¿Nos estamos riendo de Cervantes?
A la vista de vivir inmersos en una época tan avanzada tecnológicamente, puede apreciarse cómo la escritura se convierte en un fluido que unifica y a la vez diversifica; es decir, la lengua nos condiciona a todos pero nos hace singulares en cuanto a su uso. Se podría argüir incluso que nuestra lengua castellana nos permite contaminarnos –en el buen sentido del término– los unos de los otros, por todo el viraje que supone la «lengua emocional». Especialmente, esas dos vertientes que tiene una lengua (hablada y escrita) son una manera de retratar nuestro mundo interior y exterior; porque no hay forma más pragmática de fundir nuestro ego en el mundo de las apariencias, los prejuicios, las etiquetas, los arquetipos y estereotipos que por medio de la expresión misma de la palabra. Pero lo cierto es que, en una época tecnológicamente sobresaturada, la palabra puede ser la peor forma de gobierno: vivir bajo la tiranía de una lengua nos exige mantener una plena lucidez, capacidad de discernimiento, ardides críticas para no caer a tientas en los mensajes cuya incisión es manipular la mente del hablante, subyugar los oídos del receptor, y en última instancia, pues, engatusar al ciudadano.
Y es por ello que el uso de la lengua contribuye en gran medida a que seamos esclavos de un sistema de todo tipo de valores, o, por el contrario, que seamos los gobernantes de un acervo de conocimientos. Y en modo alguno, creo que así permanecemos en este umbral donde el influjo de las TIC hace que la lengua castellana, junto con las lenguas autonómicas, se vean en cierta medida vapuleadas; nuestro castellano se ve maltratado a diario frente al uso que hacemos de él, como medio de comunicación, frente a todo el apogeo tecnológico. Por eso estoy convencido de que nunca antes como hoy en día los hispanohablantes escribimos peor y por lo tanto nos comunicamos más vulgarmente: mancillando sobremanera las reglas de la gramática y la ortografía. Y esa manera de emplearnos con nuestro idioma, esto es, nuestro patrimonio, que vamos heredando una generación de otra, ¿acaso eso no supone una forma de reírnos de Cervantes, la persona que llevó nuestra lengua a su máximo esplendor? Si celebridades tan conspicuas como El Príncipe de los Ingenios, Quevedo, Lope de Vega, Góngora, Unamuno, Cela, vivieran en estos tiempos convulsos, ¿qué pensarían sobre el uso que hacemos de nuestro castellano? Y es que es más que evidente: las redes sociales, Internet, la efervescencia de la Web 2.0, están haciendo que destrocemos literalmente nuestra lengua, nuestro patrimonio, nuestro legado más fidedigno como patria, nuestra inmaterial esencia que dejamos a generaciones venideras tras nuestro paso por esta vida.
Quizás haya gente que no escriba correctamente, bien por pereza, de modo que son muchos los hablantes que «maltratan» al castellano a la vista de expresiones tan ordinarias como «a q hora salimos pa sevilla?», «donde se pregunta si kiero irme de vacaciones a santander?», «pos si mñn no llueve mñn», «yo t llamare para vernos», «vamos diciendo k yevamos esta noche o k??», «e tenido q coger el autobus to d prisa». Dichas expresiones son un atentando lexicográfico en toda regla, una transgresión a las reglas lingüísticas y ortográficas, pero sobre todo una deforestación a la belleza de nuestra lengua. Esa economía del lenguaje que se ha tornado por el uso de los mensajes a través de las redes sociales supone, en gran medida, empobrecer nuestro castellano y limitar nuestras habilidades como hablantes.
No hay demora en internet o las redes sociales que obliguen a respetar nuestro idioma: algo que deberíamos atesorar como aquello que nos define como hispanohablantes, como democracia, como algo moralmente más que un «trozo de carne con patas». Me produce una gran tristeza que nuestra lengua, tal y como la conocemos hoy, con más de ocho siglos de historia desde el viejo romance de El conde Lucanor, esté siendo maltratada por aquellos hablantes (generalmente personas que no leen nada, o apenas algo). También me produce una desazón que ese tipo de tendencia lleguen a heredarlo las generaciones venideras; porque suele ser frecuente que los niños, a edades cada vez más tempranas, cometen grandes faltas de ortografía, y muchas veces estos errores ortográficos los cometen por emulación: a la vista de lo que ven en internet, cómo perciben un mensaje por medio de un software, inclusive por la influencia del entorno.
Y es que el icono de nuestra lengua, sin ninguna duda, es El Quijote. La bandera de toda una patria de hispanohablantes como diría Pérez-Reverte. Empero, ese vapuleo que hacemos hacia nuestra lengua, hacia nuestras letras hispanas, supone en cierta medida mofarnos de aquellos que, como don Miguel de Cervantes, expandieron el castellano por todos los rincones del mundo. Un idioma con más de cien millones de hablantes y por lo tanto la segunda lengua más hablada en todo el planeta, desde el inicio del milenio, afronta un desgaste inmensurable. Y puede que las consecuencias de todo esto no se aprecie de inmediato, pero sí en un futuro.
Si en tiempos remotos los juglares eran no sólo los malabaristas del castellano, sino también los protectores del idioma, junto con los monjes copistas, ahora el castellano necesita protección, conforme se ha ido –o se le ha ido– despojando de esa seguridad que toda lengua necesita con el paso del tiempo, a fin de que, una generación tras otra, mantenga viva la lengua de todo un país sin maltratarla. No sé si en estos tiempos nacerán celebridades como Cervantes, o como todos los emblemas del Siglo de Oro, no ya por el don de la palabra, sino por hispanohablantes que le ofrezcan al mundo lo mejor de un idioma. Y es que el uso que se haga de la palabra define mucho a un país cultural e intelectualmente. Y en nuestro caso, bueno…, no merece comentario alguno: ya nos definimos por nuestros hechos, me parece a mí.
Luis Javier Fernández
Me encanta conocer a gente preocupada por nuestro idioma. El problema tiene muchas caras. Dejadez, falta de respeto por todo, lagunas en la enseñanza, ningún interés por la lectura, a la que sustituyen otras muchas distracciones…
Como dices, una de las lenguas más habladas, y con esa fértil literatura, y con esa belleza… ¡Ay! ¡Cómo duele verla tan vapuleada!
Esperemos que tu artículo despierte alguna conciencia lingüística por ahí. No solo don Miguel de Cervantes se lo merece, sino todos nosotros: los hispanohablantes que amamos las palabras.
Muchas gracias.