Las mil y una vidas de Giacomo Casanova. Por Francisco Giménez Gracia

 

«Empiezo declarando a mi lector que, en todo lo que de bueno o de malo he hecho en mi vida, estoy seguro de haber merecido elogios y censuras, y que, por tanto, debo creerme libre.» Así arrancan las memorias de Giacomo Casanova, puede que el mejor retrato escrito sobre la Europa del Siglo de las Luces y, ante todo, la fe de vida de uno de los seres más brillantes que ha alumbrado el mundo jamás. Tanto que, al cabo de la lectura, uno tiene la impresión de que Micer Giacomo Casanova no vivió una, sino mil y una vidas, a cual de ellas más fascinante.

Las mil y una vidas de Giacomo Casanova

Hombre de su tiempo en todo, Casanova se tuvo a sí mismo por un católico serio y consecuente, caritativo y practicante de una devoción sincera y alegre, a la que siempre se refiere como una inequívoca fuente de placeres. Cortesano, eclesiástico, viajero infatigable, amigo leal, estudioso de la Filosofía y de las Ciencias de la Naturaleza, poeta, latinista, oficial al servicio de cualquier ejército que dispusiera de un uniforme elegante, canonista, teólogo, diletante… Con todo, lo que más impresiona de su biografía es el retrato de un mundo sin fronteras, donde era posible que un hombre de modestísimos orígenes fuera capaz, por el ministerio de su sola inteligencia, de ascender en la escala social, elegir patria, administrar los sacramentos, servir una batería artillera, cambiar alegremente de patrón, de criado, de amante… y, en resumidas cuentas, llegar a convertir su vida en una colorida obra de arte llena de energía, reflexión y dinamismo, sin más servidumbre ni punto de anclaje que aquellos que le dictaba su insobornable vocación de libertad. Stefan Zweig se refiere a este aspecto de la vida de Casanova en sus memorias (El mundo de ayer, ed. Acantilado) y se deja gobernar por la melancolía para señalar que a partir de la Primera Guerra Mundial las fronteras europeas se impermeabilizaron y el mundo ya no fue jamás el espacio abierto de creatividad individual que marcó su formación durante su juventud.
No es de extrañar, desde luego, que la figura de Giacomo Casanova haya despertado las pasiones de muchos de los más grandes intelectuales europeos, que han llegado a constituir un selecto, secreto e industrioso club de «casanovistas» (entre quienes se encuentran el ya citado Zweig, Bioy Casares o nuestro Félix de Azúa, entre otros muchos) capaces de dedicar años de investigación a la tarea de rastrear hasta el último rincón biográfico de su héroe, y es gracias a ellos que sabemos que durante los últimos años de su vida vagó por Europa cincuentón, vencido, débil, engolfado y rechazado por todos sus antiguos amigos, salvo por el conde de Waldstein, un hombre noble en el sentido más elevado del término, quien lo nombró bibliotecario de su Castillo de Duchov, en Chequia, en donde Casanova pasó los últimos años de su vida, dedicado a engolosinar a las criadas y a completar la escritura de estas memorias traducidas por Mauro Armiño para la editorial Atalanta. Una lectura deliciosa cuyo principal reclamo, claro está, es el conocer a un refinado intelectual que puso su vida al servicio de su exacerbada, valiente y potente sensualidad.

«Cultivar los placeres de mis sentidos fue toda mi vida mi principal tarea; nunca he tenido otra más importante. Sintiéndome nacido para el otro sexo, siempre lo he amado y me he hecho amar por él cuanto he podido. También he amado las delicias de la buena mesa con ardor; y me he apasionado por cualquier objeto hecho para excitar la curiosidad […] Me han gustado los platos de sabor fuerte: la olla podrida española; el bacalao de Terranova, muy viscoso; la caza con todos sus husmos y los quesos; cuya perfección se manifiesta cuando los pequeños seres que viven en ellos empiezan a volverse visibles. En cuanto a las mujeres, siempre me ha parecido que la que amaba olía bien, y cuanto más fuerte era su transpiración, mas dulce me parecía.»

En tan alta estima tengo esta declaración de principios que estoy por recomendar a mis leales lectores que la borden en un paño y la cuelguen en el lugar principal de sus salones, al modo como en casa de mis padres se veneraba una representación de la Última Cena, o los progres de mi adolescencia colgaban un póster del Guernika encima del tresillo donde fumaban sus porros con la ilusión de creer que la libertad eran ellos.

Francisco Giménez Gracia

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