambiciosa, tan inestable, que acapara los servicios públicos como si pretendiera sacarle las tripas. Lamentablemente, en España poca gente valora la gratuidad de los servicios públicos que se presta a la ciudadanía.
Incluso los propios políticos, sin distinción ninguna, tampoco son conscientes de la complejidad que requiere el funcionamiento de las instituciones; al contrario, se sirven de lo público para perpetuarse en el poder y justificar su labor. Esa forma de gobierno llamada cleptocracia, entendida como el enriquecimiento propio a costa de los bienes públicos, es lo que ha debilitado enormemente el sistema público de gestión. Algo que no es de nadie, pero a la vez es de todos. Defendamos eso que se sostiene gracias a nuestros impuestos.
Luis Javier Fernández