Literatura de viajes
España no reconoce a los buenos escritores. A los suyos propios, a sus nativos, a quienes les dan esplendor a las letras españolas. No es generosa con quienes hacen de la literatura una razón de vivir y de conocer; y no lo es, yo creo, desde un plano institucional. No sé si algo tiene que ver con la corrección política —aunque, en cierto modo, sí— o porque desde las instituciones no se sabe valorar el talento literario de la casa. Si no ocurriera así, Javier Reverte ya hubiera sido reconocido con el Premio Cervantes: el mayor galardón que recibe un escritor de lengua hispana. Su muerte en 2020 deja huérfana la literatura de viajes entre otras razones porque él ha sido el padre de la literatura de viajes en nuestro país, y, también, por supuesto, fue un extraordinario periodista que trazó una clara diferencia entre la crónica, la narración y el arte de novelar.
Muchos periodistas intentan hacer una especie de seudoliteratura, a partir de la crónica, entremezclando realidad y ficción pero con tintes de cronistas más que de literatos. Las novelas que surgen de esa creación rozan una narrativa infestada por el lenguaje periodístico, descuidando, propiamente, el estilo literario. Y ocurre al revés: novelistas que se enfangan en camisa de once varas con alusiones periodísticas a guisa de literatura. Por eso creo que las novelas con un trasfondo periodístico no van a funcionar bien. O en cierta forma son un batiburrillo de informaciones que no ahondan en nada sino que son precisamente eso: informaciones, datos y acontecimientos. De todos modos, la diferencia entre el novelista y el periodista reside en su compromiso con la verdad; el primero, se permite moldear el mundo según su libertad creativa, enmarcando realidades según convengan a la trama y a la propia narración, y en ello puede aportar su percepción del mundo y de la vida o su bagaje biográfico. En cambio, el periodista, por su parte, tiene que ser más fidedigno con lo que cuenta sin que la crónica pase por su filtro emocional y, mucho menos, ideológico, ya que de lo contrario supone pervertir el rigor periodístico y quebrantar la imparcialidad. Prostituir el oficio, en definitiva.
Lejos de todo ello, la prosa de Javier Reverte, que a mi parecer es un escritor de línea clara y muy cuidada, diferenció una cosa de la otra sin poder ocultar el periodista viajero que siempre lo caracterizó. Cada viaje le servía como un potente material para conectar con el lector y situarse ambos en un lugar remoto de Turquía, Nueva York, Irán, Roma o en el mar Antártico, en la complicidad hic et nunc entre su mirada y la del propio lector. No sentía la necesidad de escribir para viajar, sino viajar —con su mochila y su cámara de fotos— para seguir creando literatura. Supo ejercer tanto un oficio como otro con el más admirable compromiso por la palabra. Como periodista, fue subdirector del diario Pueblo y más tarde cubrió la guerra de los Balcanes, además de ser corresponsal en Lisboa, París, Londres o en lugares de conflicto armado. El periodismo le vino de familia: su padre, Jesús Martínez Tessier, también lo fue. Incluso su hermano Jorge mamó por igual la profesión. Los hermanos Reverte se criaron entre libros y bajo el hostigamiento del régimen franquista; por eso, a lo largo de sus vidas se identificaron con las causas sociales, la defensa de la libertad de pensamiento y la justicia social. En el caso de Javier, su amor por la aventura, por los viajes y la historia, lo llevaron a padecer el Síndrome de don Quijote en tanto que, cual viajero, aspiraba a conocer cuanto de cierto había en los libros que leía. Conquistó la fama literaria con su trilogía de África donde retrató lo bueno, lo malo, lo cruel y lo hermoso de la condición humana. Cuando leí Vagabundo en África me maravilló los paisajes narrativos que describe en la novela, donde el autor se entremezcla con la realidad, lo anecdótico, lo vivencial, lo filosófico y su tesitura histórica a través de los gobiernos y las luchas de poder en las que se han visto sometidos muchos países africanos a lo largo de los siglos; principalmente, los horrores sufridos por la esclavitud —bajo el colonialismo de Leopoldo II de Bélgica— que fue uno de los mandamases más crueles de la historia de la Humanidad. Este rey, cuán megalómano, causó genocidios y derramamientos de sangre a los que sólo Hitler y Stalin han podido igualar, dado el mismo pretexto, que es alcanzar una supremacía ideológica, pero, eso sí, desde planos distintos: el monarca belga, por ejemplo, empobrecer en el siglo XIX uno de los continentes por aquel entonces absolutamente desconocido para la comunidad internacional. Fueron los exploradores belgas quienes se adentraron en las profundidades de África atraídos por sus recursos naturales como el diamante y el oro; algo que a Leopoldo II le suscitaba abastecimiento a costa de engendrar miedo y ejecuciones infinitas.
Reverte también narra en sus páginas las diversas guerras civiles que asolaron países como Ruanda, Kilwa, Zamzíbar, Zimbabue o la delincuencia de Kinshasa, y sus efectos actuales que aún perduran en su día a día. Pero el autor no sólo se enfoca en los rincones oscuros de los que el ser humano es capaz de pulverizarse con tal de conquistar el poder, sino que le brinda al lector una invitación a ese viaje al corazón de las tinieblas que es el río Congo. Reverte pretende vivir lo que, ya en 1899, experimentó Conrad en su afán por navegar el río más peligroso de África. Tiene una prosa conmovedora y excitante. Cada libro suyo refleja la curiosidad que le lleva a un individuo a sentirse por el mundo como un ciudadano libre, pero, a la vez, consciente de que camina por zona hostil.
Javier Reverte fue muy minucioso a la hora de documentarse: antes de viajar a un lugar, había leído todo cuanto a su historia de refiere, y también a otros muchos literatos de viajes que habían descrito sus experiencias durante su estancia. Así que parte de referencias a la hora de perfilar una narración, dentro de un contexto ecuánime, sin dejarse llevar por los atenuantes ideológicos o las baratijas políticas que colorean la Historia de los pueblos con etiquetas de quiénes son los malos y los buenos. Porque, quien viaja por el mundo, sabe perfectamente que la maldad y la bondad son conceptos relativos. Y Javier Reverte ha sabido muy bien poner el punto de mira en estas ideas; lo que hace, para un lector como yo, atraído por los laberintos turbios de la condición humana, que rehúya a todo tipo de etiquetas y de juicios morales cuando la gente habla sin tener ni pajolera idea de lo que está diciendo. Gente que se cree con derecho a ser un juez de la moral, y que no puede dejar de mirarse el ombligo creyéndose estar en la posesión de la verdad porque a lo largo de sus vidas han traspasado escasas fronteras. A ese tipo de personas les recomiendo que lean literatura de viajes con el fin de que abran su mente y se replanteen las cosas con otro punto de vista.
Luis Javier Fernández