Hace escasos días apareció en los medios de comunicación un vídeo que ha dado mucho que hablar, en el que se puede ver cómo un grupo de estudiantes, indignados ante su situación en fechas de exámenes, interpelan al Rector de la Universidad de Murcia para que éste arbitre en el transcurso de exámenes, sustituyéndolos de forma online debido al aumento de contagios por Covid-19 que se llevan registrando en la Región. Como se puede ver en el vídeo, uno de esos estudiantes arguye que no tienen necesidad de verse en un aula setenta alumnos cuando hay alternativas para los discentes a la hora de evaluarse. Aquéllos deciden grabar con un teléfono móvil para dejar constatado que sus intenciones en un primer momento no es crear riña, sino rendir cuentas ante quien, probablemente, menos se merece.
Echando toda la culpa al Rector, caminan a su paso hasta el departamento del rectorado sin perder su acecho. Y, como digo, tal vez se encaren con la persona menos indicada. Porque las decisiones administrativas no emanan directamente de la figura del Rector, ya que las universidades se rigen en materia administrativa a tenor de la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público, y, por consiguiente, por la Ley Orgánica 6/2001, de Universidades. En el caso de esta última, se dicta en su artículo 15 que el Consejo de Gobierno establece las líneas estratégicas y programáticas de la Universidad, así como las directrices y procedimientos para su aplicación, en los ámbitos de organización de las enseñanzas, investigación, recursos humanos y económicos y elaboración de los presupuestos, de acuerdo con los Estatutos. Quizás, al hilo del percal, a quien se deba exigir responsabilidades sea en todo caso al Consejo de Gobierno de la misma institución; y, claro está, por vías de diálogo, aportando inclusive sugerencias razonadas de por qué una decisión u otra en beneficio de todos. Sin embargo, utilizadas las vías oportunas, esos estudiantes van a ser ignorados igualmente por las autoridades de la universidad. Y no es que me lo hayan contado; lo he visto en primera fila. Cuando trabajé en el Departamento de Métodos de Investigación y Diagnóstico en Educación, de la Facultad de Educación, en la UMU, o cuando, alguna vez que otra me tocó pisar el edificio del rectorado, vi la indiferencia con la que los altos cargos de la universidad trataban a esos estudiantes que defendían sus derechos, sugerían propuestas o apelaban por el mejor funcionamiento de la institución, o reclamaban una mejora en los planes de estudios. Como digo, eran tratados con una indiferencia que rozaba casi el menosprecio, cuando la razón de una universidad es, sobre todo, sus ingresados y el servicio que ha de prestar a la sociedad en materia académica, científica, cultural y laboral. No es que me postule a favor de determinados grupos de estudiantes que se sirven de todo pretexto para boicotear actos en la institución, ni prorrumpir en departamentos ni blindar facultades. Pero he visto, directamente y también he sido partícipe de ello, de cómo los órganos directivos ignoran a aquéllos; es decir, quienes pagan por estar allí formándose como profesionales para enfrentarse luego a un mercado laboral putrefacto. Pese a que existe el «Estatuto del Estudiante», en muchos casos éste queda en agua de borrajas. Tampoco a los jóvenes les está –o nos está– tocando buenos tiempos; en una generación cada vez más desprotegida y vituperada por las élites políticas y económicas. Así que de casta le viene al galgo; y conste que Troya ardió por menos de lo que está sucediendo.
Volviendo a lo que nos ocupa. El eco de la noticia se magnifica cuando, en cuestión de segundos, se dice que el Rector es víctima de un «escrache» o «acoso». Por supuesto yo no soy ducho en Derecho, así que no debo hablar de aquello que desconozco. Pero lo que sí puedo manifestar es que, en esta España cainita y polvorienta, inmersa aún en un ambiente guerracivilista que no respeta las opiniones ni la libertad del prójimo, cualquier discrepancia, desacuerdo, o intolerancia se le suele llamar fascismo, acoso, escrache, etc. Sé perfectamente lo que son estos dos últimos; y no porque los aprenda de libro sino porque también los he vivido de primera mano con el varapalo de verme envuelto sin tener el porqué. Cuando comenzaba los estudios en la Escuela Internacional de Doctorado, participé en una ponencia en la Universidad de Navarra dentro de unas jornadas sobre educación, economía y perspectiva laboral. Uno de mis compañeros, Antonio Bleda, actualmente Doctor en Economía Aplicada, conferenció en dichas jornadas la relación que había entre ser mujer y la contribución a la economía sumergida; pues según un estudio hecho por el mismo, estimaba que, las mujeres en comparación con los hombres, influyen más en la economía irregular por motivos relacionados con trabajos precarios y no declarados, ejercicio de la prostitución, servicios asistenciales a personas dependientes sin estar dadas de alta, etc. Pues bien. En pleno acto un grupo de feministas poco tardaron en insultarlo, ningunearlo y alterar el desarrollo de su conferencia. Mi compañero, que es una persona consecuente con sus declaraciones, no tuvo más remedio que aceptar a la chita callando. A la salida del paraninfo, yo que iba con él, fui testigo de cómo ese grupo de exaltadas feministas, furibundas por los cielos, nos perseguían hasta el hotel llegando, algunas de ellas, a ciscarse en nuestros difuntos y a escupirnos en la ropa. Eso es un acoso con todas las de la ley.
Conozco también lo que es un escrache; y no porque me lo hayan hecho a mí directamente sino por ser testigo in situ junto a un familiar del segundo grado de consanguinidad, quien participa en una formación política de la que, espero, no llegue a las instituciones. Había quedado con él para ir a cenar a El Respiro de Madrid tras la salida de una de sus reuniones de partido. A la salida, había un grupo de exaltados incívicos que, sin ton ni son, empezaron a amedrentar a las personas que abandonaban el edificio, hasta el punto de coartar su libertad individual, con el maltrecho incidente de tirar una motocicleta aparcada en la vía pública de uno de esos militantes. A mí me tocó verme en esa trinchera sin venir a cuento, puesto que no estoy afiliado a ningún partido –soy apolítico– y no tengo ninguna simpatía por la panda de analfabetos que se aglomeran en las Cortes Generales. Así que, colateralmente, me vi en el petate junto a mi familiar en el ojo del huracán. También he escuchado de primera mano a personas a las que aprecio y que han vivido, en situaciones parecidas a las comentadas más arriba, cómo se han visto cercadas, acorraladas y amedrentadas, por una turba que los ha coartado impidiendo que transiten libremente por la calle, por el mero hecho de dedicarse a la política; o ser el flanco de un acoso por manifestar una determinada opinión. Ahora, en la mayoría de los casos, reducto proveniente de los medios de comunicación, los términos «escrache» o «acoso» se emplean como herramienta política, incluso desvirtuando dichos conceptos. Cualquier persona que los haya vivido en carnes propias –directa o colateralmente– sabe de lo que hablo y, por tanto, conoce bien los términos y el grado de acoso o escrache porque no todas estas acciones tienen el mismo agravante ni propósito. ¿Son lo mismo? Evidentemente, no. ¿Constituyen un delito? Tampoco. Pues la Audiencia Provincial de Madrid, auto Nº 81/14 de la Sección 16ª ratificó que los escraches no tipifican como delitos por entenderse que son «mecanismos ordinarios de participación democrática de la sociedad civil y expresa el pluralismo de los ciudadanos». Algo que perfectamente casa con el artículo 20.1.a de la Constitución: Se reconocen y protegen los derechos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. Por su parte, esto no exime de ser repudiado cuando las formas exceden de toda ética.
En cuanto a mi opinión respecto al vídeo que se ha hecho viral, no comparto las formas de esos estudiantes, que, por supuesto, tienen sus razones para exigir cuantas responsabilidades sean oportunas; pero no frivolicemos y le llamemos a toda rendición de cuentas escrache ni presiones, ni acoso. Porque esta sociedad no hace más que martirizar determinadas palabras. Como dijo una vez García Márquez: «Suelen viciarse palabras que se ignoran». El término escrache proviene de la cultura americana «escrachar», pues su significado originario es «dejar en evidencia a alguien». No obstante, en países como Argentina y Uruguay a tenor de lo que recoge el DLE ‘escrachar’ alude los siguientes significados: romper, destruir, aplastar, o, en su segunda acepción, fotografiar a alguien. Concepto que empleado en el panorama de la política, se le ha dado la vuelta y cambiado su significado originario; como suele hacer siempre el espectro político.
El vídeo del que hablaba al principio de este texto, seguramente ha sido trasfigurado –por lo que no se puede ver en su totalidad, sin alternaciones de las escenas– y ese acotamiento no permite apreciar todo el suceso en cuestión, poniendo los puntos sobre las íes y contextualizando, por una parte, la versión de los estudiantes mencionados, y, por otra, la desagradable experiencia que provoca que un grupo de jóvenes, ufanados y cargados de razones, te paren por la calle para interpelarte responsabilidades cuando eres la persona menos indicada para arbitrar en restricciones de cara a una pandemia.
No soy jurista y por ende no estoy facultado para emitir juicio de valores acerca de si determinada persona es víctima de algo o no. Eso lo determina el ordenamiento jurídico o, en su caso, la interpretación de un fiscal o juez en base a una ley. Pero, ante todo, partamos de ponernos en la piel del prójimo y no frivolizar dando por hecho lo que, en este país de cerriles, sentencian a altar mayor los medios de comunicación. Éstos son los primeros en viciar términos y, añadidamente, lo hace la sociedad conforme se aborrega irremediablemente. Al César lo que es del César.
Luis Javier Fernández