Enciendo el ordenador y cuando voy a entrar a mi correo electrónico me encuentro con la conmovedora historia de una chica norteamericana que se ha visto obligada a defender públicamente a su novio porque este fue insultado y humillado en las redes sociales a causa de su apariencia. La foto que justifica la noticia muestra a una chica rubia, delgada, muy mona y vestida de fiesta, y a su lado un chico entrado en carnes y cuyo gesto achina un tanto sus ojos. Y hasta ahí.
Bueno… pues no imaginan ustedes la persecución que ha sufrido esta joven a causa de la apariencia de su novio. Insultos como «Gordo con síndrome Down» se han reproducido hasta la saciedad. A estas alturas de la película considero que esto es algo no podemos dejar pasar por alto y que debería hacernos reflexionar. Fíjense, yo que me creía que habíamos avanzado enormemente en el respeto a la apariencia humana y sus diferencias, como si el que no fuera «perfecto», según los cánones de belleza impuestos en determinados momentos y culturas, lo fuera por propio gusto… Pero no, seguimos en las cavernas juzgando a las personas por sus kilos, la forma de sus ojos, de su nariz, de sus orejas, de su cuerpo… o, lo que es peor, la discapacidad con la que desgraciadamente haya venido al mundo.
Hace un tiempo, unos reporteros descubrieron la guarida de uno de los narcotraficantes más activos de EE.UU. La fachada era la entrada a una especie de corral más que de patio, las paredes estaban desconchadas y unas plantas asalvajadas y vulgares trepaban por ellas. La apariencia no podía ser más lamentable, pero tras cruzar el espacio descuidado y la más que discreta portada de la casa… se escondía un palacete abrumador; cargado de una excesiva decoración barroca, cuadros de los pintores más renombrados, últimos avances tecnológicos, grifería de oro puro, alfombras tejidas a mano y una despensa provista de los más exquisitos manjares, vinos y licores. Sobra decir que quedarse en las fachadas puede impedirnos descubrir los más hermosos palacios, aunque, desgraciadamente, eso sea lo que habitualmente hacemos.
Lo peor de todo es que no nos basta con frenar nuestros pasos ante frontones que no sean de nuestro agrado, o, simplemente, continuar nuestro camino, no, necesitamos machacar, agarrar el pico y pala de la palabra y liarnos a golpes como si nosotros fuésemos dioses capaces de dictaminar quién tiene derecho a estar ahí y quién no.
Hace tiempo vi unas imágenes muy representativas: mostraban dos plantas de zanahoria en un bancal: mientras una de ellas era alta, verde, exuberante… la otra tenía apenas unas hojillas calvas y muy a ras del suelo. Sin embargo, al tirar de ambas, mientras que la que tenía las hojas grandes no pasaba de ser una diminuta zanahoria, la de las humildes hojillas era enorme, carnosa y apetecible.
No deja de ser triste, muy triste, que algunas personas sabedoras de no entrar a formar parte de esos estándares impuestos de belleza, sino todo lo contrario, y después de haber sufrido lo indecible con la crueldad canalla de sus compañeros de colegio, decidan que van a ser ellos mismos quienes se rían de sus anormalidades al tiempo que les pagan por ello. ¿Verdad que dicho así se nos vienen a la mente aquellas atrocidades que se hacían en los circos cobrando entradas para ver a seres humanos con malformaciones congénitas? Pues aunque no llegue a esos extremos de barbarie no deja de ser doloroso contemplarlo en un escenario riéndose de sus discapacidades o monologando sobre la dificultad para ligar por su apariencia.
Decía Don Quijote a Sancho: «hay dos maneras de hermosura, una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad y en la buena crianza, y todas estas partes caben y pueden en un hombre feo, y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas».
Si la «muchachica» hubiera conocido el Quijote podría haber colgado en las redes sociales el citado fragmento; de todas formas, no le fue a la zaga la genial parrafada con la que saldó los insultos: «Lo amo por lo que es. Y él me ama por lo que soy. Por favor, véanse a sí mismos como lo que son: groseros y superficiales».
Pues, señores, firmo y rubrico.
Ana M.ª Tomás