Siempre he querido creer que el corazón humano no es voluble ni caprichoso. Que amar a alguien era más una cuestión de decisión que de vientos que llevaran o trajeran enamoramientos o amoríos. Bien es verdad que mi abuela siempre me advirtió de que el corazón de los hombres residía algunos palmos por debajo de donde se le supone, concretamente en la entrepierna, y que no importaba cuánto amor, tiempo, dedicación o vida le hubiese entregado una mujer si otra se cruzaba por en medio de ellos y, de alguna manera, le pareciera mejor en algún aspecto. Y cuando decía esto levantaba el índice de su mano derecha al tiempo que arqueaba las cejas para subrayar que no necesariamente podría ser mejor que la que tenía o que, incluso, podría no llegarle ni a la suela de los zapatos; pero que lo único que primaba era que se encendiera una lucecita situada en el «descendido corazón» para que mandase a tomar viento a la primera y «si te he visto no me acuerdo».
Hace unos días no pude evitar que sus palabras me vinieran a la mente ante el despliegue glamuroso, despilfarrador e hipócrita del cumpleaños de Vargas Llosa. Sobra gastar tinta en explicar lo de glamuroso y despilfarrador, pero sí que voy a indicar por qué añado el adjetivo «hipócrita». Y no, no es por él, creo que la confesión amorosa y pública de que la «felicidad tenía el nombre de Isabel Preysler» no pudo ser más sentida y sincera. Es por todos nosotros, por esta tramoyista sociedad que, según quien sea el que se deje llevar por esos vientos que invalidan la razón, se le trata de una manera o de otra. No tenemos más que comparar la misma historia «amorosa» de Vargas Llosa y la Preysler con la de Julián Muñoz y la otra Isabel: la Pantoja; por supuesto, hay que reconocer que carente de glamur alguno, pero ambas historias paralelas a la hora de sustituir el objeto amoroso de la noche a la mañana y en donde, en ambas, ha quedado una mujer humillada públicamente.
Cada vez que tropiezo con la evidencia de la volubilidad del amor, les confieso que me siento igual que el día en que me enteré de quiénes eran los Reyes Magos. Y ese sentimiento se intensifica y me arrastra hasta la tristeza de las mazmorras del alma, sobre todo, cuando se trata de personajes relevantes (no es que a mí la Preysler me lo parezca, pero claro que en esto de la relevancia tendríamos mucho para conversar) y macean en los medios de comunicación una y otra vez las bondades del menú, de los regalos, de los modelitos y del «mummxo» amor que se tienen.
Por eso, cuando saltan a las portadas noticias como la del señor Kuroki, que por salvar a su mujer de una depresión fue capaz de convertir la granja que tenía como medio de vida en un inmennnsísimo jardín de innumerables y varias flores…, mi corazón emerge del lúgubre sótano para pasear por los jardines del alma.
La historia del Sr. Kuroki es digna de ser recogida en uno de esos famosos libros que escribe el Sr. Vargas Llosa. Kuroki y su mujer, dos ancianos casados desde el 1956, vivían en una granja en Japón como productores de leche. En ella criaron a sus hijos y disfrutaban felices del discurrir de la vida hasta que una complicación con la diabetes de su mujer la dejó ciega. Esto la sumió en una depresión tan profunda que la mantenía inmóvil en una habitación de la casa sin querer salir de allí para nada.
Su anciano esposo, buscando cómo sacarla de su apatía, pergeñó la idea de plantar un inmenso jardín alrededor de la casa, tan enorme que, aunque no lo viera, sólo el aroma de las flores la invitara a pasear por él. Y lo mejor de todo es que tan excelso acto de amor tuvo su recompensa y logró que la señora Kuroki volviera a sonreír mientras disfrutaba de las miles y miles de flores plantadas para ella por su amado. Pero no sólo ella, miles de personas peregrinan hasta la granja para complacerse con tan hermoso vergel y poder conocer al autor de tan entrañable gesto.
Decía Tagore: «Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando». Y a mí me gusta pensar que, mucho después de que se hayan extinguido las voces de los señores Kuroki, sus corazones seguirán hablando en el aroma de esas flores y en el recuerdo de quienes las visiten. Y eso me reconcilia con el corazón de los hombres. Algunos, a pesar de lo que decía mi abuela, siguen teniéndolo en el pecho.
Ana M.ª Tomás