Profesores que no se olvidan.
Me lo comentaba el otro día una adolescente de quince años con su fina voz, mientras estaba sentada al lado mío, con un brazo apoyado en la mesa y hablando de una profesora suya del instituto que había muerto. Ese día la jornada había sido tensa, pues esa misma mañana se celebraba el sepelio de la docente, entretanto, quienes habían sido alumnos suyos o compañeros de trabajo, aguantaban en las aulas con temple, tensión y congoja, recobrando fuerzas en horario lectivo, con los quehaceres matutinos que se cuecen en un día de instituto. Porque hay personas o profesores, con tan grado de entereza para asumir su trabajo, con los embates de los cambios sociales, políticos, tecnológicos, etc., tragando –o guerreando, en todo caso–, con las fatigas emocionales y los desgastes psicológicos que acarrea la docencia.
Escuchando a esa adolescente, lo que me llamaba la atención no era las expresiones que empleaba en sí, sino la forma y el tono con los que rememoraba a la profesora fallecida. «Ha sido la mejor profesora de Lengua», dijo. Y parecía sincera al pronunciar aquello mientras recordaba cómo transcurrían sus clases. «Era una mujer elegante, risueña», agregó, pensando en ella. «Explicaba de una forma que hacía que se te quedara todo». Miraba con estupor a la adolescente, parlando ésta. Yo no era conocedor ni de la docente ni de su vínculo con sus alumnos. «Le gustaba hacer las clases dinámicas, potenciales, ¿sabes?». Se calló. «Esas clases que te gustan tanto que se te pasan rápidas», añadió luego. Sonrió tenue, visualizando in situ como si de forma física estuviese en el aula, atendiendo. Era el suyo un recuerdo vivo y chispeante. «A veces nos ponía una canción, para animarnos». La chica terminó su turno, y repuse: «Bueno, también hay profesores que hacen eso». Me echó una mirada de reproche, y replicó: «Pero no todos saben cuándo es el momento». Ahora pienso acerca de la razón de sus palabras; pues efectivamente, no todos los profesores saben cuándo es el momento, durante una clase, de emplear tácticas que motiven al alumnado. A los pocos segundos, añadió: «Hacía que sus clases te gustaran, que te fuesen amenas». Me miró tras guardar silencio. «Se notará que no está», dijo. Esto último es lo que me dejó muy pensativo: en cómo una alumna, de tan sólo quince años –una jovenzuela a la que la experiencia o la vida no la han puesto en tesitura para conocer pérdidas, despojos de significados o erosiones de miradas–, es capaz de hablar de esa forma de una profesora que ya no va a estar. También unos días atrás me lo comentaba un amigo, cuyo maestro en este caso murió hace pocos días, de cómo le dejó buenos recuerdos. El caso es que le explicó de niño el efecto del oxígeno en el sistema biológico de los seres vivos. Hablaba mi compadre de la anécdota con risible cara. El maestro en cuestión encendió una cerilla, y preguntó al resto de la clase: «¿Por qué hay fuego?». Se creó un raudo silencio. Y, al minuto, uno de los alumnos dijo: «Porque hay oxígeno». Esbozó una sonrisa el maestro, al tanto que todos los alumnos entendieron de inmediato la dicotomía oxígeno y vida. «Era único», arguye mi amigo. «Me ha dado mucha lástima su muerte». Se calla. Y agrega: «Sus clases no eran teóricas, sino prácticas. Te valían para algo».
Cuando oyes a personas hablar así, recordando a ciertos profesores que les han dado clase en algún momento de sus vidas, no puedes por menos que pensar en las virtudes que ponían en el asador esos docentes como para ser recordados de esa forma. Docentes que tallan, en la memoria de los alumnos, recuerdos agradables, aunque solamente sean eso: recuerdos. Quizás profesores como éstos los haya muy pocos. Pero sin duda los hay. En estos tiempos, donde gran parte del profesorado está condenado a la precariedad, a las listas de interinidad, sometidos a cambios legislativos en materia de políticas educativas, recursos limitados, con un alumnado diverso y complejo, donde las escuelas son un escenario multicultural, con jóvenes adictos a las nuevas tecnología y faltos de modales, respeto y empatía hacia sus propios compañeros y hacia los profesores… En definitiva, los escollos con los que deben –o debemos– de lidiar los profesionales de la educación. Tiempos hoy presentes donde Internet, las redes sociales o la televisión, acaparan más protagonismo que los libros y los docentes, el trabajo de éstos no siempre se valora. ¿Cómo es posible que un profesor marque en la memoria de un alumno con tan gratos recuerdos? ¿Cómo determinados profesores consiguen dejar impronta en la memoria la experiencia de haberlos conocido y de haber sido alumnos suyos?… Con todos los profesores que se nos echan encima desde que comenzamos la escolarización, a los tres años, hasta las etapas de estudios superiores –quien llega a ellas– nos cruzamos con profesores de todo tipo: buenos, extraordinarios y nefastos. Y, sólo muy pocos, realmente dejan un significado especial.
La tarea de persuadir es algo que consiguen muy pocas personas, y la finalidad de la educación formal, o de quienes trabajan en ella, es precisamente eso: persuadir y crear ciudadanos libres, críticos, creativos y con valores. A razón de esto, muchas profesiones se ven condenadas a lastres, con infinitas fatigas y denuedos que hacen aguantar el mástil como pueden. Pero la docencia, cuando estás dentro de ella, presenta muchas caras, conoces diversas vidas, circunstancias, egos, descubres errores y aciertos en la práctica profesional; y, a veces, todos los esfuerzos puestos en la aventura de educar no garantizan recolectar luego los resultados que esperas. Señalaba un estudio que hay por ahí, que, a lo largo de nuestra vida, llegamos a conocer a más de 80.000 personas; de las cuales, ni siquiera un tercio de ellas nos dejan buenos recuerdos. Aunque hay excepciones que las ocupan los buenos profesores que no se olvidan jamás.
Luis Javier Fernández,