Y comieron perdices.
Temo que en un futuro no muy lejano las nuevas generaciones no muestren ningún interés por acercarse a los libros; o al menos, el hecho de utilizar los libros no sólo como recursos de supervivencia, sino como instrumentos para el ordenar el mundo. No obstante lo anterior, sospecho que buena parte de la herencia que reciban las generaciones venideras quizá sea un modelo social donde la palabra escrita no tenga valor frente a la tiranía de las imágenes, y el colapso que provoca para la retina, expuestos a ello, consumir tanta pantalla como cazadores de reels o podcast. Que, un solo vídeo de esta magnitud, de apenas unos minutos, ya tenga el potencial humanístico suficiente para cambiar cosmovisiones, cuando los avances cualitativos del ser humano —su dimensión intelectual y moral— han sido posible a lo largo de muchos siglos de cultura y creación artística. Ahora, sin embargo, parece que un mensaje en redes sociales ya tiene el potencial para cambiar el mundo de la noche a la mañana, acomodando el intelecto, y desentrañando morbosidad a base de verdades absolutas fanatizando a la gente de manera irreversible.
Teniendo en cuenta esto, acepto como relevante uno de los preceptos darwinianos en el sentido que la función crea al órgano; lo que quiere decir que, la búsqueda de información, el contraste, el análisis crítico o el discernimiento, conllevan a la agilidad mental y a la fertilidad de ideas de valor. Sólo con observar si eso se potencia a día de hoy, que no es el caso, me sorprende el deterioro cognitivo que se extiende entre la población, especialmente entre los jóvenes; quienes, en la mayoría de las veces, se frustran ante un reto que exige un esfuerzo intelectual. Digo esto a razón de una exposición que visité hace unos días conmemorando el Día Internacional del Libro. Dicha exposición tenía por nombre Y comieron perdices. Estaba comisariada por la directora de una biblioteca municipal, junto con el presidente de una asociación de Historia; en ella versaba la temática sobre los hitos de la literatura infantil y juvenil de los dos últimos siglos, en especial mención al XX, un muestrario de juegos de antaño, cromos, icónicos tebeos y una interesantísima colección de materiales didácticos (cuadernos, lápices, pizarras, tizas, ábacos, etc).
En el caso de la literatura juvenil, merece destacar que al igual que la propaganda ideológica de la Guerra Civil, sirvió para condicionar el pensamiento de los niños, el fervor por las causas de un bando y otro, adaptando —o tergiversando, en todo caso— según conviniera. Un panel mostraba dos revistas antagónicas en las que, durante la contienda, aparecían viñetas atribuidas a los ideales republicanos y nacionales: Pionero Rojo y Pelayos. Igualmente el género del cuento, muchísimo más difundido de lo que puede ser ahora, afrontó el resorte para imbuir en la concepción política y social de los jóvenes lectores; prueba de ello son las publicaciones de Antonio Robles, quien adaptó diversos textos juveniles, como El patito feo. Así ocurrió en el mismo sentido con la adaptación teatral de Caperucita Roja de Mercedes Terrones. Y otras muchas más obras infantiles, dignas, por supuesto, de ser rigurosamente estudiadas por los críticos literarios y filólogos.
Otro de los detalles que me llamó la atención fue las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía: prolífico autor que escribió, al parecer, más de doscientas mil obras sobre el western. No creo que nadie lo lea a día de hoy puesto que su literatura —como, antes o después, acaba por ocurrir— apenas sobrevive al paso del tiempo; pero en su momento fue un destacado autor que suscitó el gusto por la lectura entre los jóvenes y no tan jóvenes. Sus novelas se vendían en los quioscos y en los estancos. Alguna vez que otra mi padre nos ha contado que, cuando joven, se aficionó a leer este género novelesco que tanto le atraía. En muchos casos los libros de Lafuente Estefanía se publicaban por quintas y sextas ediciones en muy pocas semanas. No lo parecería, siendo tan prócer, pero utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona o Lewis, escribiendo, por lo visto, a mansalva. También en esta exposición de la que hablamos se podía ver un acervo de juguetes artesanales, hechos de madera, lana u otros materiales, que tanto significaron en la vida de muchos niños; además, entre el itinerario —por donación de particulares, claro— se encontraba peluches de los Payasos de la Tele: Gaby, Fofó y Miliki. Ahora, por desgracia, son apenas mínimamente conocidos para las generaciones actuales. Y eso es lo que en cierto modo me entristece; no la desmemoria de la riqueza cultural que hubo en pretéritos tiempos, sino el apabullante mercado del entretenimiento que desemboca en el cretinismo por parte de los chavales. Inmadurez, falta de ganas por acceder al conocimiento, pereza cognitiva, y, lo más importante, autocontrol de sus emociones y sentimientos. Los niños de antes sabían lidiar con sus ofuscaciones, atesoraban la información, aprendían a jerarquizarla e indagar en lo que a conocimientos se refiere. Esta exposición mostraba el potencial de generaciones pasadas, el privilegio de construir realidades con juguetes, divertirse en las calles y la manera de aprender por medios tradicionales; es decir, gracias al libro de texto, el cuaderno subrayado, la caligrafía —ahora los chavales pierden el interés en cuidar la caligrafía y ortografía—; pero en comparación con otras generaciones las actuales no creo que dejen un legado como aquellas que, al terminar su formación, titulaban con mayor nivel intelectual, personal y educativo. O sea, el sustrato de una buena época donde la juventud se abría camino dotada de herramientas culturales para enfrentarse a un mundo cambiante, incierto, y, en la medida de lo posible, transformarlo para bien en todos los sentidos.
Quienes nacieran en la década de los sesenta, setenta y ochenta, saben que son afortunados por haber sido partícipes de grandes revoluciones sociales, por haber conocido buena música, por tener unas políticas educativas que aunque aún por pulimentar capacitaban para la vida adulta. Empero, todo eso se quedó en los anales de la historia: las generaciones presentes han perdido el espíritu del ágora, es decir, el ansia de aprender cosas nuevas en beneficio de su desarrollo intelectual, y tampoco se les enseña a valorar el tiempo. Viven en una permanente hiperestimulación, imposiciones sociales, revertidas, en muchos casos, por los oportunistas que anhelan ser influencers o que acaban siendo celebridades de internet. Puede que esto se deba porque la sociedad y el sistema educativo no les proporcionan herramientas para pensar y para ser proactivos. El efecto que provoca algo así es un eslabón de generaciones mecanizadas, ineptos, primero, de responsabilizarse de ellos mismos, y, segundo, de no ser acólitos de las tendencias sociales, modas o consumidores de pantallas. Qué lastima que haya adolescentes que titulan tras acabar una etapa estudiantil y no sean capaces de conocerse a sí mismos, o de saber expresar sus emociones o de canalizar sus frustraciones, o de no saber cuestionar sus creencias y sus relaciones con su entorno.
La ciudanía que brote de todo esto será la que deje un legado muy tétrico, en el mejor de los sentidos. Porque dudo que dentro de cincuenta años existan exposiciones, en museos o centros culturales, donde pueda verse el esplendor de una generación que se empapó de saberes para tener una vida lo más auténtica posible.
Luis Javier Fernández Jiménez